Boletín No. 153 - Feliz Año 2010 para todos...
martes, 29 de diciembre de 2009
domingo, 18 de octubre de 2009
En voz alta - II
La vida, para ser llevadera, ha de ser intensamente vivida. La sensibilidad la llena de cuando en cuando, y si es verdad que cambia semejante al agua que corre, al menos nos transporta como una corriente que puede parecer igual y eterna.
Pero si se analiza la vida y se le desnuda y pela con el pensamiento, con la razón, con la lógica, con la filosofía, entonces el vacío se muestra sin fondo, la nada confiesa francamente ser nada, y la desesperación se afinca en el alma como el ángel se posó sobre el sepulcro abandonado por el hijo de Dios.
Mi pensamiento descubrió, entre muchísimas cosas, la inutilidad de la existencia, la supremacía del mal, la tristeza de los sueños interrumpidos, de las ilusiones laceradas, del descorazonamiento del pasado que no vuelve, la desesperación que doblega y destroza el alma cuando se ha girado en torno a la vida por doquier, isla breve y apenas iluminada del infinito gozo de la nada. Así, pues, hice una fúnebre compilación de dolor hecho verbo, donde los dísticos, las paradojas, las quejas y las lamentaciones de hombres distantes en el espacio, en el tiempo y en el espíritu, se encontraron agrupados, como angustioso coro del humano descontento.
Yo tenía necesidad de cariño. Quería sentir una mano en mi mano, quería ser escuchado y escuchar; tener alguien a quien decir en secreto, en el abandono inolvidable de las primeras amistades, esos sentimientos, esos pensamientos y deseos que no se pueden decir a los padres y a las madres. Quería alguien igual a mí, para trabajar juntos; alguien mayor que yo para aprender, para que me guiara; alguien inferior a mí, a quien ayudar y enseñar.
Yo necesitaba, y aún necesito, corazones amantes y, especialmente, cerebros activos y abiertos. Gente como yo; de esos que leen, piensan, declaran y tienen insólitas curiosidades y sueños extravagantes en la cabeza. Por eso, la llegada de los verdaderos amigos, a mi vida, fue la aparición de las primeras estrellas en la larga expectativa de un crepúsculo vespertino. El ánimo impulsó mis visiones poéticas; apreciamos mutuamente nuestras vagabundas rebuscas literarias y ser siempre iguales.
Para mí, el pensamiento fue el testigo y el apoyo del malestar, de la tristeza, del ingenuo disgusto de la vida. Horquilla, armadura, sustentáculo y nada más. Así, pues, salí del dolor por la vía del pensamiento. El método hizo olvidar los resultados y el medio mató al fin. Mi idea fija era podar el mal de la vida de modo certísimo, irrecusable, definitivo; de tal modo que nadie pudiese decir que no; de tal modo que todos tuviesen que decir: “Es así, y no puede ser de otra manera”.
Me olvidé de la tragedia del mundo, de la vanidad leopardina, de la renuncia schopenhauriana e incluso de mi indefinido descontento. Me gustaba la investigación; la idea que engendra una idea más grande; el poder maravillosamente ensanchador de la abstracción. Los métodos y los conceptos me conquistaron; no ví ya mi dolor reflejado en el mundo, pero sentí pensar el mundo dentro de mí. Desde entonces la vida fue pensamiento, y sólo pensamiento. Estaba ahogado por los hechos, pero los hechos no me bastaban.
El pensamiento no se detiene. El final de la última página no es más que el exordio de una nueva salida, y toda cima alcanzada es un trampolín para otros vuelos.
Para mí, el universo de agua y de fuego, de crepúsculos y de vórtices, se convirtió poco a poco en el mundo de la razón, en la múltiple encarnación de las ideas, de la cristalización de la palabra divina; en el río cambiante de las imágenes, en el reino del espíritu manifiesto. La revolución de ideas me conquistó. La esencia inmediata es la sensación. La sensación es un hecho nuestro, del alma. Más allá no sabemos nada. Único espía y testigo de la realidad es este continuo surgimiento de estados y devenires de la conciencia. El mundo es nuestra representación.
El mundo es representación, sí; pero yo no sé de más representaciones que las mías. Las de los demás me son desconocidas, como la esencia de los fenómenos inanimados. La mente de los demás existe tan sólo como hipótesis de mi mente. El mundo es, pues, mi representación ---el mundo es mi alma---; el mundo soy yo.
Decir que el mundo es representación quiere decir simplemente que las representaciones son el mundo y que el mundo existe; creer que los demás existen significa únicamente que existen esos conjuntos de sensaciones dirigidas por una voluntad semejante a la nuestra que se llaman seres humanos, y éstas son simplemente definiciones que no cambian nada de nada. El vocabulario es siempre el mismo, y ante las cosas y los seres humanos debemos obrar como entes, y no podemos obrar de otra manera.
Y fue con esta conclusión que cumplí 20 años.
Pero si se analiza la vida y se le desnuda y pela con el pensamiento, con la razón, con la lógica, con la filosofía, entonces el vacío se muestra sin fondo, la nada confiesa francamente ser nada, y la desesperación se afinca en el alma como el ángel se posó sobre el sepulcro abandonado por el hijo de Dios.
Mi pensamiento descubrió, entre muchísimas cosas, la inutilidad de la existencia, la supremacía del mal, la tristeza de los sueños interrumpidos, de las ilusiones laceradas, del descorazonamiento del pasado que no vuelve, la desesperación que doblega y destroza el alma cuando se ha girado en torno a la vida por doquier, isla breve y apenas iluminada del infinito gozo de la nada. Así, pues, hice una fúnebre compilación de dolor hecho verbo, donde los dísticos, las paradojas, las quejas y las lamentaciones de hombres distantes en el espacio, en el tiempo y en el espíritu, se encontraron agrupados, como angustioso coro del humano descontento.
Yo tenía necesidad de cariño. Quería sentir una mano en mi mano, quería ser escuchado y escuchar; tener alguien a quien decir en secreto, en el abandono inolvidable de las primeras amistades, esos sentimientos, esos pensamientos y deseos que no se pueden decir a los padres y a las madres. Quería alguien igual a mí, para trabajar juntos; alguien mayor que yo para aprender, para que me guiara; alguien inferior a mí, a quien ayudar y enseñar.
Yo necesitaba, y aún necesito, corazones amantes y, especialmente, cerebros activos y abiertos. Gente como yo; de esos que leen, piensan, declaran y tienen insólitas curiosidades y sueños extravagantes en la cabeza. Por eso, la llegada de los verdaderos amigos, a mi vida, fue la aparición de las primeras estrellas en la larga expectativa de un crepúsculo vespertino. El ánimo impulsó mis visiones poéticas; apreciamos mutuamente nuestras vagabundas rebuscas literarias y ser siempre iguales.
Para mí, el pensamiento fue el testigo y el apoyo del malestar, de la tristeza, del ingenuo disgusto de la vida. Horquilla, armadura, sustentáculo y nada más. Así, pues, salí del dolor por la vía del pensamiento. El método hizo olvidar los resultados y el medio mató al fin. Mi idea fija era podar el mal de la vida de modo certísimo, irrecusable, definitivo; de tal modo que nadie pudiese decir que no; de tal modo que todos tuviesen que decir: “Es así, y no puede ser de otra manera”.
Me olvidé de la tragedia del mundo, de la vanidad leopardina, de la renuncia schopenhauriana e incluso de mi indefinido descontento. Me gustaba la investigación; la idea que engendra una idea más grande; el poder maravillosamente ensanchador de la abstracción. Los métodos y los conceptos me conquistaron; no ví ya mi dolor reflejado en el mundo, pero sentí pensar el mundo dentro de mí. Desde entonces la vida fue pensamiento, y sólo pensamiento. Estaba ahogado por los hechos, pero los hechos no me bastaban.
El pensamiento no se detiene. El final de la última página no es más que el exordio de una nueva salida, y toda cima alcanzada es un trampolín para otros vuelos.
Para mí, el universo de agua y de fuego, de crepúsculos y de vórtices, se convirtió poco a poco en el mundo de la razón, en la múltiple encarnación de las ideas, de la cristalización de la palabra divina; en el río cambiante de las imágenes, en el reino del espíritu manifiesto. La revolución de ideas me conquistó. La esencia inmediata es la sensación. La sensación es un hecho nuestro, del alma. Más allá no sabemos nada. Único espía y testigo de la realidad es este continuo surgimiento de estados y devenires de la conciencia. El mundo es nuestra representación.
El mundo es representación, sí; pero yo no sé de más representaciones que las mías. Las de los demás me son desconocidas, como la esencia de los fenómenos inanimados. La mente de los demás existe tan sólo como hipótesis de mi mente. El mundo es, pues, mi representación ---el mundo es mi alma---; el mundo soy yo.
Decir que el mundo es representación quiere decir simplemente que las representaciones son el mundo y que el mundo existe; creer que los demás existen significa únicamente que existen esos conjuntos de sensaciones dirigidas por una voluntad semejante a la nuestra que se llaman seres humanos, y éstas son simplemente definiciones que no cambian nada de nada. El vocabulario es siempre el mismo, y ante las cosas y los seres humanos debemos obrar como entes, y no podemos obrar de otra manera.
Y fue con esta conclusión que cumplí 20 años.
lunes, 5 de octubre de 2009
En voz alta
A veces, cuando me siento agobiado y agotado, en los momentos duros, pienso en esos cálidos y rubios días de embriaguez pueril; las largas serenidades de la inocencia; las sorpresas de los cotidianos descubrimientos del universo.
Y, bueno, se supone que así son los días de la infancia, el marco y escenario de la niñez. Sin embargo, esa etapa de mi vida jamás se caracterizó por esos horizontes, ni por tales sensaciones. No; sólo puedo ubicar momentos de esa naturaleza durante algún instante feliz de armisticio o de abandono. Mi niñez fue muy distinta porque siempre estuvo determinada por una actividad mental que parecía fuera de los límites correspondientes a esa etapa.
Años después, a partir de la adolescencia, la soledad me hizo triste y malhumorado. La tristeza apretó mi corazón y avivó mi cerebro. Y me agrada porque desde aquel principio de vida empecé a gustar la viril dulzura de esa infinita e indefinida melancolía que no quiere desahogos y consuelos, sino que se consume en sí misma, sin objeto, creando poco a poco ese hábito de vida interior y solitaria que nos aleja para siempre del resto de las personas, sencillamente porque te hace más sensible y más sabio.
A partir de ese momento apareció en mi rostro una característica: los cerrados labios de quien padecerá sin la fastidiosa debilidad de los lamentos. Junto a ello, se erigió en mi persona el tranquilo descorazonamiento del “viejo”; es decir, del ser superior y universal; del ser sufriente y pensativo.
Y se me encoge el corazón al pensar en todos aquellos días desvanecidos, en aquellos años infinitos, en aquella vida cargada de vida que caracterizó todos los años que me han seguido, con todas esas emociones y vivencias, y con aquella nostalgia y amor imborrable de otros cielos y otros camaradas.
Con todo ese bagaje de vida, me transformé y adquirí la vida magnífica y dura del omnisapiente. La razón corrió en ayuda del cansancio y el dolor. Entonces surgió una guía que ha llegado a ser una máxima de mi vida, casi una sentencia: “Escribe que te escribirás”; la cual se ha convertido en mi circunstancia.
Y yo soy quien soy: Fernando de Alarcón. Bajo mi rostro particular y aquel cuerpo delgado, ha habido un alma que quería saber, conocer la verdad, embeberse la luz, y bajo el cabello largo de mi cabeza, un cerebro que quería comprender toda idea y por doquier razonar y soñar; había una mente que ya entonces contemplaba lo que los demás no ven y que se alimentaba allí donde los más no encuentran sino vacío y desolación. ¿Por qué nadie ha comprendido y me ha dado lo que por derecho me corresponde?
Sin embargo, no me lamento de la dureza ni me avergüenzo del sufrimiento y las humillaciones pasadas. La facilidad de la vida me habría hecho, tal vez, más cobarde, menos apasionado y al fin más pobre. La amargura continua de quien no tiene y no puede tener, me ha alejado de los demás y ha constreñido mi espíritu con el laminador del dolor, que le ha hecho más pulido, más afilado y más digno.
Recuerdo los instantes y los lugares de mi crecimiento: la colonia Del Valle, Ciudad Azteca, mi colonia Roma, los bosques de Chapultepec y de Aragón, las calles del centro de la ciudad y la Alameda; todo ello sin lujos, sin esplendores de tintas, sin olores ni festones paganos, pero tan íntimos, tan familiares, tan adecuados a la sensibilidad delicada, al pensamiento de los solitarios.
Veo en mis recuerdos al invierno, al otoño o a la primavera lluviosa; cielos cubiertos, unidos, grises, cerrados; viento mordiente o la quietud fría y bronceada de la tierra, que pena y trabaja en lo profundo.
También veo al sol de verano, pero no siento calor jamás; o veo un solecillo débil que sale a ojeadas de entre las nubes viajeras y hace parecer más negra la tierra cada vez que asoma de nuevo. Veo el campo como bajo un cielo del Norte, con todo el recogimiento y el desierto del año que acaba después que el último de mis girasoles se ha encogido en los secos pastos del patio.
Y apenas mi intelecto, al fin de la adolescencia, fue mayor de edad, le pidió a la vida sus razones y no obtuvo respuesta. Entonces la teoría dio forma a la melancolía. A la tristeza física y absoluta de las tardes festivas de invierno siguió la investigación acerca de los bienes y los males de la existencia, y el espíritu respondía que “no” a toda promesa; replicaba que “no” a todo sueño embustero, a todo placer falso y soplaba entre los últimos encantos como el viento de media noche sobre las pocas llamas subsistentes de una luminaria con mal éxito.
A la languidez de las vigilias fantaseadoras, cuando entran ganas de compadecerse uno mismo, sin razón ---como nunca se compadecerá a nadie--- siguieron las investigaciones acerca de la naturaleza del dolor, sobre la brevedad de las alegrías, sobre el balance de la felicidad terrestre; a los sonetos patéticos por el fin de los días y de los otoños, siguió la firme intención de protestar pública, racionalmente, contra la bestial aceptación de la vida.
A esa edad, la perpetua demanda inútil se me presentó con las mismas palabras de todos los tiempos y de todos los tediosos: la vida, ¿vale la pena de ser vivida?
No me restaba sino el pensamiento. Siempre me había gustado generalizar, estrechar relaciones entre hechos lejanos, adivinar leyes, desmontar y volver a construir teorías.
Y ya armado el pensamiento, se lanzó a esta vida, sin carnavales ni faros, y se apresuró a descubrir en ella el vacío y el callado dolor. A desentrañar por qué a cada deseo le sale al encuentro una repulsa; a cada aspiración, un mentís; a cada esfuerzo, una bofetada; a todo anhelo de felicidad que nos toma a los 16, a los 18 años, la promesa de la nada. ¡La nada enmascarada de cien maneras! Fe, gloria, arte, acción, paraíso, conquistas; máscaras en el rostro, agujeros sin ojos, bocas sin lengua, besos sin respuesta.
A veces, cuando me siento agobiado y agotado, en los momentos duros, pienso en esos cálidos y rubios días de embriaguez pueril; las largas serenidades de la inocencia; las sorpresas de los cotidianos descubrimientos del universo.
Y, bueno, se supone que así son los días de la infancia, el marco y escenario de la niñez. Sin embargo, esa etapa de mi vida jamás se caracterizó por esos horizontes, ni por tales sensaciones. No; sólo puedo ubicar momentos de esa naturaleza durante algún instante feliz de armisticio o de abandono. Mi niñez fue muy distinta porque siempre estuvo determinada por una actividad mental que parecía fuera de los límites correspondientes a esa etapa.
Años después, a partir de la adolescencia, la soledad me hizo triste y malhumorado. La tristeza apretó mi corazón y avivó mi cerebro. Y me agrada porque desde aquel principio de vida empecé a gustar la viril dulzura de esa infinita e indefinida melancolía que no quiere desahogos y consuelos, sino que se consume en sí misma, sin objeto, creando poco a poco ese hábito de vida interior y solitaria que nos aleja para siempre del resto de las personas, sencillamente porque te hace más sensible y más sabio.
A partir de ese momento apareció en mi rostro una característica: los cerrados labios de quien padecerá sin la fastidiosa debilidad de los lamentos. Junto a ello, se erigió en mi persona el tranquilo descorazonamiento del “viejo”; es decir, del ser superior y universal; del ser sufriente y pensativo.
Y se me encoge el corazón al pensar en todos aquellos días desvanecidos, en aquellos años infinitos, en aquella vida cargada de vida que caracterizó todos los años que me han seguido, con todas esas emociones y vivencias, y con aquella nostalgia y amor imborrable de otros cielos y otros camaradas.
Con todo ese bagaje de vida, me transformé y adquirí la vida magnífica y dura del omnisapiente. La razón corrió en ayuda del cansancio y el dolor. Entonces surgió una guía que ha llegado a ser una máxima de mi vida, casi una sentencia: “Escribe que te escribirás”; la cual se ha convertido en mi circunstancia.
Y yo soy quien soy: Fernando de Alarcón. Bajo mi rostro particular y aquel cuerpo delgado, ha habido un alma que quería saber, conocer la verdad, embeberse la luz, y bajo el cabello largo de mi cabeza, un cerebro que quería comprender toda idea y por doquier razonar y soñar; había una mente que ya entonces contemplaba lo que los demás no ven y que se alimentaba allí donde los más no encuentran sino vacío y desolación. ¿Por qué nadie ha comprendido y me ha dado lo que por derecho me corresponde?
Sin embargo, no me lamento de la dureza ni me avergüenzo del sufrimiento y las humillaciones pasadas. La facilidad de la vida me habría hecho, tal vez, más cobarde, menos apasionado y al fin más pobre. La amargura continua de quien no tiene y no puede tener, me ha alejado de los demás y ha constreñido mi espíritu con el laminador del dolor, que le ha hecho más pulido, más afilado y más digno.
Recuerdo los instantes y los lugares de mi crecimiento: la colonia Del Valle, Ciudad Azteca, mi colonia Roma, los bosques de Chapultepec y de Aragón, las calles del centro de la ciudad y la Alameda; todo ello sin lujos, sin esplendores de tintas, sin olores ni festones paganos, pero tan íntimos, tan familiares, tan adecuados a la sensibilidad delicada, al pensamiento de los solitarios.
Veo en mis recuerdos al invierno, al otoño o a la primavera lluviosa; cielos cubiertos, unidos, grises, cerrados; viento mordiente o la quietud fría y bronceada de la tierra, que pena y trabaja en lo profundo.
También veo al sol de verano, pero no siento calor jamás; o veo un solecillo débil que sale a ojeadas de entre las nubes viajeras y hace parecer más negra la tierra cada vez que asoma de nuevo. Veo el campo como bajo un cielo del Norte, con todo el recogimiento y el desierto del año que acaba después que el último de mis girasoles se ha encogido en los secos pastos del patio.
Y apenas mi intelecto, al fin de la adolescencia, fue mayor de edad, le pidió a la vida sus razones y no obtuvo respuesta. Entonces la teoría dio forma a la melancolía. A la tristeza física y absoluta de las tardes festivas de invierno siguió la investigación acerca de los bienes y los males de la existencia, y el espíritu respondía que “no” a toda promesa; replicaba que “no” a todo sueño embustero, a todo placer falso y soplaba entre los últimos encantos como el viento de media noche sobre las pocas llamas subsistentes de una luminaria con mal éxito.
A la languidez de las vigilias fantaseadoras, cuando entran ganas de compadecerse uno mismo, sin razón ---como nunca se compadecerá a nadie--- siguieron las investigaciones acerca de la naturaleza del dolor, sobre la brevedad de las alegrías, sobre el balance de la felicidad terrestre; a los sonetos patéticos por el fin de los días y de los otoños, siguió la firme intención de protestar pública, racionalmente, contra la bestial aceptación de la vida.
A esa edad, la perpetua demanda inútil se me presentó con las mismas palabras de todos los tiempos y de todos los tediosos: la vida, ¿vale la pena de ser vivida?
No me restaba sino el pensamiento. Siempre me había gustado generalizar, estrechar relaciones entre hechos lejanos, adivinar leyes, desmontar y volver a construir teorías.
Y ya armado el pensamiento, se lanzó a esta vida, sin carnavales ni faros, y se apresuró a descubrir en ella el vacío y el callado dolor. A desentrañar por qué a cada deseo le sale al encuentro una repulsa; a cada aspiración, un mentís; a cada esfuerzo, una bofetada; a todo anhelo de felicidad que nos toma a los 16, a los 18 años, la promesa de la nada. ¡La nada enmascarada de cien maneras! Fe, gloria, arte, acción, paraíso, conquistas; máscaras en el rostro, agujeros sin ojos, bocas sin lengua, besos sin respuesta.
lunes, 21 de septiembre de 2009
Responsabilidad
Hay un tipo de persona que debería ser inmortalizada el bronce y su estatua colocada en todas las escuelas del país. No es erudición lo que necesitan la niñez y la juventud, ni enseñanza de tal o cual cosa, sino la inculcación del amor al deber y a la responsabilidad, la fidelidad a la confianza que se les deposita, el actuar con prontitud, el concentrar todas sus energías: hacer bien lo que se tiene que hacer… cumplir con su responsabilidad.
Toda persona que ha tratado de llevar a cabo una empresa, en la cual necesita la ayuda de muchos otros, con muchísima frecuencia se ha quedado azorada ante la estupidez de la generalidad de los demás, ante su incapacidad o falta de voluntad para concentrar sus facultades en una idea y ejecutarla.
Lo reglamentario parece ser la incuria, la negligencia, la indiferencia y la desgana en el trabajo. Y nadie triunfa a menos que los otros le ayuden; a menos que un hecho providencial ponga en el camino de algún afortunado a un ángel de la responsabilidad.
Esta incapacidad para actuar independientemente, esta torpeza moral, esta enfermedad de la voluntad, esta renuncia a hacerse cargo de las cosas y ejecutarlas es lo que ha relegado a un futuro lejano a la idea de una sociedad solidaria, responsable y en sintonía con el progreso. Si no mueve a las personas ni su propio interés, ¿cómo habrá de proceder cuando el producto de sus esfuerzos sea para todos, y deba repartirse?
Pareciera que hace falta un capataz armado de un pesado garrote. El temor de que su conducta influya sobre la nómina salarial retiene a muchos en su sitio. Pero si publicamos una anuncio solicitando una secretaria, nueve de la diez que se presenten no sabrán ortografía, ni la juzgarán necesaria. ¿Podría alguna de éstas cumplir con su responsabilidad?
Conozco a muy buenos contadores y otros profesionistas que, no obstante su preparación, si se les asigna alguna otra diligencia son incapaces de cumplir con ella sólo porque no está en su esfera de especialidad. ¿Se les puede confiar alguna verdadera responsabilidad?
Últimamente, entre los legítimos buscadores de empleo, está muy en boga una cierta autocompasión por los enternecedores lamentos de los desheredados esclavos del salario, que van en busca de empleo con ecos acompañados de maldiciones para los que están “arriba”. Y a la expresión de tales sentimientos suelen acompañarla duros ataques contra los que mandan.
Nadie compadece a muchos de los que intentan implementar ideas y proyectos. Muchos envejecen prematuramente esforzándose en vano para conseguir que algunos, aprendices chambones ejecuten bien un trabajo, ni a nadie le importan el tiempo y la paciencia que pierden en educar a sus empleados en sus quehaceres, empleados que flojean en cuanto en jefe vuelve la espalda.
Y en cada tienda, en cada oficina, en cada fábrica, es incesante el proceso de eliminación de los incompetentes. Se prescinde de quienes han demostrado su incapacidad, y se toman nuevos empleados. La selección continúa aún en épocas prósperas, pero si los tiempos son malos y el trabajo escasea, se hace más severa. Se trata de la supervivencia de los más aptos. Su propio interés induce al jefe a conservar a los mejores, a los capaces de cumplir su responsabilidad.
Conozco a un personaje dotado de brillantes cualidades, pero inepto para administrar cualquier negocio propio, y absolutamente inútil para los demás, porque no prescinde nunca de la insensata idea de que su jefe es dominante y pretende dominarlo. No sabe mandar, ni siquiera obedecer. No es una persona responsable. Ahora mismo recorre dicho personaje la calles en busca de trabajo. Nadie que lo conoce se atreve a emplearlo porque sabe que es un eterno descontento. No admite razones. Lo único que puede convencerlo es un buen puntapié.
Un individuo víctima de tal deformación moral merece, naturalmente, tanta compasión como quien padece deformaciones físicas. Pero que nuestra compasión alcance también a quien lucha por sacar adelante una idea, un proyecto, una empresa; a quien sus horas de trabajo no están limitadas por el horario de salida y cuyo cabello encanece rápidamente en su esfuerzo por mantener a raya la indiferencia, la ineptitud y la ingratitud de quienes, a no ser por el esfuerzo de ese personaje, carecerían de pan y techo.
¿Son demasiados severos estos términos? Tal vez sí. Pero cuando todo el mundo ha prodigado su compasión por el necesitado inepto, es necesario pronunciar una palabra de simpatía por quien ha triunfado luchando con grandes obstáculos, dirigiendo los esfuerzos de otros y, después de haber vencido, se encuentra con que lo que ha hecho no vale nada, sólo la satisfacción de haber ganado su pan.
La pobreza en sí no constituye una cualidad, los harapos no son recomendables, ni recomiendan por ningún motivo. No todos los jefes son rapaces ni tiranos, ni tampoco todos los pobres son virtuosos.
Admiro a la persona que cumple con su deber, tanto cuando está ausente su jefe como cuando se encuentra presente. Y a quien cumple su responsabilidad con toda calma, seguridad y temple, sin hacer preguntas ociosas, ni abrigar la intención de hacer todo al aventón; esta persona jamás encontrará una puerta cerrada, ni necesitará armar huelgas, marchas, protestas, plantones, ni arengas para procurarse un aumento de puesto o de sueldo.
Esta es la clase de personas que se necesitan y a las cuales nada puede negarse. Son tan escasas y valiosas, que ningún patrón consentirá en dejarlos ir.
La civilización está hecha de una anhelante y prolongada búsqueda de este tipo de individuos. Cuanto piden se les concede. Hay necesidad de ellos en cada ciudad y en cada oficina, taller o fábrica, incluso en cada hogar. El mundo clama por tales personas; se les necesita… se necesita apremiantemente al individuo capaz de cumplir sola y cabalmente con su responsabilidad.
Hay un tipo de persona que debería ser inmortalizada el bronce y su estatua colocada en todas las escuelas del país. No es erudición lo que necesitan la niñez y la juventud, ni enseñanza de tal o cual cosa, sino la inculcación del amor al deber y a la responsabilidad, la fidelidad a la confianza que se les deposita, el actuar con prontitud, el concentrar todas sus energías: hacer bien lo que se tiene que hacer… cumplir con su responsabilidad.
Toda persona que ha tratado de llevar a cabo una empresa, en la cual necesita la ayuda de muchos otros, con muchísima frecuencia se ha quedado azorada ante la estupidez de la generalidad de los demás, ante su incapacidad o falta de voluntad para concentrar sus facultades en una idea y ejecutarla.
Lo reglamentario parece ser la incuria, la negligencia, la indiferencia y la desgana en el trabajo. Y nadie triunfa a menos que los otros le ayuden; a menos que un hecho providencial ponga en el camino de algún afortunado a un ángel de la responsabilidad.
Esta incapacidad para actuar independientemente, esta torpeza moral, esta enfermedad de la voluntad, esta renuncia a hacerse cargo de las cosas y ejecutarlas es lo que ha relegado a un futuro lejano a la idea de una sociedad solidaria, responsable y en sintonía con el progreso. Si no mueve a las personas ni su propio interés, ¿cómo habrá de proceder cuando el producto de sus esfuerzos sea para todos, y deba repartirse?
Pareciera que hace falta un capataz armado de un pesado garrote. El temor de que su conducta influya sobre la nómina salarial retiene a muchos en su sitio. Pero si publicamos una anuncio solicitando una secretaria, nueve de la diez que se presenten no sabrán ortografía, ni la juzgarán necesaria. ¿Podría alguna de éstas cumplir con su responsabilidad?
Conozco a muy buenos contadores y otros profesionistas que, no obstante su preparación, si se les asigna alguna otra diligencia son incapaces de cumplir con ella sólo porque no está en su esfera de especialidad. ¿Se les puede confiar alguna verdadera responsabilidad?
Últimamente, entre los legítimos buscadores de empleo, está muy en boga una cierta autocompasión por los enternecedores lamentos de los desheredados esclavos del salario, que van en busca de empleo con ecos acompañados de maldiciones para los que están “arriba”. Y a la expresión de tales sentimientos suelen acompañarla duros ataques contra los que mandan.
Nadie compadece a muchos de los que intentan implementar ideas y proyectos. Muchos envejecen prematuramente esforzándose en vano para conseguir que algunos, aprendices chambones ejecuten bien un trabajo, ni a nadie le importan el tiempo y la paciencia que pierden en educar a sus empleados en sus quehaceres, empleados que flojean en cuanto en jefe vuelve la espalda.
Y en cada tienda, en cada oficina, en cada fábrica, es incesante el proceso de eliminación de los incompetentes. Se prescinde de quienes han demostrado su incapacidad, y se toman nuevos empleados. La selección continúa aún en épocas prósperas, pero si los tiempos son malos y el trabajo escasea, se hace más severa. Se trata de la supervivencia de los más aptos. Su propio interés induce al jefe a conservar a los mejores, a los capaces de cumplir su responsabilidad.
Conozco a un personaje dotado de brillantes cualidades, pero inepto para administrar cualquier negocio propio, y absolutamente inútil para los demás, porque no prescinde nunca de la insensata idea de que su jefe es dominante y pretende dominarlo. No sabe mandar, ni siquiera obedecer. No es una persona responsable. Ahora mismo recorre dicho personaje la calles en busca de trabajo. Nadie que lo conoce se atreve a emplearlo porque sabe que es un eterno descontento. No admite razones. Lo único que puede convencerlo es un buen puntapié.
Un individuo víctima de tal deformación moral merece, naturalmente, tanta compasión como quien padece deformaciones físicas. Pero que nuestra compasión alcance también a quien lucha por sacar adelante una idea, un proyecto, una empresa; a quien sus horas de trabajo no están limitadas por el horario de salida y cuyo cabello encanece rápidamente en su esfuerzo por mantener a raya la indiferencia, la ineptitud y la ingratitud de quienes, a no ser por el esfuerzo de ese personaje, carecerían de pan y techo.
¿Son demasiados severos estos términos? Tal vez sí. Pero cuando todo el mundo ha prodigado su compasión por el necesitado inepto, es necesario pronunciar una palabra de simpatía por quien ha triunfado luchando con grandes obstáculos, dirigiendo los esfuerzos de otros y, después de haber vencido, se encuentra con que lo que ha hecho no vale nada, sólo la satisfacción de haber ganado su pan.
La pobreza en sí no constituye una cualidad, los harapos no son recomendables, ni recomiendan por ningún motivo. No todos los jefes son rapaces ni tiranos, ni tampoco todos los pobres son virtuosos.
Admiro a la persona que cumple con su deber, tanto cuando está ausente su jefe como cuando se encuentra presente. Y a quien cumple su responsabilidad con toda calma, seguridad y temple, sin hacer preguntas ociosas, ni abrigar la intención de hacer todo al aventón; esta persona jamás encontrará una puerta cerrada, ni necesitará armar huelgas, marchas, protestas, plantones, ni arengas para procurarse un aumento de puesto o de sueldo.
Esta es la clase de personas que se necesitan y a las cuales nada puede negarse. Son tan escasas y valiosas, que ningún patrón consentirá en dejarlos ir.
La civilización está hecha de una anhelante y prolongada búsqueda de este tipo de individuos. Cuanto piden se les concede. Hay necesidad de ellos en cada ciudad y en cada oficina, taller o fábrica, incluso en cada hogar. El mundo clama por tales personas; se les necesita… se necesita apremiantemente al individuo capaz de cumplir sola y cabalmente con su responsabilidad.
domingo, 6 de septiembre de 2009
El enigma del progreso
Estamos engullidos en un universo sin límites, lo mismo en el tiempo que en el espacio, que nada ha comenzado que no tenga un término; y en el pasado como en el porvenir hay tantos miles de millones de años como pueda uno imaginarse en el insondable infinito, que la extensión de la eternidad de ayer, lo mismo que la de mañana, son exactamente idénticas. Todo lo que hará este universo debió haberlo hecho ya, dado que ha tenido muchas ocasiones para hacerlo y aún las tiene y las tendrá, que todo lo que no ha hecho es porque no podrá hacerlo nunca; porque que no hay nada en el tiempo ni en el espacio que deba agregarse ni aumentar lo que ya posee. Necesariamente ha intentado todo género de esfuerzos antes y todas las experiencias que intentará mañana, que todo lo que ha ocurrido, habiendo tenido las mismas oportunidades, es exactamente igual a lo que sucederá.
Pero si el número de combinaciones es realmente infinito, se puede decir que la tierra es una experiencia incompleta, puesto que tanto el mal como el dolor la llevan aún lejos del bien y la felicidad. Si la experiencia falta, nosotros seremos las víctimas; pero esto no impide esperar que nuestros esfuerzos cambiarán algo hacia combinaciones que serán mejores en otros lugares o en otros tiempos. Si la experiencia falta, esto no quiere decir que otros no hayan tenido éxito y que en este mismo instante no sean más felices en otros mundos diferentes. Y aún cabe suponer que en el infinito de sus combinaciones y experiencias, los más felices tiendan a fijar y a palpar esa realidad, y que en vista de lo infinito del número, triunfarán en el porvenir en lo que no pudieron triunfar en el pasado.
¿Quién habría osado prever que sobre esas rocas y metales liquidados habría de nacer un ser que se habría de hacer el dueño y señor del globo, bajo la denominación de la inteligencia y la conciencia humana?
¿Es posible concebirse una evolución tan sorprendente como inesperada? ¿Qué podrá sorprendernos después de tan sorprendentes resultados? ¿No estamos capacitados de esperar cosas más grandes y sorprendentes aún, después de lo que ha pasado? ¿Si este mundo ha salido de una especie de negación de la vida, de la esterilidad integral y peor que la nada para terminar en nosotros, a dónde irá a parar después de nosotros? Si su nacimiento y su formación se elaboraron en medio de tales prodigios, ¿qué maravillas no nos reservará su existencia, su prolongación indeterminada y su disolución?
Hay una distancia inmensa y transformaciones inconcebibles de la horrible y única materia desde los primeros días hasta el pensamiento humano del momento actual; y habrá, sin duda, una distancia parecida y también poco concebible entre el pensamiento de hoy y el que sucederá en el infinito de los tiempos.
Habitamos, si no un universo, al menos una tierra que todavía no ha agotado su porvenir y sus sorpresas; y que está más cerca de su principio que de su fin. La tierra apenas nació ayer y está en la primera etapa de sus esperanzas y de sus experiencias. Nosotros creemos que camina hacia su muerte y es todo lo contrario, pues todo su pasado nos demuestra que es mucho más probable que marche hacia la vida. En todo caso, a medida que pasan sus años, la cantidad y sobre todo la calidad de la vida que engendra y alimenta aumenta y se mejora. No nos ha dado más que las primicias de sus milagros; y probablemente no hay más relación de lo que es a lo que fue, ni de lo que es y de lo que será. Sin duda que cuando aparezcan sus más grandes maravillas no tendremos tal vez nuestra vida actual; pero bajo otra forma, nosotros estaremos allí, existiremos en alguna parte, en su superficie o en sus profundidades, y no es menos inverosímil que uno de sus últimos prodigios no nos saque del polvo en que existimos, nos despierte y nos resucite para hacernos gozar nuestra parte de dicha que no habíamos tenido y nos enseñe que estábamos errados al no interesarnos, más allá de la tumba, en los destinos de esta tierra de la que habíamos dejado de ser los hijos inmortales.
domingo, 23 de agosto de 2009
Actitud
Somos seres de la misma especie. Y todos nosotros, que no pensamos únicamente en llenar el estómago y la billetera, ¿qué esperamos? Esperamos que las cosas vayan mejor, que nuestro país progrese, que los seres humanos –pocos o muchos— mejoren. En el fondo del gozo que construimos con la convivencia se encuentra algo más que una particular alegría, mutua y personal, que sólo somos capaces de otorgar, recibir y disfrutar en el ejercicio de la convivencia, como mecanismo para enriquecer la verdad y la esencia humanas.
¿Cómo entendemos ese mejoramiento de los seres humanos? Ante todo, como mejoramiento material. Que las personas estén más sanas, que no deban matarse o embrutecerse en el trabajo, que no empiecen a carecer de lo necesario y que dispongan de aquellas cosas superfluas que nosotros mismos poseemos o queremos poseer. ¿Y después? Mejoramiento moral también, e intelectual. Deseamos que las personas –todas— sepan leer y escribir, que lean buenos libros y que aprendan a razonar correctamente, con sofismas, con ilusiones.
¿Y luego? Aquí es donde se encuentra mucha de nuestra razón de ser y donde se explica gran parte de este modo de enfocar la vida. Esos seres humanos que tienen qué comer, que pueden reposar y que saben razonar, ¿deben detenerse ahí?; ¿no deben vivir mejor, de formas más racional, más semejante a lo que deseamos para nosotros mismos y que ya en parte intentamos realizar nosotros, que somos, hasta cierto punto privilegiados del espíritu?
Existen cosas que, en lo privado y en lo social, debemos perpetuar en y entre nosotros mismos. Cuanto hacemos para procurar que los demás vivan contentos y tranquilos lo hacemos para que las almas disfruten al fin de la libertad de vivir, de vivir por su cuenta y no solamente para ayudar –bajo formas de razón, juicio, ingenio, etc.--- al cuerpo a desembarazarse de pesadas cargas.
La filosofía consiste en un modo particular de contemplar y de sentir el mundo. Y es el único modo de verlo que puede hacerlo soportable y magnífico en todas sus partes. En esencia, nos une la misma filosofía, una fuerza básica de la que depende nuestra estabilidad más interna y que sólo podemos activar entre seres afines y que nos hace, más allá de nuestro público actuar, poetas y visionarios, guías mutuos y receptores de nuestra magia y sensibilidad.
¿Qué significa que veamos y sintamos poéticamente el mundo? Significa precisamente verlo como lo ve un espíritu desinteresado, que se siente en aquel momento libre y puro; es decir, únicamente espíritu, alejado de toda ocupación y preocupación material, corporal y social. Significa poder gozar sin prevenciones, de la belleza del mundo; saber ver la belleza hasta de lo que parece más mezquino, más ruin, más horrible; significa captar las relaciones, las armonías que no sean las acostumbradas concatenaciones de causa y efecto, de utilidad o perjuicio, a través de las cuales vemos de continuo la realidad para nuestras necesidades prácticas; significa, en suma, relajación y reposo, desahogo del ánimo y del corazón.
Es necesario saber ver poéticamente, de vez en cuando, cuanto nos rodea. El mundo es algo espléndido, magnífico, hasta en sus manifestaciones más horribles y dolorosas. Pero la vida ordinaria tiende a obligarnos a atravesar durante toda la existencia, camino adelante, sin mirarlo, sin sentirlo. Servirse de él pero sin gozarlo. El mundo se nos aparece como un bazar atestado de cosas excelentes, una reserva de fuerzas que pueden ser utilizadas en cualquier momento; pero nunca, o casi nunca, como un espectáculo digno de ser contemplado para alegría y consuelo nuestro. Vamos avanzando, encorvados bajo nuestra propia carga, excitados por nuestro propio trabajo.
Pero debería haber para todos momentos de tregua y de reposo, en los que la realidad no debería ser sencillamente un campo que ha de fructificar, sino de belleza multiforme que se ha de descubrir. Para esta tarea es que nos necesitamos los unos a los otros. Deseo solamente un poco de poesía cada día; una poesía llena de comunión en la palabra, los sentidos, la conversación de las ideas, las emociones y el amor bautizado por el cariño y la compañía; mi poesía cotidiana, necesaria al espíritu como el pan es necesario al cuerpo.
En contacto con algunas personas esenciales, siento líricamente cómo los pequeños objetos de la vida me hablan de los placeres vividos que ya pasaron, como todos los placeres, y con su armonía de tonos y de colores me consuelan del pensamiento del fluir inevitable de todas las cosas. ¿Ocio? De ningún modo. También esto es trabajo, y un trabajo nada fácil. Es un trabajo distinto. Un trabajo que descansa, un trabajo del espíritu para el espíritu, sin fines bastardos, físicos o comerciales. Es el trabajo al que aspira todo ser humano que quiere vivir verdaderamente y no solamente preparar los medios para vivir. Es uno de los poquísimos trabajos de los que se puede decir, sin hipocresías moralistas, que ennoblece al ser humano.
La esencia individual de cada uno se unifica con aquella incluyente de la especie: se trata de volver a amar todas las cosas más sencillas y primitivas, mucho más atrayentes y descansadas de los sistemas y las frases. No se trata de saber; se trata de sentir, de intuir, de gozar, de amar.
Somos seres de la misma especie. Y todos nosotros, que no pensamos únicamente en llenar el estómago y la billetera, ¿qué esperamos? Esperamos que las cosas vayan mejor, que nuestro país progrese, que los seres humanos –pocos o muchos— mejoren. En el fondo del gozo que construimos con la convivencia se encuentra algo más que una particular alegría, mutua y personal, que sólo somos capaces de otorgar, recibir y disfrutar en el ejercicio de la convivencia, como mecanismo para enriquecer la verdad y la esencia humanas.
¿Cómo entendemos ese mejoramiento de los seres humanos? Ante todo, como mejoramiento material. Que las personas estén más sanas, que no deban matarse o embrutecerse en el trabajo, que no empiecen a carecer de lo necesario y que dispongan de aquellas cosas superfluas que nosotros mismos poseemos o queremos poseer. ¿Y después? Mejoramiento moral también, e intelectual. Deseamos que las personas –todas— sepan leer y escribir, que lean buenos libros y que aprendan a razonar correctamente, con sofismas, con ilusiones.
¿Y luego? Aquí es donde se encuentra mucha de nuestra razón de ser y donde se explica gran parte de este modo de enfocar la vida. Esos seres humanos que tienen qué comer, que pueden reposar y que saben razonar, ¿deben detenerse ahí?; ¿no deben vivir mejor, de formas más racional, más semejante a lo que deseamos para nosotros mismos y que ya en parte intentamos realizar nosotros, que somos, hasta cierto punto privilegiados del espíritu?
Existen cosas que, en lo privado y en lo social, debemos perpetuar en y entre nosotros mismos. Cuanto hacemos para procurar que los demás vivan contentos y tranquilos lo hacemos para que las almas disfruten al fin de la libertad de vivir, de vivir por su cuenta y no solamente para ayudar –bajo formas de razón, juicio, ingenio, etc.--- al cuerpo a desembarazarse de pesadas cargas.
La filosofía consiste en un modo particular de contemplar y de sentir el mundo. Y es el único modo de verlo que puede hacerlo soportable y magnífico en todas sus partes. En esencia, nos une la misma filosofía, una fuerza básica de la que depende nuestra estabilidad más interna y que sólo podemos activar entre seres afines y que nos hace, más allá de nuestro público actuar, poetas y visionarios, guías mutuos y receptores de nuestra magia y sensibilidad.
¿Qué significa que veamos y sintamos poéticamente el mundo? Significa precisamente verlo como lo ve un espíritu desinteresado, que se siente en aquel momento libre y puro; es decir, únicamente espíritu, alejado de toda ocupación y preocupación material, corporal y social. Significa poder gozar sin prevenciones, de la belleza del mundo; saber ver la belleza hasta de lo que parece más mezquino, más ruin, más horrible; significa captar las relaciones, las armonías que no sean las acostumbradas concatenaciones de causa y efecto, de utilidad o perjuicio, a través de las cuales vemos de continuo la realidad para nuestras necesidades prácticas; significa, en suma, relajación y reposo, desahogo del ánimo y del corazón.
Es necesario saber ver poéticamente, de vez en cuando, cuanto nos rodea. El mundo es algo espléndido, magnífico, hasta en sus manifestaciones más horribles y dolorosas. Pero la vida ordinaria tiende a obligarnos a atravesar durante toda la existencia, camino adelante, sin mirarlo, sin sentirlo. Servirse de él pero sin gozarlo. El mundo se nos aparece como un bazar atestado de cosas excelentes, una reserva de fuerzas que pueden ser utilizadas en cualquier momento; pero nunca, o casi nunca, como un espectáculo digno de ser contemplado para alegría y consuelo nuestro. Vamos avanzando, encorvados bajo nuestra propia carga, excitados por nuestro propio trabajo.
Pero debería haber para todos momentos de tregua y de reposo, en los que la realidad no debería ser sencillamente un campo que ha de fructificar, sino de belleza multiforme que se ha de descubrir. Para esta tarea es que nos necesitamos los unos a los otros. Deseo solamente un poco de poesía cada día; una poesía llena de comunión en la palabra, los sentidos, la conversación de las ideas, las emociones y el amor bautizado por el cariño y la compañía; mi poesía cotidiana, necesaria al espíritu como el pan es necesario al cuerpo.
En contacto con algunas personas esenciales, siento líricamente cómo los pequeños objetos de la vida me hablan de los placeres vividos que ya pasaron, como todos los placeres, y con su armonía de tonos y de colores me consuelan del pensamiento del fluir inevitable de todas las cosas. ¿Ocio? De ningún modo. También esto es trabajo, y un trabajo nada fácil. Es un trabajo distinto. Un trabajo que descansa, un trabajo del espíritu para el espíritu, sin fines bastardos, físicos o comerciales. Es el trabajo al que aspira todo ser humano que quiere vivir verdaderamente y no solamente preparar los medios para vivir. Es uno de los poquísimos trabajos de los que se puede decir, sin hipocresías moralistas, que ennoblece al ser humano.
La esencia individual de cada uno se unifica con aquella incluyente de la especie: se trata de volver a amar todas las cosas más sencillas y primitivas, mucho más atrayentes y descansadas de los sistemas y las frases. No se trata de saber; se trata de sentir, de intuir, de gozar, de amar.
domingo, 9 de agosto de 2009
Concepto e Idea de la Religión 3/3
Existe naturalmente un solo Dios, que es la esencia humana, la naturaleza; una sola verdad, que cada pueblo, cada época, cada individuo interpreta a su manera, y para la cual surgen continuamente formas nuevas.
Siempre, en todas las épocas de la historia, en todas las religiones y formas de vida, hay las mismas experiencias típicas y siempre en el mismo orden: pérdida de la inocencia, esfuerzo por alcanzar la justicia bajo la ley, desesperación correspondiente en una vana lucha para vencer la culpa por medio de obras o a través del conocimiento, y finalmente, huida del infierno y entrada en un mundo transformado y en una nueva clase de inocencia. La humanidad se ha representado centenares de veces esta evolución con ayuda de grandiosos símbolos. Todas las religiones conocen estos ideales: la perfección, la inmortalidad, sin dolor y sin mácula.
Puede haber mil maneras de consumar la individualización y la historia psíquica del hombre, pero el camino de esta historia y su progresión son siempre los mismos. Observar cómo las más diversas clases de hombres viven, luchan y soportan este camino, es la pasión más absorbente de historiadores, psicólogos y poetas. Quien encuentra su personalidad, ya sea por el camino de Buda o de los Vedas o de Lao-tsé o de Cristo, está en su ser más íntimo unido al Todo, a la esencia humana, a la naturaleza, a Dios, y actúa de común acuerdo con ello.
Algunos dicen que la búsqueda de la personalidad es menos importante que encontrar las relaciones justas para con los demás. Pero es que ambas son la misma cosa. Quien busca la auténtica personalidad, busca al mismo tiempo la norma de toda la vida, pues esta personalidad más íntima es igual en todos los seres humanos, es la esencia humana, es la naturaleza, es Dios, es el “significado” de la vida.
Existen muchos cientos de millones de seres humanos de todas las razas y lenguas, que creen en un Dios vivo y le sirven. El Dios de estos creyentes, cualquiera que sea, es seguramente para muchos de sus fieles (no para todos) el único Dios vivo, y todos lo otros dioses están muertos. Por ejemplo, el Dios de los judíos no es ---aún para todos sus creyentes--- ciertamente aquel Dios que hizo hombre a su Hijo. Y todos los dioses que adoran los mahometanos, los hindúes, los tibetanos, los japoneses, son muy diferentes a cualquier otro, y pese a ello están todos muy vivos, son muy activos, cada uno de ellos ayuda a innumerables seres humanos a sobrellevar la vida, a santificarla, a resignarse al dolor y a enfrentarse con la muerte.
A todos estos millones de creyentes piadosos que buscan consuelo, dignidad y santificación para su vida, Dios vivo se le ha revelado de modo distinto, en cada caso.
Las religiones y mitologías, al igual que la poesía, son una tentativa de la humanidad para expresar en imágenes aquellas cosas indecibles. Existe una mesa, una silla, un pan, un vino, un padre, una madre, pero cada pueblo y cada civilización los llama de un modo distinto. Lo mismo ocurre con Dios, con la piedad, con la fe. Griegos y persas, hindúes y chinos, cristianos y budistas, creen lo mismo, pero no emplean para designarlo el mismo nombre que nosotros.
En el pensamiento político de personas progresistas, el nacionalismo es algo que ya pertenece al pasado; en cambio, en las religiones predomina todavía la creencia infantil en la validez única de la propia fe. Hace tiempo que la ciencia ha reconocido la unidad de todas las formas de fe que hay en el mundo; la investigación de las religiones ya no admite ninguna religión como la única verdadera.
Por lo tanto, la humanidad, aunque esté dividida en razas y culturas dispares e incluso hostiles, constituye una unidad y tiene posibilidades, ideales y objetivos comunes. El mundo entero y todo cuanto éste contiene es una unidad divina.
La verdadera toma de conciencia personal es el reflejo de la totalidad en lo individual. Desde este punto de vista, el verdadero hombre religioso debe tener la disposición personal para seguir los métodos de afirmación de su personalidad, de la propia toma de conciencia y de la propia realización en favor de todos cuantos nos rodean.
El milagro que los teólogos cristianos designan con el nombre de “gracia”, aquella divina experiencia de la reconciliación, de la sumisión, de la entrega voluntaria, no es otra cosa que el abandono cristiano de la personalidad o el reconocimiento hindú de la unidad.
Porque ni los Estados ni la fuerza han determinado el proceso de humanización que debe ser continuamente sostenido para que el ser humano alcance su madurez y cada vez sea menos necesaria la dominación del hombre por el Estado.
El error de nuestras preguntas y lamentaciones estriba probablemente en que nos gustaría recibir del exterior un regalo que sólo podemos conseguir nosotros mismos, con la entrega propia. Nos empeñamos en que la vida ha de tener un sentido, pero lo cierto es que tiene el sentido que nosotros somos capaces de darle. Como el individuo sólo puede hacerlo de modo imperfecto, en las religiones y filosofías se ha intentado dar una respuesta consoladora. Estas respuestas son siempre las mismas: la vida solamente encuentra sentido a través del amor. Es decir: cuanto más amamos y mejor sabemos entregarnos, tanto más sentido tendrá nuestra vida.
Siempre, en todas las épocas de la historia, en todas las religiones y formas de vida, hay las mismas experiencias típicas y siempre en el mismo orden: pérdida de la inocencia, esfuerzo por alcanzar la justicia bajo la ley, desesperación correspondiente en una vana lucha para vencer la culpa por medio de obras o a través del conocimiento, y finalmente, huida del infierno y entrada en un mundo transformado y en una nueva clase de inocencia. La humanidad se ha representado centenares de veces esta evolución con ayuda de grandiosos símbolos. Todas las religiones conocen estos ideales: la perfección, la inmortalidad, sin dolor y sin mácula.
Puede haber mil maneras de consumar la individualización y la historia psíquica del hombre, pero el camino de esta historia y su progresión son siempre los mismos. Observar cómo las más diversas clases de hombres viven, luchan y soportan este camino, es la pasión más absorbente de historiadores, psicólogos y poetas. Quien encuentra su personalidad, ya sea por el camino de Buda o de los Vedas o de Lao-tsé o de Cristo, está en su ser más íntimo unido al Todo, a la esencia humana, a la naturaleza, a Dios, y actúa de común acuerdo con ello.
Algunos dicen que la búsqueda de la personalidad es menos importante que encontrar las relaciones justas para con los demás. Pero es que ambas son la misma cosa. Quien busca la auténtica personalidad, busca al mismo tiempo la norma de toda la vida, pues esta personalidad más íntima es igual en todos los seres humanos, es la esencia humana, es la naturaleza, es Dios, es el “significado” de la vida.
Existen muchos cientos de millones de seres humanos de todas las razas y lenguas, que creen en un Dios vivo y le sirven. El Dios de estos creyentes, cualquiera que sea, es seguramente para muchos de sus fieles (no para todos) el único Dios vivo, y todos lo otros dioses están muertos. Por ejemplo, el Dios de los judíos no es ---aún para todos sus creyentes--- ciertamente aquel Dios que hizo hombre a su Hijo. Y todos los dioses que adoran los mahometanos, los hindúes, los tibetanos, los japoneses, son muy diferentes a cualquier otro, y pese a ello están todos muy vivos, son muy activos, cada uno de ellos ayuda a innumerables seres humanos a sobrellevar la vida, a santificarla, a resignarse al dolor y a enfrentarse con la muerte.
A todos estos millones de creyentes piadosos que buscan consuelo, dignidad y santificación para su vida, Dios vivo se le ha revelado de modo distinto, en cada caso.
Las religiones y mitologías, al igual que la poesía, son una tentativa de la humanidad para expresar en imágenes aquellas cosas indecibles. Existe una mesa, una silla, un pan, un vino, un padre, una madre, pero cada pueblo y cada civilización los llama de un modo distinto. Lo mismo ocurre con Dios, con la piedad, con la fe. Griegos y persas, hindúes y chinos, cristianos y budistas, creen lo mismo, pero no emplean para designarlo el mismo nombre que nosotros.
En el pensamiento político de personas progresistas, el nacionalismo es algo que ya pertenece al pasado; en cambio, en las religiones predomina todavía la creencia infantil en la validez única de la propia fe. Hace tiempo que la ciencia ha reconocido la unidad de todas las formas de fe que hay en el mundo; la investigación de las religiones ya no admite ninguna religión como la única verdadera.
Por lo tanto, la humanidad, aunque esté dividida en razas y culturas dispares e incluso hostiles, constituye una unidad y tiene posibilidades, ideales y objetivos comunes. El mundo entero y todo cuanto éste contiene es una unidad divina.
La verdadera toma de conciencia personal es el reflejo de la totalidad en lo individual. Desde este punto de vista, el verdadero hombre religioso debe tener la disposición personal para seguir los métodos de afirmación de su personalidad, de la propia toma de conciencia y de la propia realización en favor de todos cuantos nos rodean.
El milagro que los teólogos cristianos designan con el nombre de “gracia”, aquella divina experiencia de la reconciliación, de la sumisión, de la entrega voluntaria, no es otra cosa que el abandono cristiano de la personalidad o el reconocimiento hindú de la unidad.
Porque ni los Estados ni la fuerza han determinado el proceso de humanización que debe ser continuamente sostenido para que el ser humano alcance su madurez y cada vez sea menos necesaria la dominación del hombre por el Estado.
El error de nuestras preguntas y lamentaciones estriba probablemente en que nos gustaría recibir del exterior un regalo que sólo podemos conseguir nosotros mismos, con la entrega propia. Nos empeñamos en que la vida ha de tener un sentido, pero lo cierto es que tiene el sentido que nosotros somos capaces de darle. Como el individuo sólo puede hacerlo de modo imperfecto, en las religiones y filosofías se ha intentado dar una respuesta consoladora. Estas respuestas son siempre las mismas: la vida solamente encuentra sentido a través del amor. Es decir: cuanto más amamos y mejor sabemos entregarnos, tanto más sentido tendrá nuestra vida.
Es posible amar a Jesús y al mismo tiempo conceder todo su valor a los otros caminos de la bienaventuranza que Dios, la esencia humana o la naturaleza ha mostrado a los seres humanos. Creo que en todas las etapas de la vida de la humanidad nada será más importante y consolador para el hombre en su búsqueda de la verdad que la revelación de que los diversos colores, razas, lenguas y culturas se basan en una unidad, y que no existen hombres y espíritus diferentes, sino sólo Una Humanidad, sólo Un Espíritu.
lunes, 27 de julio de 2009
Concepto e Idea de la Religión 2/3
Yo nunca he vivido sin religión, y no podría vivir sin ella un solo día, pero he podido pasar toda la vida sin ninguna Iglesia. Ciertamente, existe un credo, así como la fe, pero no la fe en una religión, en un determinado dogma religioso y, menos aún, en una Iglesia determinada.
Ese credo, y esa fe, persiguen otro fin: creer en los seres humanos ; creer en las leyes de la humanidad, que son milenarias; creer que, pese a su aparente absurdo, la vida tiene un sentido. Percibo este sentido en mi interior e intentaré realizar cuanto la vida exija de mí en tales momentos, incluso aunque vaya contra las modas y leyes establecidas.
Como ya afirmé antes, nunca he podido ser miembro de ningún grupo, asociación, club o congregación, ni partidario de uno u otro personaje. Para mí, la vida y la historia sólo tienen sentido y valor total en la diversidad con que la esencia humana, la naturaleza o Dios se presenta en inagotables configuraciones. Y por eso amo y respeto no sólo a Buda y a Jesús en el mismo templo, sino que puedo amar a tratar de comprender a Kant junto a Spinoza y a Nietzsche junto a Görres, no por ansia de cultura o pedantería, sino simplemente por el gozo de contemplar la diversidad del Ser Unico, la riqueza de colores que existe entre Aristóteles y Nietzsche, entre Palestina y Schubert, y que, cuando uno está seguro del Ser Unico, presta a la vida su conmovedora belleza y su variedad aparentemente irracional. Por esto, junto a los espíritus de la libertad y la libre investigación, nunca he podido prescindir de aquella silenciosa grandeza cuya libertad jamás estuvo al servicio de la inteligencia y cuya fe y subordinación de lo personal siempre fue, y es, una necesidad profunda del corazón.
Y es que ante la esencia humana, la naturaleza o Dios ---llámese como se quiera--- todo es lo mismo, se trata sólo de una diversidad aparente, las contradicciones no lo son más que en apariencia. Creo que la gracia, o el tao, o como queramos llamarla, está siempre a nuestro alrededor ; es la esencia humana, es la luz y es el mismo Dios, y cuando nos entregamos durante un solo instante, entra en nosotros, tanto en un niño como en un sabio. Tengo en gran estima la santidad, pero no soy un santo ni mucho menos, y todo cuanto sé sobre el misterio no lo sé por revelación, sino que lo he buscado y aprendido, ha entrado en mí, por el camino de la lectura, de la reflexión y del estudio.
Me gusta la diversidad, tanto de opiniones como de formas de fe. Esto me impide ser un cristiano verdadero, pues ni creo que Dios haya tenido un solo Hijo, ni que la fe en El sea el único camino hacia Dios o la bienaventuranza. La piedad me es siempre simpática, mientras que las teologías autoritarias, con su pretensión de ser las únicas válidas, me inspiran desconfianza y antipatía.
No creo en absoluto que exista una religión o doctrina mejor que las demás o que sea la única verdadera ---¿para qué, además ?---. El Budismo es muy bueno y el Nuevo Testamento también, cada uno en su momento y allí donde hace falta. Hay hombres que necesitan el ascetismo, y otros que necesitan otra cosa. E incluso, el mismo hombre no siempre necesita lo mismo, a veces quiere acción y dinamismo, a veces quiere reflexionar, otras juego y otras trabajo. Los seres humanos somos así, y los intentos de cambiarnos fracasan siempre.
Pero desconfío de los teólogos y demás especialistas en el enigma del universo cuando hacen de su doctrina religiosa o política una fe infantil en la verdadera exclusiva. Una religión es tan buena como cualquier otra, pues si algo es cierto, también puede ser cierto lo contrario.
Pero no es lo importante una Iglesia, sino la conciencia personal como única instancia, vivificada como la naturaleza o como Dios, que finalmente son una misma cosa : el simple instinto de vivir.
Porque la verdad tiene siempre dos caras y a todos les asiste la razón. No veo el ideal humano en ninguna virtud o credo determinado, y considero que lo más alto a que pueden aspirar los hombres es la armonía más perfecta posible en el alma del individuo. Quien alcanza esta armonía, consigue lo que el psicoanálisis llamaría la libre disponibilidad de la líbido, y de la cual el Nuevo Testamento dice : “Todo es vuestro”.
He encontrado el mismo significado de la existencia humana en hindúes, chinos y cristianos, expresado por doquier con símbolos análogos. Y nada me ha confirmado con tanta fuerza como estas experiencias el hecho de que los hombres tienen un destino, de que la desgracia y el anhelo de la humanidad ha sido una misma en todos los tiempos y en cualquier lugar.
Conozco los grados principales de la historia del alma, como los conocen todos cuantos han pasado por ellos; son realidades. Pero, por su esencia no pueden ser comunicados ni comprendidos por quien no los ha vivido. En cambio, cualquier persona reconoce inmediatamente las experiencias psíquicas que ella misma ha tenido, cuando las encuentra en relatos ajenos. Cualquier Cristo que realmente haya experimentado algo, reconoce las mismas experiencias en Pablo, Pascal, Lutero o Ignacio. Y cualquier Cristo que se haya acercado un poco más al centro de la fe y evolucionado así más allá de las meras experiencias “cristianas”, encuentra en los fieles de otras religiones, aunque hablen con otros símbolos, todas las experiencias fundamentales del alma con todas sus características.
La fuerza de la esencia humana, de la naturaleza o de Dios ---como se quiera llamar--- debería proteger al hombre que camina solo, amarle o hacerle resistente contra dogmas, recetas y programas; agudizar su conciencia y consolidar sus fuerzas espirituales.
Así es que no se debe desear una doctrina perfecta sino el perfeccionamiento de uno mismo. La divinidad está en uno mismo, no en conceptos y libros. Los principios talmúdicos, cristianos, islámicos, hinduistas y budistas son equivalentes. Y los numerosos métodos que ofrecen las religiones ---plegaria, meditación, contemplación, concentración, renuncia de sí mismo, examen de conciencia, paciencia, serenidad--- sólo demuestran que la acción y el cambio ocurren exclusivamente en el individuo, y no pueden tener lugar con ayuda de teoremas, sino mediante la propia experiencia.
Con esto se comprueba que el peor enemigo y corruptor de los seres humanos es la pereza mental y el ansia de tranquilidad que los conduce a lo colectivo, a las comunidades de dogmática fijamente establecida, ya sean religiosas o políticas.
Ahora bien, siempre que en tiempos de crisis faltan las directrices y las leyes, surge un escepticismo hacia dogmas e ideologías, hacia autoridades e instituciones, hacia la Iglesia y el Estado. Pero es muy hermoso, y en el fondo consolador, que todo cuanto en apariencia pertenece para siempre al pasado sea capaz de volver y comenzar una nueva vida.
Ese credo, y esa fe, persiguen otro fin: creer en los seres humanos ; creer en las leyes de la humanidad, que son milenarias; creer que, pese a su aparente absurdo, la vida tiene un sentido. Percibo este sentido en mi interior e intentaré realizar cuanto la vida exija de mí en tales momentos, incluso aunque vaya contra las modas y leyes establecidas.
Como ya afirmé antes, nunca he podido ser miembro de ningún grupo, asociación, club o congregación, ni partidario de uno u otro personaje. Para mí, la vida y la historia sólo tienen sentido y valor total en la diversidad con que la esencia humana, la naturaleza o Dios se presenta en inagotables configuraciones. Y por eso amo y respeto no sólo a Buda y a Jesús en el mismo templo, sino que puedo amar a tratar de comprender a Kant junto a Spinoza y a Nietzsche junto a Görres, no por ansia de cultura o pedantería, sino simplemente por el gozo de contemplar la diversidad del Ser Unico, la riqueza de colores que existe entre Aristóteles y Nietzsche, entre Palestina y Schubert, y que, cuando uno está seguro del Ser Unico, presta a la vida su conmovedora belleza y su variedad aparentemente irracional. Por esto, junto a los espíritus de la libertad y la libre investigación, nunca he podido prescindir de aquella silenciosa grandeza cuya libertad jamás estuvo al servicio de la inteligencia y cuya fe y subordinación de lo personal siempre fue, y es, una necesidad profunda del corazón.
Y es que ante la esencia humana, la naturaleza o Dios ---llámese como se quiera--- todo es lo mismo, se trata sólo de una diversidad aparente, las contradicciones no lo son más que en apariencia. Creo que la gracia, o el tao, o como queramos llamarla, está siempre a nuestro alrededor ; es la esencia humana, es la luz y es el mismo Dios, y cuando nos entregamos durante un solo instante, entra en nosotros, tanto en un niño como en un sabio. Tengo en gran estima la santidad, pero no soy un santo ni mucho menos, y todo cuanto sé sobre el misterio no lo sé por revelación, sino que lo he buscado y aprendido, ha entrado en mí, por el camino de la lectura, de la reflexión y del estudio.
Me gusta la diversidad, tanto de opiniones como de formas de fe. Esto me impide ser un cristiano verdadero, pues ni creo que Dios haya tenido un solo Hijo, ni que la fe en El sea el único camino hacia Dios o la bienaventuranza. La piedad me es siempre simpática, mientras que las teologías autoritarias, con su pretensión de ser las únicas válidas, me inspiran desconfianza y antipatía.
No creo en absoluto que exista una religión o doctrina mejor que las demás o que sea la única verdadera ---¿para qué, además ?---. El Budismo es muy bueno y el Nuevo Testamento también, cada uno en su momento y allí donde hace falta. Hay hombres que necesitan el ascetismo, y otros que necesitan otra cosa. E incluso, el mismo hombre no siempre necesita lo mismo, a veces quiere acción y dinamismo, a veces quiere reflexionar, otras juego y otras trabajo. Los seres humanos somos así, y los intentos de cambiarnos fracasan siempre.
Pero desconfío de los teólogos y demás especialistas en el enigma del universo cuando hacen de su doctrina religiosa o política una fe infantil en la verdadera exclusiva. Una religión es tan buena como cualquier otra, pues si algo es cierto, también puede ser cierto lo contrario.
Pero no es lo importante una Iglesia, sino la conciencia personal como única instancia, vivificada como la naturaleza o como Dios, que finalmente son una misma cosa : el simple instinto de vivir.
Porque la verdad tiene siempre dos caras y a todos les asiste la razón. No veo el ideal humano en ninguna virtud o credo determinado, y considero que lo más alto a que pueden aspirar los hombres es la armonía más perfecta posible en el alma del individuo. Quien alcanza esta armonía, consigue lo que el psicoanálisis llamaría la libre disponibilidad de la líbido, y de la cual el Nuevo Testamento dice : “Todo es vuestro”.
He encontrado el mismo significado de la existencia humana en hindúes, chinos y cristianos, expresado por doquier con símbolos análogos. Y nada me ha confirmado con tanta fuerza como estas experiencias el hecho de que los hombres tienen un destino, de que la desgracia y el anhelo de la humanidad ha sido una misma en todos los tiempos y en cualquier lugar.
Conozco los grados principales de la historia del alma, como los conocen todos cuantos han pasado por ellos; son realidades. Pero, por su esencia no pueden ser comunicados ni comprendidos por quien no los ha vivido. En cambio, cualquier persona reconoce inmediatamente las experiencias psíquicas que ella misma ha tenido, cuando las encuentra en relatos ajenos. Cualquier Cristo que realmente haya experimentado algo, reconoce las mismas experiencias en Pablo, Pascal, Lutero o Ignacio. Y cualquier Cristo que se haya acercado un poco más al centro de la fe y evolucionado así más allá de las meras experiencias “cristianas”, encuentra en los fieles de otras religiones, aunque hablen con otros símbolos, todas las experiencias fundamentales del alma con todas sus características.
La fuerza de la esencia humana, de la naturaleza o de Dios ---como se quiera llamar--- debería proteger al hombre que camina solo, amarle o hacerle resistente contra dogmas, recetas y programas; agudizar su conciencia y consolidar sus fuerzas espirituales.
Así es que no se debe desear una doctrina perfecta sino el perfeccionamiento de uno mismo. La divinidad está en uno mismo, no en conceptos y libros. Los principios talmúdicos, cristianos, islámicos, hinduistas y budistas son equivalentes. Y los numerosos métodos que ofrecen las religiones ---plegaria, meditación, contemplación, concentración, renuncia de sí mismo, examen de conciencia, paciencia, serenidad--- sólo demuestran que la acción y el cambio ocurren exclusivamente en el individuo, y no pueden tener lugar con ayuda de teoremas, sino mediante la propia experiencia.
Con esto se comprueba que el peor enemigo y corruptor de los seres humanos es la pereza mental y el ansia de tranquilidad que los conduce a lo colectivo, a las comunidades de dogmática fijamente establecida, ya sean religiosas o políticas.
Ahora bien, siempre que en tiempos de crisis faltan las directrices y las leyes, surge un escepticismo hacia dogmas e ideologías, hacia autoridades e instituciones, hacia la Iglesia y el Estado. Pero es muy hermoso, y en el fondo consolador, que todo cuanto en apariencia pertenece para siempre al pasado sea capaz de volver y comenzar una nueva vida.
lunes, 13 de julio de 2009
Concepto e Idea de la Religión 1/3
Formalmente, una religión es un sistema independiente capaz de ofrecer una visión global de la vida. Se constituye de una serie de creencias y de un conjunto de normas, principalmente acerca de la divinidad. Por lo mismo, una religión es una ideología; una cosmovisión de la vida, del mundo y de la naturaleza. Atañe también las distintas relaciones y dependencias entre los seres vivos, los recursos y la naturaleza dentro de un sistema capaz de dar respuesta a todos los cuestionamientos acerca del sentido de la existencia.
Y de la misma manera, posee una interpretación única y particular sobre los hechos, las tramas y las especulaciones surgidas del hecho mismo de vivir y de las singulares formas de convivencia que se establecen dentro del marco evolutivo o histórico de la vida de los seres humanos.
Toda religión es una ideología, una filosofía, una manera de concebir, entender, interpretar e integrarse a la vida; en términos prácticos, constituye una forma de vivir, un orden que reglamenta la existencia. La religión implica una obligación de conciencia y el cumplimiento de un deber. Aunque existe también lo que se concibe como una religión natural, fundada únicamente en nuestra razón.
De cualquier modo, las filosofías son libres, son el derecho y el hermoso lujo del individuo. Al fin y al cabo, toda persona religiosa, sea cual sea su religión, reclama la paz.
Y es que incluso el hombre materialista, superficial y poco dado a pensar, siente la primitiva necesidad de conocer el sentido de su vida. Y cuando no lo consigue, la moral decae y la vida privada se sume en el más salvaje egoísmo y terror ante la muerte.
Toda persona reconoce la violencia como lo malo y la no violencia como el camino de la humana convivencia. Una verdadera postura y actitud personal, radica en servir incondicionalmente a su ideal, guardarle fidelidad hasta el sacrificio y no pedirle a los demás sacrificios ni obediencia; acaso intentar transformar al individuo en la vida interior de la sociedad.
Nuestra vida es una sucesión interminable de altibajos, de fracasos y resurgimientos, de decadencia y resurrección, y a las sombrías y lamentables épocas de decadencia de nuestra civilización suceden otros signos que indican un nuevo despertar de la necesidad metafísica, una nueva espiritualidad y un esfuerzo apasionado por dar un nuevo sentido a nuestra vida.
De ahí surge el hecho de que las religiones son, en parte, conocimientos sobre la naturaleza, la esencia humana, Dios y la personalidad, y en parte prácticas psíquicas, ejercicios para independizarse de los caprichos privados y acercarse a lo divino que hay en nosotros.
Una religión es más o menos igual a otra. No existe ninguna que convierta al hombre en un sabio, ninguna que no se pueda utilizar como la más necia idolatría. Pero en las religiones está compendiada casi toda la verdadera sabiduría, sobre todo en las mitologías. Toda mitología es “falsa” mientras no la consideremos a lo sumo como piadosa; pero cada una de ellas es una llave del corazón del mundo. Cada una de ellas conoce los caminos para hacer de la idolatría de la personalidad una adoración divina. Por lo que a lo divino únicamente podemos llegar a través de la entrega, la meditación, la veneración y la plegaria.
Todas las religiones, como todas las ideologías, todas las ideas sobre la religión, todas las doctrinas ayudan a los hombres a vivir, les ayudan no sólo a soportar la difícil y dudosa existencia, sino a valorarla y santificarla, y aunque no fueran más que un estimulante o un dulce narcótico, ya serían de no poca utilidad. Pero son más que eso, inconmensurablemente más. Son las escuelas por las que debe pasar la élite espiritual de nuestro tiempo, porque toda espiritualidad y civilización tiene dos misiones: dar seguridad e impulso a la mayoría, consolarles, proporcionar un sentido a su vida; después la segunda misión, más misteriosa y no menos importante: facilitar el desarrollo de los pocos grandes intelectos de mañana y pasado mañana, proteger y cuidar sus comienzos y ofrecerles aire para respirar.
El objetivo de toda creencia debe ser una alianza entre la fe y la razón. A partir de aquí, el camino conduce a las posibilidades de la humanidad, cuya realización aún no ha sido contemplada por ojos humanos. La aventura humana es, esencialmente, personal; las enseñanzas sirven de escasa ayuda. La verdadera sabiduría y las verdaderas posibilidades de liberación no pueden aprenderse ni enseñarse; son únicamente para aquellos que están a punto de ahogarse.
Por eso, el principal deseo de los pensadores y de las religiones es ejercer una dirección buena y eficaz para el bien de todos. Las virtudes del autodominio, la cortesía, la paciencia y la serenidad.
Pero no existe una categoría de las religiones. Un hecho igualmente cierto es que desde que la humanidad existe, casi ninguna de las Iglesias ha ofrecido un lugar ideal a la religión; en casi todas ha predominado la ambición, la vanidad, las divergencias y la lucha por el poder, y la vida religiosa se practica de manera clandestina.
De esto se deriva que el problema principal de las Iglesias ---de todo tipo---, al igual que los Estados, es que hablan de libertad, personalidad, dinámicas y que después, en la práctica, hacen del pastor, sacerdote o guía y de la Iglesia un complaciente instrumento del Estado, el capitalismo y la guerra.
A mí, todas las admirables iglesias sólo me parecen dignas de veneración cuando las veo a distancia, pues en cuanto me aproximo huelen, como toda configuración humana, a sangre, violencia, política y vulgaridad. Y pienso que eso se debe a la capacidad del hombre para cualquier maldad y su capacidad para justificarlas teológicamente.
La sabiduría de todos los pueblos es una y la misma; no hay dos o más, solamente una. Lo único que tengo contra las religiones e Iglesias es su inclinación a la intolerancia: ni cristiano ni mahometano admitirá de buen grado que su credo, además de bueno y santo, no es también el privilegiado y patentado, sino hermano de todos los otros credos en los que la verdad intenta hacerse visible.
Precisamente por esto no he podido pertenecer a ninguna Iglesia, porque en ellas falta la elevación y la libertad de espíritu, porque cada una se considera la mejor, la única y llama descarriados a cuantos no están acogidos a ella. Los frailes, sacerdotes guías y pastores son los responsables de esto, por eso me son antipáticos.
Formalmente, una religión es un sistema independiente capaz de ofrecer una visión global de la vida. Se constituye de una serie de creencias y de un conjunto de normas, principalmente acerca de la divinidad. Por lo mismo, una religión es una ideología; una cosmovisión de la vida, del mundo y de la naturaleza. Atañe también las distintas relaciones y dependencias entre los seres vivos, los recursos y la naturaleza dentro de un sistema capaz de dar respuesta a todos los cuestionamientos acerca del sentido de la existencia.
Y de la misma manera, posee una interpretación única y particular sobre los hechos, las tramas y las especulaciones surgidas del hecho mismo de vivir y de las singulares formas de convivencia que se establecen dentro del marco evolutivo o histórico de la vida de los seres humanos.
Toda religión es una ideología, una filosofía, una manera de concebir, entender, interpretar e integrarse a la vida; en términos prácticos, constituye una forma de vivir, un orden que reglamenta la existencia. La religión implica una obligación de conciencia y el cumplimiento de un deber. Aunque existe también lo que se concibe como una religión natural, fundada únicamente en nuestra razón.
De cualquier modo, las filosofías son libres, son el derecho y el hermoso lujo del individuo. Al fin y al cabo, toda persona religiosa, sea cual sea su religión, reclama la paz.
Y es que incluso el hombre materialista, superficial y poco dado a pensar, siente la primitiva necesidad de conocer el sentido de su vida. Y cuando no lo consigue, la moral decae y la vida privada se sume en el más salvaje egoísmo y terror ante la muerte.
Toda persona reconoce la violencia como lo malo y la no violencia como el camino de la humana convivencia. Una verdadera postura y actitud personal, radica en servir incondicionalmente a su ideal, guardarle fidelidad hasta el sacrificio y no pedirle a los demás sacrificios ni obediencia; acaso intentar transformar al individuo en la vida interior de la sociedad.
Nuestra vida es una sucesión interminable de altibajos, de fracasos y resurgimientos, de decadencia y resurrección, y a las sombrías y lamentables épocas de decadencia de nuestra civilización suceden otros signos que indican un nuevo despertar de la necesidad metafísica, una nueva espiritualidad y un esfuerzo apasionado por dar un nuevo sentido a nuestra vida.
De ahí surge el hecho de que las religiones son, en parte, conocimientos sobre la naturaleza, la esencia humana, Dios y la personalidad, y en parte prácticas psíquicas, ejercicios para independizarse de los caprichos privados y acercarse a lo divino que hay en nosotros.
Una religión es más o menos igual a otra. No existe ninguna que convierta al hombre en un sabio, ninguna que no se pueda utilizar como la más necia idolatría. Pero en las religiones está compendiada casi toda la verdadera sabiduría, sobre todo en las mitologías. Toda mitología es “falsa” mientras no la consideremos a lo sumo como piadosa; pero cada una de ellas es una llave del corazón del mundo. Cada una de ellas conoce los caminos para hacer de la idolatría de la personalidad una adoración divina. Por lo que a lo divino únicamente podemos llegar a través de la entrega, la meditación, la veneración y la plegaria.
Todas las religiones, como todas las ideologías, todas las ideas sobre la religión, todas las doctrinas ayudan a los hombres a vivir, les ayudan no sólo a soportar la difícil y dudosa existencia, sino a valorarla y santificarla, y aunque no fueran más que un estimulante o un dulce narcótico, ya serían de no poca utilidad. Pero son más que eso, inconmensurablemente más. Son las escuelas por las que debe pasar la élite espiritual de nuestro tiempo, porque toda espiritualidad y civilización tiene dos misiones: dar seguridad e impulso a la mayoría, consolarles, proporcionar un sentido a su vida; después la segunda misión, más misteriosa y no menos importante: facilitar el desarrollo de los pocos grandes intelectos de mañana y pasado mañana, proteger y cuidar sus comienzos y ofrecerles aire para respirar.
El objetivo de toda creencia debe ser una alianza entre la fe y la razón. A partir de aquí, el camino conduce a las posibilidades de la humanidad, cuya realización aún no ha sido contemplada por ojos humanos. La aventura humana es, esencialmente, personal; las enseñanzas sirven de escasa ayuda. La verdadera sabiduría y las verdaderas posibilidades de liberación no pueden aprenderse ni enseñarse; son únicamente para aquellos que están a punto de ahogarse.
Por eso, el principal deseo de los pensadores y de las religiones es ejercer una dirección buena y eficaz para el bien de todos. Las virtudes del autodominio, la cortesía, la paciencia y la serenidad.
Pero no existe una categoría de las religiones. Un hecho igualmente cierto es que desde que la humanidad existe, casi ninguna de las Iglesias ha ofrecido un lugar ideal a la religión; en casi todas ha predominado la ambición, la vanidad, las divergencias y la lucha por el poder, y la vida religiosa se practica de manera clandestina.
De esto se deriva que el problema principal de las Iglesias ---de todo tipo---, al igual que los Estados, es que hablan de libertad, personalidad, dinámicas y que después, en la práctica, hacen del pastor, sacerdote o guía y de la Iglesia un complaciente instrumento del Estado, el capitalismo y la guerra.
A mí, todas las admirables iglesias sólo me parecen dignas de veneración cuando las veo a distancia, pues en cuanto me aproximo huelen, como toda configuración humana, a sangre, violencia, política y vulgaridad. Y pienso que eso se debe a la capacidad del hombre para cualquier maldad y su capacidad para justificarlas teológicamente.
La sabiduría de todos los pueblos es una y la misma; no hay dos o más, solamente una. Lo único que tengo contra las religiones e Iglesias es su inclinación a la intolerancia: ni cristiano ni mahometano admitirá de buen grado que su credo, además de bueno y santo, no es también el privilegiado y patentado, sino hermano de todos los otros credos en los que la verdad intenta hacerse visible.
Precisamente por esto no he podido pertenecer a ninguna Iglesia, porque en ellas falta la elevación y la libertad de espíritu, porque cada una se considera la mejor, la única y llama descarriados a cuantos no están acogidos a ella. Los frailes, sacerdotes guías y pastores son los responsables de esto, por eso me son antipáticos.
domingo, 28 de junio de 2009
Valores para retomar
El Valor del Tiempo.
¿No es verdad que el tiempo es algo que debe apreciarse en pesos y centavos? Malgastarlos es mal gastar dinero, es perder lo que no puede recuperarse. Debemos recordar esto: “tu día es oro”. Tus horas no deben pasar sin que saques de ellas algún provecho. Esto no significa que se te impida dedicar algún tiempo al recreo o al descanso. Ambos son necesarios. Poniendo orden en el día se puede disfrutar de todo. Trabajarás y descansarás; habrá hora de trabajo y horas de placer.
Se dice con triste certeza, cuando no se ha hecho nada útil durante el día, que se ha perdido el día. Aprendan el valor del tiempo y prepárense para no perder un segundo. La vida es valiosa pero es necesario disponerse a vivirla noblemente. Si te decides, puedes hacer mucho en ella no desperdiciando el tiempo. Que al hacer el resumen de tus actos, puedas decir con orgullo: “Hoy he aprovechado mi día”.
El Placer del Trabajo.
¡Qué lentas son las horas cuando no se hace nada! Se dice que un abogado decía que su defendido no podía haber cometido el crimen que se le imputaba porque cinco minutos no eran suficientes para cometer las cosas que se le atribuían. El fiscal propuso: “Señores del Jurado: Vamos a permanecer cinco minutos callados, atentos al pasar del tiempo; veremos qué tan largos son”. ¡Qué largos parecieron los cinco minutos a los señores del Jurado!
Lentas las horas que pasamos sin hacer nada, pero ellas nos enseñan una gran verdad, que debemos recordar siempre. El trabajo es la alegría de la vida. La vida sin trabajo, es una angustia. Las horas de trabajo, pasan inadvertidas cuando trabajamos con gusto, cuando ponemos toda nuestra alma en lo que estamos haciendo.
¿Quién no quiere adelantarse, empezar cuanto antes la obligación del trabajo, estando en pleno vigor juvenil, sintiendo que nos sobran bríos y energías. En esta obligación está la felicidad de la vida. Levántate por las mañanas contento porque vas a trabajar. Rinde tu labor cotidiana, con la misma alegría con que empezaste. Después, el descanso te parecerá más agradable.
¿No has oído la queja de quienes trabajan sin placer? ¿No has oído el lamento de los que viven sin trabajar? Para ellos, la vida no es vida; es carga, es sufrimiento.
Pon alegría en tu labor. Ella es como el sol, que todo lo hermosea.
El Éxito de la Perseverancia.
La perseverancia es la virtud que todo lo vence. Con verdadero espíritu de perseverancia, tarde o temprano han de llegar al término del viaje. El éxito es la perseverancia.
Hay quien tiene, en el principio de la lucha, un empuje extraordinario. Al verle, uno piensa enseguida en el éxito de su labor. Pero no es así. Le falta la virtud de la perseverancia y después de los primeros esfuerzos se rinde. Es un cobarde, un vencido.
Persevera. Acostúmbrate a ello. Es un hábito como cualquier otro. Es una disciplina del espíritu que se puede adquirir si nos ocupamos de ello. El ser humano que no sabe de la perseverancia es un fracasado. Tendrá que triunfar siempre con el primer esfuerzo, y eso raras veces sucede.
La Dignidad de la Sencillez.
La sencillez es la mejor condición humana. ¡Vida sencilla! La humanidad desea regresar a la primitiva sencillez, después de haberlo complicado todo. Sencillez en el vestir, sencillez en nuestras relaciones, sencillez en todo.
¿Quieren ser sencillos? Que su alma lo sea. Vístanla de sencillez y así lograrán que todas las manifestaciones de su vida sean expresión de sencillez espiritual. Alto a todo lo que es aparatoso y complicado. La vida es sencilla. Es el ser humano quien la ha hecho difícil. La sencillez hace la vida más adorable y hermosa.
El Valor del Carácter.
El carácter es la fuerza del ser humano. Nada resiste a su influjo y su poder. El carácter vale más que la inteligencia.
El carácter no s energía solamente. Es energía y bondad. Ser persona de carácter, es ser fuerte y compasivo a la vez; y saber ser fuerte, cuando es necesario serlo, así como saber ser compasivo, cuando es imprescindible la compasión.
Desgraciadamente, siendo el carácter la principal condición del ciudadano, se descuida su formación en los hogares y en las escuelas. Sin embargo, podemos hacer nuestro carácter: Persiguiendo el bien. Diciendo siempre la verdad. No rindiéndonos ante el halago. Sabiendo cumplir con nuestros deberes. Nutriendo al corazón de bondad. Rechazando con el pensamiento toda influencia malsana. ¿Qué mejor título podemos obtener de los demás si, al vernos pasar exclaman: “Esa es una persona de carácter”.
El Poder de la Bondad.
Tener un corazón bondadoso, es tener una joya de inapreciable valor. ¡Qué hermoso es saber mirar siempre el lado bueno de las situaciones! Se ha dicho que no hay maldad en el ser humano, que solamente hay grados de bondad. Puede ser.
La bondad vence siempre. Aunque la veamos abatida, derrotada; no importa. Como su triunfo es siempre definitivo, tarda más en llegar. Encuentra más obstáculos en su camino. El triunfo del mal es siempre efímero. El mal triunfa por la cobardía del bien. Por eso es que siempre hay que exaltar la bondad del corazón. Recordando que en toda alma hay algo de bondad, podremos entender cuál ha de ser la labor: Desarrollar ese algo de bondad. Cultivar ese sentimiento en el corazón. Nada contribuye tanto a la felicidad de la vida, como la bondad. Sean buenos.
El Valor del Tiempo.
¿No es verdad que el tiempo es algo que debe apreciarse en pesos y centavos? Malgastarlos es mal gastar dinero, es perder lo que no puede recuperarse. Debemos recordar esto: “tu día es oro”. Tus horas no deben pasar sin que saques de ellas algún provecho. Esto no significa que se te impida dedicar algún tiempo al recreo o al descanso. Ambos son necesarios. Poniendo orden en el día se puede disfrutar de todo. Trabajarás y descansarás; habrá hora de trabajo y horas de placer.
Se dice con triste certeza, cuando no se ha hecho nada útil durante el día, que se ha perdido el día. Aprendan el valor del tiempo y prepárense para no perder un segundo. La vida es valiosa pero es necesario disponerse a vivirla noblemente. Si te decides, puedes hacer mucho en ella no desperdiciando el tiempo. Que al hacer el resumen de tus actos, puedas decir con orgullo: “Hoy he aprovechado mi día”.
El Placer del Trabajo.
¡Qué lentas son las horas cuando no se hace nada! Se dice que un abogado decía que su defendido no podía haber cometido el crimen que se le imputaba porque cinco minutos no eran suficientes para cometer las cosas que se le atribuían. El fiscal propuso: “Señores del Jurado: Vamos a permanecer cinco minutos callados, atentos al pasar del tiempo; veremos qué tan largos son”. ¡Qué largos parecieron los cinco minutos a los señores del Jurado!
Lentas las horas que pasamos sin hacer nada, pero ellas nos enseñan una gran verdad, que debemos recordar siempre. El trabajo es la alegría de la vida. La vida sin trabajo, es una angustia. Las horas de trabajo, pasan inadvertidas cuando trabajamos con gusto, cuando ponemos toda nuestra alma en lo que estamos haciendo.
¿Quién no quiere adelantarse, empezar cuanto antes la obligación del trabajo, estando en pleno vigor juvenil, sintiendo que nos sobran bríos y energías. En esta obligación está la felicidad de la vida. Levántate por las mañanas contento porque vas a trabajar. Rinde tu labor cotidiana, con la misma alegría con que empezaste. Después, el descanso te parecerá más agradable.
¿No has oído la queja de quienes trabajan sin placer? ¿No has oído el lamento de los que viven sin trabajar? Para ellos, la vida no es vida; es carga, es sufrimiento.
Pon alegría en tu labor. Ella es como el sol, que todo lo hermosea.
El Éxito de la Perseverancia.
La perseverancia es la virtud que todo lo vence. Con verdadero espíritu de perseverancia, tarde o temprano han de llegar al término del viaje. El éxito es la perseverancia.
Hay quien tiene, en el principio de la lucha, un empuje extraordinario. Al verle, uno piensa enseguida en el éxito de su labor. Pero no es así. Le falta la virtud de la perseverancia y después de los primeros esfuerzos se rinde. Es un cobarde, un vencido.
Persevera. Acostúmbrate a ello. Es un hábito como cualquier otro. Es una disciplina del espíritu que se puede adquirir si nos ocupamos de ello. El ser humano que no sabe de la perseverancia es un fracasado. Tendrá que triunfar siempre con el primer esfuerzo, y eso raras veces sucede.
La Dignidad de la Sencillez.
La sencillez es la mejor condición humana. ¡Vida sencilla! La humanidad desea regresar a la primitiva sencillez, después de haberlo complicado todo. Sencillez en el vestir, sencillez en nuestras relaciones, sencillez en todo.
¿Quieren ser sencillos? Que su alma lo sea. Vístanla de sencillez y así lograrán que todas las manifestaciones de su vida sean expresión de sencillez espiritual. Alto a todo lo que es aparatoso y complicado. La vida es sencilla. Es el ser humano quien la ha hecho difícil. La sencillez hace la vida más adorable y hermosa.
El Valor del Carácter.
El carácter es la fuerza del ser humano. Nada resiste a su influjo y su poder. El carácter vale más que la inteligencia.
El carácter no s energía solamente. Es energía y bondad. Ser persona de carácter, es ser fuerte y compasivo a la vez; y saber ser fuerte, cuando es necesario serlo, así como saber ser compasivo, cuando es imprescindible la compasión.
Desgraciadamente, siendo el carácter la principal condición del ciudadano, se descuida su formación en los hogares y en las escuelas. Sin embargo, podemos hacer nuestro carácter: Persiguiendo el bien. Diciendo siempre la verdad. No rindiéndonos ante el halago. Sabiendo cumplir con nuestros deberes. Nutriendo al corazón de bondad. Rechazando con el pensamiento toda influencia malsana. ¿Qué mejor título podemos obtener de los demás si, al vernos pasar exclaman: “Esa es una persona de carácter”.
El Poder de la Bondad.
Tener un corazón bondadoso, es tener una joya de inapreciable valor. ¡Qué hermoso es saber mirar siempre el lado bueno de las situaciones! Se ha dicho que no hay maldad en el ser humano, que solamente hay grados de bondad. Puede ser.
La bondad vence siempre. Aunque la veamos abatida, derrotada; no importa. Como su triunfo es siempre definitivo, tarda más en llegar. Encuentra más obstáculos en su camino. El triunfo del mal es siempre efímero. El mal triunfa por la cobardía del bien. Por eso es que siempre hay que exaltar la bondad del corazón. Recordando que en toda alma hay algo de bondad, podremos entender cuál ha de ser la labor: Desarrollar ese algo de bondad. Cultivar ese sentimiento en el corazón. Nada contribuye tanto a la felicidad de la vida, como la bondad. Sean buenos.
lunes, 15 de junio de 2009
Felicidad: la Sencillez de la Vida
En una leyenda oriental, un poderoso Genio prometió a una hermosa joven un valioso regalo si, atravesando un plantío de maíz, sin detenerse, sin dejar de avanzar en línea recta y sin volverse hacia atrás, escogiera la más grande y la más madura de las mazorcas que encontrara. El valor del regalo sería en proporción de la mazorca que eligiera.
La muchacha inició su recorrido. En el camino encontró muchas y muy bellas mazorcas, dignas de ser elegidas, pero siguió adelante con la esperanza de encontrar una más perfecta. Siguió caminando, hasta llegar a una zona donde las cañas crecían pequeñas y raquíticas. Siguió caminando hasta que llegó al otro límite de la milpa, sin haber logrado escoger nada.
¿Cuántos millones de personas pasan a través del rico campo de la vida, cerca de mil probables oportunidades de éxito y de dicha, que no toman, en espera de algo mejor y más importante?
Todavía no hay nada que dé mayor y más completa satisfacción, felicidad verdadera, como un largo día de intenso y saludable trabajo; el trabajo realizado con nobles propósitos, parece ser el más alto estado de perfección posible de la humanidad. Estar constantemente ocupado útil y gratamente, es el mayor bien del ser humano, en la vida.
Una dificultad de muchos de nosotros es que tratamos de hacer de la felicidad algo muy complicado, cuando la felicidad huye de toda complicación, de toda ceremonia, de toda vanidad. La verdadera felicidad es tan sencilla que mucha gente no la reconoce a primera vista. Se piensa que está basada en grandes cosas; en reunir una gran fortuna, en realizar una gran obra; cuando que, de hecho, de hecho, se deriva de las más simples, de las más tranquilas y de las más humildes cosas de la existencia.
Nuestro gran problema se resuelve llenando de alegría y de sol cada día de la vida, de manera que no haya vulgaridad ni desdicha en él.
Pequeñas amabilidades, palabras gratas, insignificantes servicios hechos al pasar, mínimas cortesías, insignificantes palabras de aliento, cumplimiento de los deberes usuales, favores desinteresados, labor hecha con gusto, amistad mantenida, amor, afecto… todas estas son pequeñas cosas que constituyen la felicidad.
Pocas personas pueden aprender al arte de disfrutar de las pequeñas satisfacciones, conforme van viviendo. Y son precisamente estos pequeños goces los que más valen en el largo trayecto de toda una existencia.
Casi todas las personas viven por anticipado, no viven el momento actual. No viven en el presente la vida que esperaron vivir o que desearon vivir, sino que están preparándose siempre para disfrutar de ella cuando tenga un poco más de dinero, más salud, una casa mejor, mayores comodidades, mayor tiempo de que disponer, más libertad, menos responsabilidades. Para entonces sí que se disponen en verdad a gozar de “lo mejor de la vida”.
Y se pasan como la doncella de la leyenda, sin haber logrado cortar no ya la mejor, sino ni una sola de las mazorcas del campo que les ofrece la existencia.
En una leyenda oriental, un poderoso Genio prometió a una hermosa joven un valioso regalo si, atravesando un plantío de maíz, sin detenerse, sin dejar de avanzar en línea recta y sin volverse hacia atrás, escogiera la más grande y la más madura de las mazorcas que encontrara. El valor del regalo sería en proporción de la mazorca que eligiera.
La muchacha inició su recorrido. En el camino encontró muchas y muy bellas mazorcas, dignas de ser elegidas, pero siguió adelante con la esperanza de encontrar una más perfecta. Siguió caminando, hasta llegar a una zona donde las cañas crecían pequeñas y raquíticas. Siguió caminando hasta que llegó al otro límite de la milpa, sin haber logrado escoger nada.
¿Cuántos millones de personas pasan a través del rico campo de la vida, cerca de mil probables oportunidades de éxito y de dicha, que no toman, en espera de algo mejor y más importante?
Todavía no hay nada que dé mayor y más completa satisfacción, felicidad verdadera, como un largo día de intenso y saludable trabajo; el trabajo realizado con nobles propósitos, parece ser el más alto estado de perfección posible de la humanidad. Estar constantemente ocupado útil y gratamente, es el mayor bien del ser humano, en la vida.
Una dificultad de muchos de nosotros es que tratamos de hacer de la felicidad algo muy complicado, cuando la felicidad huye de toda complicación, de toda ceremonia, de toda vanidad. La verdadera felicidad es tan sencilla que mucha gente no la reconoce a primera vista. Se piensa que está basada en grandes cosas; en reunir una gran fortuna, en realizar una gran obra; cuando que, de hecho, de hecho, se deriva de las más simples, de las más tranquilas y de las más humildes cosas de la existencia.
Nuestro gran problema se resuelve llenando de alegría y de sol cada día de la vida, de manera que no haya vulgaridad ni desdicha en él.
Pequeñas amabilidades, palabras gratas, insignificantes servicios hechos al pasar, mínimas cortesías, insignificantes palabras de aliento, cumplimiento de los deberes usuales, favores desinteresados, labor hecha con gusto, amistad mantenida, amor, afecto… todas estas son pequeñas cosas que constituyen la felicidad.
Pocas personas pueden aprender al arte de disfrutar de las pequeñas satisfacciones, conforme van viviendo. Y son precisamente estos pequeños goces los que más valen en el largo trayecto de toda una existencia.
Casi todas las personas viven por anticipado, no viven el momento actual. No viven en el presente la vida que esperaron vivir o que desearon vivir, sino que están preparándose siempre para disfrutar de ella cuando tenga un poco más de dinero, más salud, una casa mejor, mayores comodidades, mayor tiempo de que disponer, más libertad, menos responsabilidades. Para entonces sí que se disponen en verdad a gozar de “lo mejor de la vida”.
Y se pasan como la doncella de la leyenda, sin haber logrado cortar no ya la mejor, sino ni una sola de las mazorcas del campo que les ofrece la existencia.
lunes, 1 de junio de 2009
Saber vivir.
El ser humano es una continua y desconcertante paradoja; y por lo difícil que resulta entender los motivos de su conducta, es por lo que debemos procurar encontrar la forma de un mejor vivir.
El problema de la vida no estriba en vivir, sino en saber vivir; y son la virtud, la ayuda mutua, la tolerancia y el sincero afecto de los humildes por lo que debemos vivir, y por lo que aprenderemos también la ciencia y el arte de vivir: ciencia y arte cuya posesión brinda al ser humano el precioso don de la eterna bienaventuranza.
El mundo está lleno de cosas buenas y malas, en proporción y equilibrio; todo consiste en saber elegir las buenas y rechazar las malas.
Las personas son mezcla de buenas y malas inclinaciones. Todo cuanto existe ha sido creado para un fin de utilidad y orden: la noche y el día, el canto melodioso y el ronco rugido, la injuria que deprime y la palabra de amor y de piedad que exalta. Dentro del orden, dentro de la ley de armonía, no es posible que la vida tenga sólo un aspecto, sólo una cara, sólo un color.
Requiere el contraste, la diversidad, lo aparentemente inútil y absurdo, lo que hiere y lo que restaña la herida, lo que es gesto irascible y actitud acogedora. Sin estos factores tan encontrados no se conocería la belleza, ni el equilibrio, ni la sabiduría, ni la energía de la Naturaleza.
Quienes reconocen todo esto son los que saben vivir. Son los que saben comprender que el Maestro por vocación y por temperamento enseña los grandes principios de la ciencia y de la moral, del arte y de la filosofía, con la santa simplicidad del que sólo sabe que no sabe nada.
Son quienes se acercan a la Naturaleza con la pureza y el recogimiento del alma deseosa de beber en la fuente de la sabiduría y la serenidad, para elevarse a los planos del conocimiento.
Forman parte de los que secan las lágrimas y cicatrizan las heridas sin más anhelo que cumplir un deber humano y acatar, al mismo tiempo, un precepto celestial.
En una palabra, vivir para amar cada día más, para rendir culto valiente a la verdad, para redimir a los ignorantes y levantar noblemente a los que caen en el camino, misión que no debe despreciarse, por ser un ejercicio que fortalece la voluntad y desarrolla el espíritu.
Observar al ser humano y procurar penetrar en las profundidades de su alma es el más atractivo y más provechoso de los estudios que hacen quienes se dan cuenta que son muchas las personas que no saben vivir.
Nunca ha habido mayor necesidad de cooperación y de buena voluntad que en los actuales tiempos. El egoísmo, la desconfianza y el temor, prevalecen como jamás se había visto entre la humanidad.
Debe buscarse la forma de ayudar positivamente al ser humano en la forma más excelsa de las artes, la de vivir en paz y armonía con sus semejantes. Caminos para hallar esta fórmula jamás los encontrarán quienes cometen los enormes despropósitos que observamos diariamente.
La tristeza de que siempre están poseídas muchas personas viene de la conciencia que no se esfuerza para dar al prójimo simpatía, confianza y contento. El dolor nace del corazón que no se abre a la fraternidad, al perdón y a la indulgencia. La zozobra, el miedo, la incertidumbre y la miseria, provienen de la mente que sólo engendra pensamientos de bajeza y de egoísmo.
Si la vida humana no fuese otra cosa que comer, dormir y perseguir con insensato afán los placeres fáciles, habría motivo suficiente para detestarla. Pero la vida es algo más útil; más limpio, más sano y más armonioso, más razonable y más justo.
La vida es verdad y virtud, aspectos que no saben comprender quienes tampoco saben vivir.
No saben buscarle a las cosas el lado hermoso, la parte atractiva y dulce. No alcanzan a saber rechazar lo negativo y agresivo, no evitan a los que poseen la oscuridad y la malignidad. No saben buscar en el hermano, en el semejante, en el prójimo el rostro risueño, el noble pensamiento, la actividad creadora, lo sonoro, radiante, lo que consuela, lo que despide efluvios de afecto y simpatía.
Son quienes tienden la mano al caído, tan sólo para que el mundo los contemple y les aplauda por su gesto de falsa e hipócrita caridad. Los que dicen profesar una fe jamás sentida hondamente. Olvidan la costumbre de ver en todo lo creado la mano de la Naturaleza, la que hace más bella y majestuosa la vida, multiplica nuestros poderes internos y derrama sobre nosotros torrentes de salud, de felicidad, de abundancia y de amor.
No saben comprender que las cosas y las personas son imperfectas. Pero la vida va siempre hacia arriba en una ascensión infalible hacia el desenvolvimiento y la plenitud.
El ser humano es una continua y desconcertante paradoja; y por lo difícil que resulta entender los motivos de su conducta, es por lo que debemos procurar encontrar la forma de un mejor vivir.
El problema de la vida no estriba en vivir, sino en saber vivir; y son la virtud, la ayuda mutua, la tolerancia y el sincero afecto de los humildes por lo que debemos vivir, y por lo que aprenderemos también la ciencia y el arte de vivir: ciencia y arte cuya posesión brinda al ser humano el precioso don de la eterna bienaventuranza.
El mundo está lleno de cosas buenas y malas, en proporción y equilibrio; todo consiste en saber elegir las buenas y rechazar las malas.
Las personas son mezcla de buenas y malas inclinaciones. Todo cuanto existe ha sido creado para un fin de utilidad y orden: la noche y el día, el canto melodioso y el ronco rugido, la injuria que deprime y la palabra de amor y de piedad que exalta. Dentro del orden, dentro de la ley de armonía, no es posible que la vida tenga sólo un aspecto, sólo una cara, sólo un color.
Requiere el contraste, la diversidad, lo aparentemente inútil y absurdo, lo que hiere y lo que restaña la herida, lo que es gesto irascible y actitud acogedora. Sin estos factores tan encontrados no se conocería la belleza, ni el equilibrio, ni la sabiduría, ni la energía de la Naturaleza.
Quienes reconocen todo esto son los que saben vivir. Son los que saben comprender que el Maestro por vocación y por temperamento enseña los grandes principios de la ciencia y de la moral, del arte y de la filosofía, con la santa simplicidad del que sólo sabe que no sabe nada.
Son quienes se acercan a la Naturaleza con la pureza y el recogimiento del alma deseosa de beber en la fuente de la sabiduría y la serenidad, para elevarse a los planos del conocimiento.
Forman parte de los que secan las lágrimas y cicatrizan las heridas sin más anhelo que cumplir un deber humano y acatar, al mismo tiempo, un precepto celestial.
En una palabra, vivir para amar cada día más, para rendir culto valiente a la verdad, para redimir a los ignorantes y levantar noblemente a los que caen en el camino, misión que no debe despreciarse, por ser un ejercicio que fortalece la voluntad y desarrolla el espíritu.
Observar al ser humano y procurar penetrar en las profundidades de su alma es el más atractivo y más provechoso de los estudios que hacen quienes se dan cuenta que son muchas las personas que no saben vivir.
Nunca ha habido mayor necesidad de cooperación y de buena voluntad que en los actuales tiempos. El egoísmo, la desconfianza y el temor, prevalecen como jamás se había visto entre la humanidad.
Debe buscarse la forma de ayudar positivamente al ser humano en la forma más excelsa de las artes, la de vivir en paz y armonía con sus semejantes. Caminos para hallar esta fórmula jamás los encontrarán quienes cometen los enormes despropósitos que observamos diariamente.
La tristeza de que siempre están poseídas muchas personas viene de la conciencia que no se esfuerza para dar al prójimo simpatía, confianza y contento. El dolor nace del corazón que no se abre a la fraternidad, al perdón y a la indulgencia. La zozobra, el miedo, la incertidumbre y la miseria, provienen de la mente que sólo engendra pensamientos de bajeza y de egoísmo.
Si la vida humana no fuese otra cosa que comer, dormir y perseguir con insensato afán los placeres fáciles, habría motivo suficiente para detestarla. Pero la vida es algo más útil; más limpio, más sano y más armonioso, más razonable y más justo.
La vida es verdad y virtud, aspectos que no saben comprender quienes tampoco saben vivir.
No saben buscarle a las cosas el lado hermoso, la parte atractiva y dulce. No alcanzan a saber rechazar lo negativo y agresivo, no evitan a los que poseen la oscuridad y la malignidad. No saben buscar en el hermano, en el semejante, en el prójimo el rostro risueño, el noble pensamiento, la actividad creadora, lo sonoro, radiante, lo que consuela, lo que despide efluvios de afecto y simpatía.
Son quienes tienden la mano al caído, tan sólo para que el mundo los contemple y les aplauda por su gesto de falsa e hipócrita caridad. Los que dicen profesar una fe jamás sentida hondamente. Olvidan la costumbre de ver en todo lo creado la mano de la Naturaleza, la que hace más bella y majestuosa la vida, multiplica nuestros poderes internos y derrama sobre nosotros torrentes de salud, de felicidad, de abundancia y de amor.
No saben comprender que las cosas y las personas son imperfectas. Pero la vida va siempre hacia arriba en una ascensión infalible hacia el desenvolvimiento y la plenitud.
lunes, 18 de mayo de 2009
Aquí Hoy - (Here Today)
Aquí hoy, procuraré no preocuparme más que de este día, en lugar de querer resolver los problemas de toda mi vida, de una vez. En 12 horas puedo hacer muchas cosas que me aterrarían si tuviera que hacerlas toda la vida.
Aquí hoy, me sentiré feliz. La mayoría de las personas son tan felices como su mente decide serlo. La felicidad es una actitud interna y no depende de ningún factor externo.
Aquí hoy, trataré de ajustarme a las cosas tal y como son, en vez de querer ajustarlas a mis deseos. Aceptaré a mi familia, mis asuntos y mi actualidad tal como son y me ajustaré a ellos.
Aquí hoy, cuidaré de mi cuerpo: lo ejercitaré, lo guardaré, lo alimentaré; no cometeré abusos ni lo abandonaré, a fin de que sea un organismo perfecto y funcione como yo quiera.
Aquí hoy, procuraré fortalecer mi mente: aprenderé algo útil; no seré un ocioso mental. Leeré algo que exija esfuerzo, razonamiento y concentración.
Aquí hoy, ejercitaré mi alma: haré algún bien a alguien, sin que se sepa; haré, además, dos cosas que me cueste hacer, nada más como ejercicio.
Aquí hoy, seré agradable. Me presentaré alegre; bien vestido; hablaré sin gritos; mis actos serán corteses; seré liberal en mis alabanzas; no criticaré nada, ni a nadie; no encontraré nada mal, ni tampoco trataré de gobernar o mejorar a nadie.
Aquí hoy, tendré un programa: escribiré todo lo que pienso hacer cada hora del día. Puede que no lo siga estrictamente, pero tendré el programa de todos modos; de esta manera, eliminaré dos cosas: apresuramiento e indecisión.
Aquí hoy, dispondré de media hora de quietud y relajamiento para mí solo. En este media hora pensaré en la Naturaleza, en el Cosmos, en Dios, a fin de adquirir una perspectiva más amplia de mi vida.
Aquí hoy, desecharé toda clase de temores; especialmente, no tendré temor de ser feliz, de gozar de lo bello, de amar a mis semejantes, y no dudaré de que me aman aquellos a quienes yo amo.
Aquí hoy, procuraré no preocuparme más que de este día, en lugar de querer resolver los problemas de toda mi vida, de una vez. En 12 horas puedo hacer muchas cosas que me aterrarían si tuviera que hacerlas toda la vida.
Aquí hoy, me sentiré feliz. La mayoría de las personas son tan felices como su mente decide serlo. La felicidad es una actitud interna y no depende de ningún factor externo.
Aquí hoy, trataré de ajustarme a las cosas tal y como son, en vez de querer ajustarlas a mis deseos. Aceptaré a mi familia, mis asuntos y mi actualidad tal como son y me ajustaré a ellos.
Aquí hoy, cuidaré de mi cuerpo: lo ejercitaré, lo guardaré, lo alimentaré; no cometeré abusos ni lo abandonaré, a fin de que sea un organismo perfecto y funcione como yo quiera.
Aquí hoy, procuraré fortalecer mi mente: aprenderé algo útil; no seré un ocioso mental. Leeré algo que exija esfuerzo, razonamiento y concentración.
Aquí hoy, ejercitaré mi alma: haré algún bien a alguien, sin que se sepa; haré, además, dos cosas que me cueste hacer, nada más como ejercicio.
Aquí hoy, seré agradable. Me presentaré alegre; bien vestido; hablaré sin gritos; mis actos serán corteses; seré liberal en mis alabanzas; no criticaré nada, ni a nadie; no encontraré nada mal, ni tampoco trataré de gobernar o mejorar a nadie.
Aquí hoy, tendré un programa: escribiré todo lo que pienso hacer cada hora del día. Puede que no lo siga estrictamente, pero tendré el programa de todos modos; de esta manera, eliminaré dos cosas: apresuramiento e indecisión.
Aquí hoy, dispondré de media hora de quietud y relajamiento para mí solo. En este media hora pensaré en la Naturaleza, en el Cosmos, en Dios, a fin de adquirir una perspectiva más amplia de mi vida.
Aquí hoy, desecharé toda clase de temores; especialmente, no tendré temor de ser feliz, de gozar de lo bello, de amar a mis semejantes, y no dudaré de que me aman aquellos a quienes yo amo.
lunes, 4 de mayo de 2009
Anotaciones para Ser Feliz.
El mundo es un espejo en el cual te reflejas a ti mismo. Si sonríes, te sonríe; si le frunces el ceño, te pone mala cara. La bondad, la dulzura, la caridad, el altruismo, el respeto al prójimo, el sentido social, son fuerzas atractivas, fuerzas radioactivas, fuerzas eficientes; son también armas defensivas y protectoras del más alto grado.
Toda persona que experimenta sentimientos de benevolencia hacia el prójimo, posee un poder de atracción que la hace agradable. La dulzura hace más que la violencia, Escúdate en ella. La bondad desarma. Cuando veas la oportunidad de ser útil a los demás, aprovéchala con alegría y entusiasmo.
La utilidad moral es la que se ejerce sin que haya remuneración en especie. Crea en torno tuyo buenas sugestiones, bajo la forma de buenos consejos, de buenos ejemplos y palabras reconfortantes. Prepárate para descubrir las ocasiones de ser útil a los demás, y de entre los medios disponibles, elige los que correspondan a tus aptitudes personales.
Sé pródigo en atenciones amables, las cuales están hechas de cosas imponderables, pequeñeces sentimentales, causas sencillas que engendran, a menudo, grandes afectos. La sabiduría consiste en dar, sin esperar remuneraciones materiales ni espirituales.
En la vida cotidiana, es conveniente buscar los placeres sencillos que se pueden procurar a los demás, déjales ver que piensas en ellos, en toda circunstancia, feliz o desgraciada. Esta “distribución de amor” mantiene la simpatía y el afecto.
“Deseo que alguien esté feliz hoy, por haber vuelto a verme.” Es un pensamiento muy conveniente, en primer lugar para uno mismo. Debes ponerte en armonía contigo mismo, con las personas y las cosas, no quejarte innecesariamente, no dar prioridad ni destacar nunca lo malo de nadie, de las objetos, de los acontecimientos, ni de ti mismo. El pesimista se consume en críticas y recriminaciones. ¿Cambiará la faz del universo su actitud hostil?
Procura construir y no destruir. No busques defectos en los demás, ve sus cualidades. Busca las reformas factibles en vez de hacer hincapié en las faltas cometidas. Si respondes a la cólera con cólera, a la injuria con la injuria, al odio con odio, agravas la desarmonía, contribuyes a envenenar el conflicto.
Nunca te quejes de las personas, ni de las cosas, ni de los acontecimientos. Búscales sistemáticamente el lado bueno. Es preciso que controles tus sentimientos y tus pensamientos. Si señalas los defectos de quienes te rodean, esta malhadada costumbre, llamada malevolencia, creará la antipatía a tu alrededor.
Controla tus palabras. No critiques sea lo que fuere, ni te critiques a ti mismo. No te quejes del frío, del calor, del viento; estas quejas te sitúan en una actitud enojosa. No pronuncies palabras hirientes, porque terminarás arrepentido por hacerlo. Controla tus pensamientos. No los dejes ir a la deriva. No pienses lo que no quieras pensar.
Si deseas triunfar en tu profesión, en todos tus proyectos, aplica tus mejores capacidades. Sobresal cada vez más, bate cada día tu propio récord, merece la aprobación de tu conciencia; esto debe darte más alegría que los reconocimientos del mundo entero.
El individuo eficiente contribuye al desarrollo de la sociedad. Las relaciones profesionales deben ser desarrolladas; se adquieren con el orden, la puntualidad y la búsqueda del “siempre mejor”. Ponte al corriente de todo lo que se escribe, de todo lo que se hace, de todo lo que se publica, referente a tu trabajo. Estudia los métodos nuevos, aplica siempre los descubrimientos y las nuevas invenciones. No emprendas nada sin continuarlo, porque la perseverancia es la base del éxito.
Para desarrollar la perseverancia, ten por regla terminar todo lo que hayas comenzado. En una conversación, agota un tema antes de comenzar otro. No hagas jamás un disparatorio. Si emprendes una obra, haz abstracción de todo lo demás. Concentra en ella tu espíritu y tu corazón, como si no tuvieras otra cosa que desarrollar.
El mundo es un espejo en el cual te reflejas a ti mismo. Si sonríes, te sonríe; si le frunces el ceño, te pone mala cara. La bondad, la dulzura, la caridad, el altruismo, el respeto al prójimo, el sentido social, son fuerzas atractivas, fuerzas radioactivas, fuerzas eficientes; son también armas defensivas y protectoras del más alto grado.
Toda persona que experimenta sentimientos de benevolencia hacia el prójimo, posee un poder de atracción que la hace agradable. La dulzura hace más que la violencia, Escúdate en ella. La bondad desarma. Cuando veas la oportunidad de ser útil a los demás, aprovéchala con alegría y entusiasmo.
La utilidad moral es la que se ejerce sin que haya remuneración en especie. Crea en torno tuyo buenas sugestiones, bajo la forma de buenos consejos, de buenos ejemplos y palabras reconfortantes. Prepárate para descubrir las ocasiones de ser útil a los demás, y de entre los medios disponibles, elige los que correspondan a tus aptitudes personales.
Sé pródigo en atenciones amables, las cuales están hechas de cosas imponderables, pequeñeces sentimentales, causas sencillas que engendran, a menudo, grandes afectos. La sabiduría consiste en dar, sin esperar remuneraciones materiales ni espirituales.
En la vida cotidiana, es conveniente buscar los placeres sencillos que se pueden procurar a los demás, déjales ver que piensas en ellos, en toda circunstancia, feliz o desgraciada. Esta “distribución de amor” mantiene la simpatía y el afecto.
“Deseo que alguien esté feliz hoy, por haber vuelto a verme.” Es un pensamiento muy conveniente, en primer lugar para uno mismo. Debes ponerte en armonía contigo mismo, con las personas y las cosas, no quejarte innecesariamente, no dar prioridad ni destacar nunca lo malo de nadie, de las objetos, de los acontecimientos, ni de ti mismo. El pesimista se consume en críticas y recriminaciones. ¿Cambiará la faz del universo su actitud hostil?
Procura construir y no destruir. No busques defectos en los demás, ve sus cualidades. Busca las reformas factibles en vez de hacer hincapié en las faltas cometidas. Si respondes a la cólera con cólera, a la injuria con la injuria, al odio con odio, agravas la desarmonía, contribuyes a envenenar el conflicto.
Nunca te quejes de las personas, ni de las cosas, ni de los acontecimientos. Búscales sistemáticamente el lado bueno. Es preciso que controles tus sentimientos y tus pensamientos. Si señalas los defectos de quienes te rodean, esta malhadada costumbre, llamada malevolencia, creará la antipatía a tu alrededor.
Controla tus palabras. No critiques sea lo que fuere, ni te critiques a ti mismo. No te quejes del frío, del calor, del viento; estas quejas te sitúan en una actitud enojosa. No pronuncies palabras hirientes, porque terminarás arrepentido por hacerlo. Controla tus pensamientos. No los dejes ir a la deriva. No pienses lo que no quieras pensar.
Si deseas triunfar en tu profesión, en todos tus proyectos, aplica tus mejores capacidades. Sobresal cada vez más, bate cada día tu propio récord, merece la aprobación de tu conciencia; esto debe darte más alegría que los reconocimientos del mundo entero.
El individuo eficiente contribuye al desarrollo de la sociedad. Las relaciones profesionales deben ser desarrolladas; se adquieren con el orden, la puntualidad y la búsqueda del “siempre mejor”. Ponte al corriente de todo lo que se escribe, de todo lo que se hace, de todo lo que se publica, referente a tu trabajo. Estudia los métodos nuevos, aplica siempre los descubrimientos y las nuevas invenciones. No emprendas nada sin continuarlo, porque la perseverancia es la base del éxito.
Para desarrollar la perseverancia, ten por regla terminar todo lo que hayas comenzado. En una conversación, agota un tema antes de comenzar otro. No hagas jamás un disparatorio. Si emprendes una obra, haz abstracción de todo lo demás. Concentra en ella tu espíritu y tu corazón, como si no tuvieras otra cosa que desarrollar.
lunes, 20 de abril de 2009
El Silencio es útil. 2/2
Una creciente corriente de simpatía nos arrastra hacia cierto estimado amigo. Todas sus frases nos hacen gracia; todos sus gestos nos resultan amables; todas sus opiniones nos parecen acertadísimas. Este amigo solicita de nosotros, un día, cierto favor, o sugiere que nos interesemos en cierto negocio, o, simplemente, nos recomienda a un empleado de confianza. La corriente de simpatía nos arrastra, y, sin examinar otras motivaciones, sin analizar objetivamente los datos del asunto, precipitamos una decisión que más tarde puede ser un motivo de arrepentimiento. Cuidado una vez más: Hemos perdido nuestro equilibrio interior.
Hemos recibido una noticia grata que nos llena de gozo: el nacimiento del primer hijo; la próxima llegada de un pariente querido; el éxito de una combinación financiera o la feliz acogida del libro que acabamos de publicar. Nuestra satisfacción, nuestra alegría, explotan en diversas formas, y el optimismo y la generosidad se adueñan de nuestro ser hasta el punto de llevarnos a conceder ventajas irreflexivas a quien en aquel instante contrata con nosotros, o aplazamientos peligrosos al deudor moroso que en el mismo momento lo solicita. Si más tarde nos arrepentimos de todo ello, habrá sido, sencillamente, porque en aquel instante habíamos perdido nuestro equilibrio interior.
Podrían multiplicarse los ejemplos hasta el infinito; cada uno de ustedes los hallará muy fácilmente, con sólo examinar sus propias reacciones y las de los demás, en casos parecidos. En términos generales, y aparte otras causas, el equilibrio interior puede perderse por una contrariedad inesperada, una conversación imprudente, por dificultades imprevistas, por malas noticias, por un imperioso deseo por satisfacer, por una fuerte corriente de simpatía o por un especial estado de euforia.
El remedio inmediato y más simple para actuar con acierto en todos esos casos es éste: ganar tiempo; no tomar una resolución inmediata; aplazar toda decisión hasta que por la sucesión de otras impresiones la violencia de la primera haya pasado y nos permita estimarla en su verdadera magnitud. Y además, hacer todo lo posible por recibir las impresiones distintas de la primera antes de resolver definitivamente.
Cuando la impaciencia gana nuestro ánimo y la cólera tiende a subir hasta su más agudo diapasón, es indispensable hacer todos los esfuerzos necesarios para guardar silencio, un silencio completo durante algunos instantes, que nos devolverá el dominio sobre nosotros mismos.
Si en el trabajo se multiplican las dificultades de un modo imprevisto, es necesario entregarse a otras ocupaciones menos arduas antes de decidir ninguna cosa. A las pocas horas, al día siguiente, a los pocos días, la solución aparecerá nítidamente en la mente, y el trabajo que parecía insuperable se encontrará muchísimo más fácil y llevadero. Si la carta nos ha producido una turbación de ánimo, es necesario dejarla sin respuesta hasta el día siguiente, cuando menos, o hasta la fecha en que su lectura no causa en el ánimo más impresión que la automáticamente normal. Por muy potente que el deseo sea, imponemos un aplazamiento. Tal vez al día siguiente, quizás a los dos días, lo que excitaba tan extraordinariamente el deseo de una realización inmediata a cualquier precio se convierte en uno de tantos caprichos, cuya consecución pueda llevarse a cabo en condiciones normales. Antes de responder a la petición del amigo demasiado simpático, aléjense de él por unas horas o por unos días, con cualquier pretexto; dejen reposar la simpatía que los arrastra; tal vez se halla turbada por un ardor exagerado; cuando este ardor se calme, aparecerá limpia y clara el agua transparente de la amistad serena y fuerte.
¿Por qué razón concedemos una importancia tan considerable a ese silencio de palabra y acción?
En primer lugar, porque supone una detección o una paralización voluntaria en nuestra acción, que ya es por sí misma un principio de dominio sobre nosotros mismos. En segundo término, porque esa paralización nos concede un plazo precioso durante el cual la fiebre de la emoción debe bajar necesariamente, produciendo en el alma un efecto sedante precursor del aplomo. En tercer lugar, porque, según los diferentes casos, ese plazo, más o menos largo, permite reflexionar, y la reflexión juega un papel principal en el dominio de sí mismo.
Cuando el silencio, la paralización voluntaria de la acción, consiguen restablecer nuestro equilibrio interior, las proporciones desmesuradas de las cosas que la imaginación había venido agrandando quedan reducidas a su verdadera medida, los valores se restablecen y el juicio se aclara. Para ver claramente las cosas es necesario contemplarlas a través del cristal de la verdad objetiva y no a través del prisma de la pasión o de la imaginación, que necesariamente, las deforma.
Para observar este silencio de palabra y de acción no es necesario vencer muchas dificultades: basta para ello un pequeño esfuerzo de voluntad, y, en todo caso, un ligerísimo entrenamiento. Dilatar la respuesta de una carta o dejar para más tarde la adopción de una decisión cualquiera son actos que, verdaderamente, no requieren un gasto grande de energía. Permanecer callado, por breves instantes, sin responder a la frase impertinente o molesta que nos acaban de dirigir, tal vez requiera un esfuerzo mayor, pero posible.
Hemos recibido una noticia grata que nos llena de gozo: el nacimiento del primer hijo; la próxima llegada de un pariente querido; el éxito de una combinación financiera o la feliz acogida del libro que acabamos de publicar. Nuestra satisfacción, nuestra alegría, explotan en diversas formas, y el optimismo y la generosidad se adueñan de nuestro ser hasta el punto de llevarnos a conceder ventajas irreflexivas a quien en aquel instante contrata con nosotros, o aplazamientos peligrosos al deudor moroso que en el mismo momento lo solicita. Si más tarde nos arrepentimos de todo ello, habrá sido, sencillamente, porque en aquel instante habíamos perdido nuestro equilibrio interior.
Podrían multiplicarse los ejemplos hasta el infinito; cada uno de ustedes los hallará muy fácilmente, con sólo examinar sus propias reacciones y las de los demás, en casos parecidos. En términos generales, y aparte otras causas, el equilibrio interior puede perderse por una contrariedad inesperada, una conversación imprudente, por dificultades imprevistas, por malas noticias, por un imperioso deseo por satisfacer, por una fuerte corriente de simpatía o por un especial estado de euforia.
El remedio inmediato y más simple para actuar con acierto en todos esos casos es éste: ganar tiempo; no tomar una resolución inmediata; aplazar toda decisión hasta que por la sucesión de otras impresiones la violencia de la primera haya pasado y nos permita estimarla en su verdadera magnitud. Y además, hacer todo lo posible por recibir las impresiones distintas de la primera antes de resolver definitivamente.
Cuando la impaciencia gana nuestro ánimo y la cólera tiende a subir hasta su más agudo diapasón, es indispensable hacer todos los esfuerzos necesarios para guardar silencio, un silencio completo durante algunos instantes, que nos devolverá el dominio sobre nosotros mismos.
Si en el trabajo se multiplican las dificultades de un modo imprevisto, es necesario entregarse a otras ocupaciones menos arduas antes de decidir ninguna cosa. A las pocas horas, al día siguiente, a los pocos días, la solución aparecerá nítidamente en la mente, y el trabajo que parecía insuperable se encontrará muchísimo más fácil y llevadero. Si la carta nos ha producido una turbación de ánimo, es necesario dejarla sin respuesta hasta el día siguiente, cuando menos, o hasta la fecha en que su lectura no causa en el ánimo más impresión que la automáticamente normal. Por muy potente que el deseo sea, imponemos un aplazamiento. Tal vez al día siguiente, quizás a los dos días, lo que excitaba tan extraordinariamente el deseo de una realización inmediata a cualquier precio se convierte en uno de tantos caprichos, cuya consecución pueda llevarse a cabo en condiciones normales. Antes de responder a la petición del amigo demasiado simpático, aléjense de él por unas horas o por unos días, con cualquier pretexto; dejen reposar la simpatía que los arrastra; tal vez se halla turbada por un ardor exagerado; cuando este ardor se calme, aparecerá limpia y clara el agua transparente de la amistad serena y fuerte.
¿Por qué razón concedemos una importancia tan considerable a ese silencio de palabra y acción?
En primer lugar, porque supone una detección o una paralización voluntaria en nuestra acción, que ya es por sí misma un principio de dominio sobre nosotros mismos. En segundo término, porque esa paralización nos concede un plazo precioso durante el cual la fiebre de la emoción debe bajar necesariamente, produciendo en el alma un efecto sedante precursor del aplomo. En tercer lugar, porque, según los diferentes casos, ese plazo, más o menos largo, permite reflexionar, y la reflexión juega un papel principal en el dominio de sí mismo.
Cuando el silencio, la paralización voluntaria de la acción, consiguen restablecer nuestro equilibrio interior, las proporciones desmesuradas de las cosas que la imaginación había venido agrandando quedan reducidas a su verdadera medida, los valores se restablecen y el juicio se aclara. Para ver claramente las cosas es necesario contemplarlas a través del cristal de la verdad objetiva y no a través del prisma de la pasión o de la imaginación, que necesariamente, las deforma.
Para observar este silencio de palabra y de acción no es necesario vencer muchas dificultades: basta para ello un pequeño esfuerzo de voluntad, y, en todo caso, un ligerísimo entrenamiento. Dilatar la respuesta de una carta o dejar para más tarde la adopción de una decisión cualquiera son actos que, verdaderamente, no requieren un gasto grande de energía. Permanecer callado, por breves instantes, sin responder a la frase impertinente o molesta que nos acaban de dirigir, tal vez requiera un esfuerzo mayor, pero posible.
lunes, 6 de abril de 2009
El Silencio es útil. 1/2
La primera condición que debe observarse rigurosamente para adquirir el dominio de sí mismo es la de guardar silencio en el momento oportuno. No se trata de convertirse en una persona taciturna, ni mucho menos de adoptar un aire melancólico cuando se encuentra uno en sociedad. Quien se comporte así, en lugar de caminar hacia el éxito, se encontrará muy pronto con la desagradable sorpresa de que todo el mundo le vuelve la espalda.
El silencio útil, el realmente recomendable, se practica de modo transitorio y en casos determinados. No por observarlo cuando sea preciso deben ser menos amables, menos cordiales, menos afables con quienes les rodean. Este silencio debe entenderse en un sentido muy amplio; es preciso observarlo no sólo permaneciendo sin pronunciar ni una sola palabra, sino tratando de detener momentáneamente una parte de la actividad espiritual interior. Debe durar todo el tiempo que sea necesario para reencontrar otra vez el equilibrio moral.
Debe utilizarse la siguiente regla para saber utilizar el silencio en todas las ocasiones en que sea preciso conservar el control absoluto sobre sí mismo. Siempre que se sientan agitados por una emoción intensa, guarden silencio, no hablen, no escriban nada, no tomen ninguna decisión; en una palabra, suspendan provisionalmente todos los actos que pudieran resultar influidos por su emoción.
Quien no sea capaz de observar esta regla no logrará jamás dominar sus primeras impresiones, y se convertirá, por consiguiente, sin esperanza de mejoramiento, en el juguete de sus impulsos y de sus caprichos. Si graban esta regla en su memoria, si la leen y la vuelven a leer, si meditan sobre ella hasta conseguir que no se borre de su mente, obtendrán inmejorables resultados.
¿Qué debemos entender por “emoción intensa”? Esa frase comprende todo aquello que nos hace perder el equilibrio interior. Una contrariedad inesperada desencadena en nosotros, de repente, una tempestad de mal humor. La ira se apodera de nuestro ánimo. Estamos en nuestra casa: al empujar un mueble, derribamos un costo jarrón, que se hace trizas; al sentarnos con furia ante la mesa de trabajo revolvemos papeles cuidadosamente clasificados, carpetas de documentos o escritos cuyo orden nos convenía conservar; si a la hora de la comida nos sirven un plato mal sazonado estallamos en gritos de indignación o nos dejamos arrastrar por una crisis de agudo pesimismo... La impaciencia, el mal humor, la indignación se han apoderado de nosotros: hemos perdido nuestro equilibrio interior.
Acabamos de recibir el choque de unas frases desagradables que por desacierto o por malevolencia nos ha dirigido la persona que hablaba con nosotros; nos sentimos víctimas de una grosería o de una falta de educación; nos creemos vejados o humillados, y sentimos la necesidad de responder con una frase rápida al interlocutor molesto o inoportuno... Pero la cólera palpita en nuestros labios: hemos perdido nuestro equilibrio interior.
En nuestro trabajo cotidiano surgen de pronto dificultades imprevistas. Esto nos causa una contrariedad, y nuestra imaginación, puesta al servicio de la dificultad surgida, la multiplica por ciento o por mil, aumentando cada vez más su importancia hasta presentárnosla como insuperable. El desequilibrio nervioso que nos produce este crescendo imaginativo nos enerva y nos gana de tal suerte, que estamos dispuestos a renunciar a los proyectos que anteriormente habíamos encontrado dignos de estimación...
¿Qué ha sucedido? Esto: nada más hemos perdido nuestro equilibrio interior.
Acabamos de recibir una carta que nos trae malas noticias. Se trata de un negocio en el que habíamos puesto todas nuestras esperanzas, y que de pronto se ha torcido, o de una persona querida que se halla gravemente enferma, o de un amigo que nos ha hecho una mala jugada. Nuestra imaginación pone en juego todos sus recursos para amplificar los acontecimientos, y, arrastrados por ella, ennegrecemos en seguida el cuadro: el simple contratiempo en el negocio se transforma en una catástrofe financiera; la enfermedad; grave, pero a la vez pasajera, es mortal de necesidad; la mala jugada se convierte en altísima traición... ¿A qué aturdirse antes de examinar la situación con pleno conocimiento de causa? La causa es evidente: hemos perdido nuestro equilibrio interior.
Tenemos el deseo de adquirir un objeto cualquiera, cuya posesión nos causa una ilusión inmensa. Pero es un objeto caro y su costo rebasa nuestras posibilidades actuales. La más elemental prudencia nos aconsejaría aplazar para ocasión más propicia la compra placentera, pero, ¡cuidado! Hemos perdido nuestro equilibrio interior.
La primera condición que debe observarse rigurosamente para adquirir el dominio de sí mismo es la de guardar silencio en el momento oportuno. No se trata de convertirse en una persona taciturna, ni mucho menos de adoptar un aire melancólico cuando se encuentra uno en sociedad. Quien se comporte así, en lugar de caminar hacia el éxito, se encontrará muy pronto con la desagradable sorpresa de que todo el mundo le vuelve la espalda.
El silencio útil, el realmente recomendable, se practica de modo transitorio y en casos determinados. No por observarlo cuando sea preciso deben ser menos amables, menos cordiales, menos afables con quienes les rodean. Este silencio debe entenderse en un sentido muy amplio; es preciso observarlo no sólo permaneciendo sin pronunciar ni una sola palabra, sino tratando de detener momentáneamente una parte de la actividad espiritual interior. Debe durar todo el tiempo que sea necesario para reencontrar otra vez el equilibrio moral.
Debe utilizarse la siguiente regla para saber utilizar el silencio en todas las ocasiones en que sea preciso conservar el control absoluto sobre sí mismo. Siempre que se sientan agitados por una emoción intensa, guarden silencio, no hablen, no escriban nada, no tomen ninguna decisión; en una palabra, suspendan provisionalmente todos los actos que pudieran resultar influidos por su emoción.
Quien no sea capaz de observar esta regla no logrará jamás dominar sus primeras impresiones, y se convertirá, por consiguiente, sin esperanza de mejoramiento, en el juguete de sus impulsos y de sus caprichos. Si graban esta regla en su memoria, si la leen y la vuelven a leer, si meditan sobre ella hasta conseguir que no se borre de su mente, obtendrán inmejorables resultados.
¿Qué debemos entender por “emoción intensa”? Esa frase comprende todo aquello que nos hace perder el equilibrio interior. Una contrariedad inesperada desencadena en nosotros, de repente, una tempestad de mal humor. La ira se apodera de nuestro ánimo. Estamos en nuestra casa: al empujar un mueble, derribamos un costo jarrón, que se hace trizas; al sentarnos con furia ante la mesa de trabajo revolvemos papeles cuidadosamente clasificados, carpetas de documentos o escritos cuyo orden nos convenía conservar; si a la hora de la comida nos sirven un plato mal sazonado estallamos en gritos de indignación o nos dejamos arrastrar por una crisis de agudo pesimismo... La impaciencia, el mal humor, la indignación se han apoderado de nosotros: hemos perdido nuestro equilibrio interior.
Acabamos de recibir el choque de unas frases desagradables que por desacierto o por malevolencia nos ha dirigido la persona que hablaba con nosotros; nos sentimos víctimas de una grosería o de una falta de educación; nos creemos vejados o humillados, y sentimos la necesidad de responder con una frase rápida al interlocutor molesto o inoportuno... Pero la cólera palpita en nuestros labios: hemos perdido nuestro equilibrio interior.
En nuestro trabajo cotidiano surgen de pronto dificultades imprevistas. Esto nos causa una contrariedad, y nuestra imaginación, puesta al servicio de la dificultad surgida, la multiplica por ciento o por mil, aumentando cada vez más su importancia hasta presentárnosla como insuperable. El desequilibrio nervioso que nos produce este crescendo imaginativo nos enerva y nos gana de tal suerte, que estamos dispuestos a renunciar a los proyectos que anteriormente habíamos encontrado dignos de estimación...
¿Qué ha sucedido? Esto: nada más hemos perdido nuestro equilibrio interior.
Acabamos de recibir una carta que nos trae malas noticias. Se trata de un negocio en el que habíamos puesto todas nuestras esperanzas, y que de pronto se ha torcido, o de una persona querida que se halla gravemente enferma, o de un amigo que nos ha hecho una mala jugada. Nuestra imaginación pone en juego todos sus recursos para amplificar los acontecimientos, y, arrastrados por ella, ennegrecemos en seguida el cuadro: el simple contratiempo en el negocio se transforma en una catástrofe financiera; la enfermedad; grave, pero a la vez pasajera, es mortal de necesidad; la mala jugada se convierte en altísima traición... ¿A qué aturdirse antes de examinar la situación con pleno conocimiento de causa? La causa es evidente: hemos perdido nuestro equilibrio interior.
Tenemos el deseo de adquirir un objeto cualquiera, cuya posesión nos causa una ilusión inmensa. Pero es un objeto caro y su costo rebasa nuestras posibilidades actuales. La más elemental prudencia nos aconsejaría aplazar para ocasión más propicia la compra placentera, pero, ¡cuidado! Hemos perdido nuestro equilibrio interior.
domingo, 22 de marzo de 2009
Esperanza 2/2
Hablen de aprecio, de respeto entre las personas. En este instante nada podrán decir que sea tan hermoso. Cuanto más negra es la noche, tanto más brillan sus estrellas. Que hable de amor ahora quien lleve paz en su interior, ahora que en la borrasca silban el odio y el rencor, ahora que el cielo está sombrío y más sombrío el corazón; que después... ya lo saben: cuando la tormenta pasa, hasta las charcas cenagosas del camino reflejan el cielo azul.
Como en un cuento de la niñez, que sin duda todos recuerdan, la senda larga es la buena senda. La senda del respeto y del honor. Quien vaya por ella, que no vacile, y que al avanzar recuerde que no se es bueno, ni se es justo por incapacidad de hacer daño. El bien se hace a sabiendas y a quien lo merece.
La venganza no es un remedio, pero la justicia es un deber. El que ha sufrido y el que ha hecho sufrir no pueden ser medidos con la misma vara. Lo bueno, cuando es justo, es dos veces bueno. Siendo injusto, hasta lo bueno se hace malo.
Vivimos juzgando obras ajenas y propias. Toda persona es un poco juez, y para serlo necesita, al mismo tiempo, fases suaves y filos cortantes, como una espada. La persona sin aristas es una piedra rodada, que sólo sirve para rodar. Para sentir repudio por la injusticia, no es necesario ser perfecto, basta con no ser perverso. No importa que procediendo así el camino se alargue. Algún día se llegará. No hay mar sin orillas, por grande que sea.
No lamentemos errores pasados, si ellos nos han enseñado algo útil para evitarlos mañana. El presente es la oportunidad de aprovechar el pasado en beneficio del porvenir. Pero no basta decir bien, es necesario proceder mejor. Las palabras nunca podrán sustituir a los hechos. Los brillantes, por más que brillan, no son estrellas, y las palabras, por muy sonoras que nos parezcan, no son acciones. Es necesario proceder bien y sin demora inútil.
Entre la idea que encierra una esperanza y el acto que quiere darle vida, nunca media el infinito. Si se mira, con mirar sereno, el cielo no está tan lejos de la tierra.
No importa que al pasar dejemos algo de lo que creemos que nos pertenece. Si bien se piensa, nada hay que sea realmente nuestro. Nuestro es aquello que nada ni nadie nos puede quitar, que retendremos siempre si esa es nuestra voluntad; aquello de que podemos disponer a nuestro antojo, que sólo de nosotros depende. Eso sí es nuestro, eso sí sería nuestro si hubiera algo de esas condiciones.
Es preciso convencerse de que no hay nada que nos pertenezca en esa forma. Todo es prestado, por un rato nada más. Todo es prestado, hasta lo que llamamos con orgullo nuestra propia vida. Pensando así, se ve que no es razonable querer sacar de las cosas un provecho tan grande como si la vida fuera eterna.
El usurero, que por guardar su oro, ni él mismo lo disfruta, por este falso concepto de propiedad, sin advertirlo, se refleja en nuestros actos, algunas veces. Por nuestra propia felicidad luchamos, por momentos, con tal violencia, que por pretender cada uno para sí toda la ventura, sólo alcanza la desdicha para todos. Un día ví a unos niños luchar por una flor. Todos hubieran podido, a un mismo tiempo, disfrutar con calma de su belleza, pero cada uno la quería sólo para sí. En el ansia de posesión entre tanta mano que quería tomarla, la flor se deshizo, no fue para nadie. Para todos, en cambio, hubo una desilusión. Y no sólo son los niños quienes proceden así.
Si el ser humano pensara siempre en dar algo de sí antes de quererlo todo para él... Dar de sí antes de pensar en sí.
Como en un cuento de la niñez, que sin duda todos recuerdan, la senda larga es la buena senda. La senda del respeto y del honor. Quien vaya por ella, que no vacile, y que al avanzar recuerde que no se es bueno, ni se es justo por incapacidad de hacer daño. El bien se hace a sabiendas y a quien lo merece.
La venganza no es un remedio, pero la justicia es un deber. El que ha sufrido y el que ha hecho sufrir no pueden ser medidos con la misma vara. Lo bueno, cuando es justo, es dos veces bueno. Siendo injusto, hasta lo bueno se hace malo.
Vivimos juzgando obras ajenas y propias. Toda persona es un poco juez, y para serlo necesita, al mismo tiempo, fases suaves y filos cortantes, como una espada. La persona sin aristas es una piedra rodada, que sólo sirve para rodar. Para sentir repudio por la injusticia, no es necesario ser perfecto, basta con no ser perverso. No importa que procediendo así el camino se alargue. Algún día se llegará. No hay mar sin orillas, por grande que sea.
No lamentemos errores pasados, si ellos nos han enseñado algo útil para evitarlos mañana. El presente es la oportunidad de aprovechar el pasado en beneficio del porvenir. Pero no basta decir bien, es necesario proceder mejor. Las palabras nunca podrán sustituir a los hechos. Los brillantes, por más que brillan, no son estrellas, y las palabras, por muy sonoras que nos parezcan, no son acciones. Es necesario proceder bien y sin demora inútil.
Entre la idea que encierra una esperanza y el acto que quiere darle vida, nunca media el infinito. Si se mira, con mirar sereno, el cielo no está tan lejos de la tierra.
No importa que al pasar dejemos algo de lo que creemos que nos pertenece. Si bien se piensa, nada hay que sea realmente nuestro. Nuestro es aquello que nada ni nadie nos puede quitar, que retendremos siempre si esa es nuestra voluntad; aquello de que podemos disponer a nuestro antojo, que sólo de nosotros depende. Eso sí es nuestro, eso sí sería nuestro si hubiera algo de esas condiciones.
Es preciso convencerse de que no hay nada que nos pertenezca en esa forma. Todo es prestado, por un rato nada más. Todo es prestado, hasta lo que llamamos con orgullo nuestra propia vida. Pensando así, se ve que no es razonable querer sacar de las cosas un provecho tan grande como si la vida fuera eterna.
El usurero, que por guardar su oro, ni él mismo lo disfruta, por este falso concepto de propiedad, sin advertirlo, se refleja en nuestros actos, algunas veces. Por nuestra propia felicidad luchamos, por momentos, con tal violencia, que por pretender cada uno para sí toda la ventura, sólo alcanza la desdicha para todos. Un día ví a unos niños luchar por una flor. Todos hubieran podido, a un mismo tiempo, disfrutar con calma de su belleza, pero cada uno la quería sólo para sí. En el ansia de posesión entre tanta mano que quería tomarla, la flor se deshizo, no fue para nadie. Para todos, en cambio, hubo una desilusión. Y no sólo son los niños quienes proceden así.
Si el ser humano pensara siempre en dar algo de sí antes de quererlo todo para él... Dar de sí antes de pensar en sí.
domingo, 8 de marzo de 2009
Esperanza 1/2
El mundo, sin la luz del sol, a pesar de su grandeza, sería un antro negro y frío. Y la vida, con todas sus glorias, sin la esperanza, pesaría sobre nosotros como una maldición. El ser humano busca siempre una esperanza por encima de todos los dolores, como busca un cielo azul por encima de todas las tormentas. No hay nada más cruel que un dolor sin esperanza.
Para algunos, la esperanza es su Dios, la gloria o el poder. Para otros, es la fortuna, la salud, un cariño. Quien nada espera no es un humilde, es un indiferente; y la indiferencia es el camino más seguro hacia la inutilidad.
La esperanza es la mirada del alma. Es más ciega la persona sin ilusiones, que aquella a quien le faltan los ojos. Desde el horizonte de la vida, nuestra ambición nos atrae. Hacia ella van muchos caminos. Se marcha en tumulto. Al andar, se mezclan lo bueno y lo malo, lo noble y lo repudiable, lo exacto y lo sabio con lo injusto y lo absurdo. Y entre tanta encrucijada, para orientarse existe sólo una guía: la conciencia. Para resolver dificultades dos recursos: la fuerza y la razón.
Quienes sólo emplean la fuerza, toman siempre el camino que creen más corto. Para ellos todo se reduce a llegar pronto y con el menor esfuerzo. No reparan en la forma de salvar obstáculos ni de evitar peligros. El propio honor y la felicidad ajena, como lastre inútil, van quedando en el camino, poco importa. Sólo una cosa preocupa: llegar.
Con frecuencia, quienes sólo confían en la fuerza miden mal los obstáculos. Fuerte es el huracán que sacude la vida, más fuerte es la voluntad que resiste al huracán. Hasta el empuje más fuerte y la ambición más desmedida caen agotados ante la conciencia que no calla o la razón que no cede. Ciertas personas, ciertos hechos, por la violencia de su empuje, por el brillo que los rodea y por la inutilidad de tanta energía frente a una resistencia firme y tranquila, recuerdan a un río que baja por un valle estrecho y cuyas aguas han perdido la transparencia que al nacer les dio la fuente, y corren cargadas de barro, testigo de todo el daño que el río viene haciendo en su recorrido. Y a pesar de su turbidez, aquellas aguas se revuelven con tal violencia entre las rocas que pretenden resistirles, que se cubren de una capa de espuma. Y el río parece blanco, parece bueno, Se diría que son esas piedras que se oponen a su paso, las únicas culpables de tanto torbellino.
Y el río tumultuoso que carcome sus propias riberas y arranca los árboles; el río que tritura las rocas que le forman cauce y de tanto hacerlas rodar, a todas les quita sus aristas, como si buscara igualarlas en impotencia; el río soberbio, que él mismo se viste de blanco y canta su propia gloria; el río con quien nadie puede, muere en las aguas tranquilas de un lago. Así mueren la injusticia y la violencia. Grandes o pequeñas, un día han de acabar como las aguas tranquilas del turbio río. Así acaban las conquistas mal habidas, los honores manchados por el dolor ajeno, las necias vanidades encubiertas por la espuma del engaño.
Dejen que se alejen los que así proceden, sin envidiarles triunfos. Pobres pordioseros del recuerdo, un día llega en que, agobiados por el remordimiento o el desprecio, pedirán por caridad un poco de olvido. Recién entonces sabrán que el derecho de las personas se comprime y se deforma como el aire, y como el aire también, sólo aguarda un escape, para huir al espacio y llenar toda la vida. Sólo entonces sabrán que el dolor es un maestro severo y sabio. No es deseable oír sus lecciones, pero cuando él las dicta, es inútil resistirse a oírlas. Sus palabras, hasta los sordos las oyen, sus imágenes, hasta los ciegos las ven.
Es mejor tomar otro camino. Otro camino aunque sea más largo. Otro camino que nos permita avanzar sin que por ello sufra el derecho de los demás.
Si quieres que te quieran, cuida la esperanza ajena como si fuera tu propia esperanza. Nunca olvides que es más cruel vivir sin ilusiones que morir sin esperanza. Ilusiones, afectos y derechos. Que nadie diga que estas palabras han perdido su sentido. Más que nunca, hoy que es invierno en todo el mundo, se siente la necesidad de su calor.
El mundo, sin la luz del sol, a pesar de su grandeza, sería un antro negro y frío. Y la vida, con todas sus glorias, sin la esperanza, pesaría sobre nosotros como una maldición. El ser humano busca siempre una esperanza por encima de todos los dolores, como busca un cielo azul por encima de todas las tormentas. No hay nada más cruel que un dolor sin esperanza.
Para algunos, la esperanza es su Dios, la gloria o el poder. Para otros, es la fortuna, la salud, un cariño. Quien nada espera no es un humilde, es un indiferente; y la indiferencia es el camino más seguro hacia la inutilidad.
La esperanza es la mirada del alma. Es más ciega la persona sin ilusiones, que aquella a quien le faltan los ojos. Desde el horizonte de la vida, nuestra ambición nos atrae. Hacia ella van muchos caminos. Se marcha en tumulto. Al andar, se mezclan lo bueno y lo malo, lo noble y lo repudiable, lo exacto y lo sabio con lo injusto y lo absurdo. Y entre tanta encrucijada, para orientarse existe sólo una guía: la conciencia. Para resolver dificultades dos recursos: la fuerza y la razón.
Quienes sólo emplean la fuerza, toman siempre el camino que creen más corto. Para ellos todo se reduce a llegar pronto y con el menor esfuerzo. No reparan en la forma de salvar obstáculos ni de evitar peligros. El propio honor y la felicidad ajena, como lastre inútil, van quedando en el camino, poco importa. Sólo una cosa preocupa: llegar.
Con frecuencia, quienes sólo confían en la fuerza miden mal los obstáculos. Fuerte es el huracán que sacude la vida, más fuerte es la voluntad que resiste al huracán. Hasta el empuje más fuerte y la ambición más desmedida caen agotados ante la conciencia que no calla o la razón que no cede. Ciertas personas, ciertos hechos, por la violencia de su empuje, por el brillo que los rodea y por la inutilidad de tanta energía frente a una resistencia firme y tranquila, recuerdan a un río que baja por un valle estrecho y cuyas aguas han perdido la transparencia que al nacer les dio la fuente, y corren cargadas de barro, testigo de todo el daño que el río viene haciendo en su recorrido. Y a pesar de su turbidez, aquellas aguas se revuelven con tal violencia entre las rocas que pretenden resistirles, que se cubren de una capa de espuma. Y el río parece blanco, parece bueno, Se diría que son esas piedras que se oponen a su paso, las únicas culpables de tanto torbellino.
Y el río tumultuoso que carcome sus propias riberas y arranca los árboles; el río que tritura las rocas que le forman cauce y de tanto hacerlas rodar, a todas les quita sus aristas, como si buscara igualarlas en impotencia; el río soberbio, que él mismo se viste de blanco y canta su propia gloria; el río con quien nadie puede, muere en las aguas tranquilas de un lago. Así mueren la injusticia y la violencia. Grandes o pequeñas, un día han de acabar como las aguas tranquilas del turbio río. Así acaban las conquistas mal habidas, los honores manchados por el dolor ajeno, las necias vanidades encubiertas por la espuma del engaño.
Dejen que se alejen los que así proceden, sin envidiarles triunfos. Pobres pordioseros del recuerdo, un día llega en que, agobiados por el remordimiento o el desprecio, pedirán por caridad un poco de olvido. Recién entonces sabrán que el derecho de las personas se comprime y se deforma como el aire, y como el aire también, sólo aguarda un escape, para huir al espacio y llenar toda la vida. Sólo entonces sabrán que el dolor es un maestro severo y sabio. No es deseable oír sus lecciones, pero cuando él las dicta, es inútil resistirse a oírlas. Sus palabras, hasta los sordos las oyen, sus imágenes, hasta los ciegos las ven.
Es mejor tomar otro camino. Otro camino aunque sea más largo. Otro camino que nos permita avanzar sin que por ello sufra el derecho de los demás.
Si quieres que te quieran, cuida la esperanza ajena como si fuera tu propia esperanza. Nunca olvides que es más cruel vivir sin ilusiones que morir sin esperanza. Ilusiones, afectos y derechos. Que nadie diga que estas palabras han perdido su sentido. Más que nunca, hoy que es invierno en todo el mundo, se siente la necesidad de su calor.
martes, 24 de febrero de 2009
Principios importantes para enriquecer la vida. 3/3
Afrontar los problemas con decisión: Dada la cantidad de problemas prácticos que nos vemos obligados a resolver en el transcurso de la vida, no es posible acertar siempre, ni dar siempre el paso más provechoso para nosotros. Pero si sabemos actuar aplicando los principios y auxilios de los mecanismos para mantener el equilibrio emotivo, los errores que podamos cometer no serán de mucho peso, ni tendrán demasiada importancia. Es mejor aceptar desde el principio que uno pueda cometer algunos errores, que no volver a revolver sin cesar cada pequeño problema en la mente. Un excesivo examen de los conflictos suscita una actitud aprensiva que desencadena, forzosamente, alguna enfermedad de origen emotivo. De entre el número total de decisiones que hemos de tomar, sólo un porcentaje muy pequeño mejorará a consecuencia de un estudio y una consideración sostenidos y prolongados. Por eso conviene seguir la norma de tomar las decisiones sin tirarse demasiado de los cabellos, sin exhalar grandes suspiros, sin demasiados aspavientos. Decidamos lo que debemos hacer respecto a un problema determinado y luego dejemos de pensar en él. Cada vez que enfrenten un problema decidan lo que han de hacer al respecto y oblíguense a dejar de pensar en ello. Lo que causa muchos malestares es pensar una y otra vez, inútil e incesantemente, en el mismo problema, aún después de saber las medidas que se tomarán. Hay casos en los que, simplemente, no se puede tomar una decisión. Podemos enfrentar un conflicto muy grave, para el cual no se ve una solución posible. Para esta clase de problemas no hay otra solución que convencernos de que debemos dejar de pensar en ellos. Cuando un problema es indisoluble no sirve de nada malgastar pesares ni pensamientos ocupándose de él. Nuestros esfuerzos, dirigidos en un nuevo sentido serán más provechosos.
Hacer del momento presente un triunfo emotivo: Para librarse de los hábitos emotivos negativos es conveniente adoptar un procedimiento sencillo. Reducirlo a los términos de un común denominador: mantener su pensamiento y su actitud, tranquilos y contentos, como sea posible, desde este mismo instante. El único momento en que vivimos es el momento presente. Es el único tiempo en el que hemos de ser siempre felices. Hay personas que viven esperando algo en el futuro, perdiendo por completo el único bien que poseen, que es el momento presente.
Hacer planes para el futuro, pero no ensimismarse en ellos: Naturalmente, debemos trazar planes para el futuro, pero no debemos pasar el momento presente pensando continuamente en ellos. Si bien trazar planes para el futuro es una previsión necesaria, pensar continuamente en lo que ha de venir acarrea miedo, inquietud y aprensión. Es absurdo preocuparse constantemente por lo que el futuro puede traer; preocupándonos por le futuro no lo alteraremos demasiado. La mayor parte de nuestras preocupaciones en este sentido son intereses que pagamos antes de tiempo por cosas que jamás poseeremos. La mejor manera de asegurarnos un futuro satisfactorio consiste en gobernar con acierto la hora presente, esforzarnos en vivir bien ahora, en trabajar bien, pensar bien, gozar debidamente y ayudar a nuestros semejantes. Desde este mismo instante, sí, desde este mismo momento. El futuro se presentará tan bueno como el presente si dirigimos acertadamente el momento presente.
Proyectar siempre algo: Todos sentimos la necesidad básica de vivir nuevas experiencias. Sin ellas, la vida se hunde en una monotonía rutinaria interminable. La espera de una experiencia nueva que está por llegar anima al momento presente, por lo que debemos proyectar siempre alguna. Puede tratarse nada más de un día de vacaciones, de emplear la mañana o la tarde de un domingo en algo agradable, o sencillamente, de comprar que nos hace falta. No es preciso elaborar proyectos complicados, excepto en raras ocasiones. Lo importante es procurarnos, para el futuro inmediato, experiencias nuevas. Beneficia tanto el hecho de proyectar algo, puesto que nos proporciona la clase de emociones conveniente, como la experiencia en sí.
No dejar que los asuntos enojosos nos hagan perder el control: Casi en todo momento surgen preocupaciones y motivos de irritación que se apoderarán de nosotros si se los permitimos. Siempre que nos enfrentemos con una irritación que llame a la puerta pretendiendo meterse en nuestro interior, hay que probar la estrategia de formar un “círculo mágico” con el índice y el pulgar, y, sosteniéndolo delante de nosotros, decir: “No lo necesito. No le permito la entrada”. Un poco de práctica con este círculo mágico y no tardaremos en alejar de nosotros muchos de los motivos de irritación que se nos presenten.
La mejor cualidad de los seres humanos es la capacidad de aprender siempre algo nuevo, en cuanto comprendemos que es necesario saberlo.
lunes, 9 de febrero de 2009
Principios importantes para enriquecer la vida. 2/3
Aprender a sentirse satisfecho: Existe una excusa comprensible para estar descontento: cuando se ve negligencia, inmoralidad, descuido o incompetencia en alguien. Pero es completamente inútil estar descontento cuando no se puede modificar la situación, o cuando se ve bien que el descontento no sirve para nada. Vivir con un descontento crónico se parece tanto a vivir en el infierno como cualquier otra situación pueda parecerlo. La verdadera tragedia del caso está en que vivir así es completamente inútil e innecesario. El hábito del descontento lo adquiere, inocentemente, el niño que vive en una familia en la que el padre, la madre o ambos a la vez, están continuamente en pelea contra todos y contra todo. Otras personas adquieren un descontento crónico a causa de una serie de infortunios que les agrian el carácter y porque originariamente no estaban dotadas del temple necesario para resistir la adversidad. Es mucho más sencillo estar contento que descontento, y mucho más saludable. Cuán placentera y alegre puede vivir una familia cuando quienes la forman comprenden en valor que tiene cultivar tal estado de espíritu. Sentirse a gusto no es difícil. Es tan fácil y mucho más agradable encontrar motivos de contento que de descontento en el curso diario de los acontecimientos. No es necesaria sino la voluntad de sentirse satisfecho. La persona sensata sabe que si uno abre las puertas al desencanto, la vida se convierte en una cadena de desilusiones; pero que es asimismo una cadena de satisfacciones, si uno decide sentirse satisfecho. Los pesares están donde uno se los proporciona. Aprendiendo el arte de estar satisfecho contribuimos poderosamente a hacer de nosotros, personas bien equilibradas, eficientes, dichosas y poseedoras de una vida completa y generosa.
Amar al prójimo y participar en la empresa humana: En un mundo en el que la puerta de cada uno está junto a la del vecino, en que nos codeamos en el transporte público y casi tropezamos unos con otros por la calle, resulta desastroso para el equilibrio emotivo. Algunas personas aborrecen a todo el mundo. Al conocer a los que padecen enfermedades de origen emotivo, uno se sorprende de cuántas personas aborrecen a sus semejantes. No son capaces de pronunciar una sola palabra amable dedicada a ningún ser humano, y se muestran despectivas con todo el mundo. Su falta de madurez las ha encerrado en una concha. Y sin embargo, han de vivir en un mundo de seres humanos. Su cooperación en los negocios de la colectividad se limita a apoderarse de lo que ellos necesitan y la sociedad les proporciona. Muchas de las molestias que sufre la gente son una expresión de su desafecto hacia otras personas. Tales aversiones son esencialmente infantiles. La actitud egoísta y egocéntrica es característica de los niños. Esa gente no se culpa a sí misma, sino a los demás, a quienes considera incapaces de sentir amistad. Por otra parte, al encontrarse aislados, empiezan a compadecerse a sí mismos y a creerse perseguidos. Con ello se vuelven hipocondríacos, y arraigan profundamente en ellos los complejos de inferioridad. Todo lo cual, añadido a la simple irritación que le causan las otras personas, hace que lleven una vida desdichada. Una de las perspectivas más agradables de la vida la ofrece el amar al prójimo y participar activamente en la empresa humana, uniendo nuestro esfuerzo a la suma de esfuerzos que la especie realiza para salir del estado y del nivel mental del hombre salvaje. El mayor gozo se cosecha proporcionando gozo a los demás, a los compañeros de trabajo, al vecino de al lado, a los que viven bajo el mismo techo. Un factor importante de madurez se adquiere entrando conscientemente a participar en la empresa humana, sintiéndose parte de la comunidad y considerándose uno mismo como una comunidad individual.
Adquirir el hábito de decir la frase alegre, agradable: Un precioso recurso para ello consiste en mirar al ser amado, estando ya despiertos, y aunque sea una exageración, decirle: “Buen día, querida(o); esta mañana estás preciosa(o)”. Otra pequeña estratagema consiste en acercarse a la ventana, mirar al exterior y con voz clara decir en voz alta: “¡Qué hermosa mañana!” Aún siendo un día lluvioso, exclamarlo con entusiasmo; seguramente, la lluvia es buena para el campo. Parece una acción sencilla, y hasta tonta, pero recompensa. El recurso más positivo para levantar del fango al espíritu, consiste en soltar una serie de observaciones placenteras o, mejor aún, una historia buena y divertida. Cuando más aficionados nos volvamos a las bromas bien intencionadas, a los chistes y al humor, más fácil nos será liberarnos del decaimiento, de la desilusión y de la enfermedad de origen emotivo. Por añadidura, el buen humor es una cualidad que nos traerá el aprecio de los demás. Nadie ama a los aguafiestas; a todo el mundo nos gusta tener alguien al lado que posea el sentido de la alegría y del humor. El sentido del humor es un complemento inapreciable del sentido común.
Enfrentarse con la adversidad convirtiendo la derrota en victoria: Muchas personas contraen enfermedades de origen emotivo a causa de una adversidad. En un instante parece evaporarse todo lo que habían poseído y se encuentran sin saber qué camino tomar. Sobre el desastre se acumulan las sensaciones de inutilidad y desencanto. El fallo fundamental de los que se amilanan ante la adversidad, proviene de una falta de madurez, que se manifiesta en egoísmo y egocentrismo. Sin embargo, no es difícil, si uno conserva los pies sobre el suelo. Cuando hay algo que no se puede cambiar, es mejor aceptarlo y estudiar la manera de seguir viviendo del mejor modo posible.
Amar al prójimo y participar en la empresa humana: En un mundo en el que la puerta de cada uno está junto a la del vecino, en que nos codeamos en el transporte público y casi tropezamos unos con otros por la calle, resulta desastroso para el equilibrio emotivo. Algunas personas aborrecen a todo el mundo. Al conocer a los que padecen enfermedades de origen emotivo, uno se sorprende de cuántas personas aborrecen a sus semejantes. No son capaces de pronunciar una sola palabra amable dedicada a ningún ser humano, y se muestran despectivas con todo el mundo. Su falta de madurez las ha encerrado en una concha. Y sin embargo, han de vivir en un mundo de seres humanos. Su cooperación en los negocios de la colectividad se limita a apoderarse de lo que ellos necesitan y la sociedad les proporciona. Muchas de las molestias que sufre la gente son una expresión de su desafecto hacia otras personas. Tales aversiones son esencialmente infantiles. La actitud egoísta y egocéntrica es característica de los niños. Esa gente no se culpa a sí misma, sino a los demás, a quienes considera incapaces de sentir amistad. Por otra parte, al encontrarse aislados, empiezan a compadecerse a sí mismos y a creerse perseguidos. Con ello se vuelven hipocondríacos, y arraigan profundamente en ellos los complejos de inferioridad. Todo lo cual, añadido a la simple irritación que le causan las otras personas, hace que lleven una vida desdichada. Una de las perspectivas más agradables de la vida la ofrece el amar al prójimo y participar activamente en la empresa humana, uniendo nuestro esfuerzo a la suma de esfuerzos que la especie realiza para salir del estado y del nivel mental del hombre salvaje. El mayor gozo se cosecha proporcionando gozo a los demás, a los compañeros de trabajo, al vecino de al lado, a los que viven bajo el mismo techo. Un factor importante de madurez se adquiere entrando conscientemente a participar en la empresa humana, sintiéndose parte de la comunidad y considerándose uno mismo como una comunidad individual.
Adquirir el hábito de decir la frase alegre, agradable: Un precioso recurso para ello consiste en mirar al ser amado, estando ya despiertos, y aunque sea una exageración, decirle: “Buen día, querida(o); esta mañana estás preciosa(o)”. Otra pequeña estratagema consiste en acercarse a la ventana, mirar al exterior y con voz clara decir en voz alta: “¡Qué hermosa mañana!” Aún siendo un día lluvioso, exclamarlo con entusiasmo; seguramente, la lluvia es buena para el campo. Parece una acción sencilla, y hasta tonta, pero recompensa. El recurso más positivo para levantar del fango al espíritu, consiste en soltar una serie de observaciones placenteras o, mejor aún, una historia buena y divertida. Cuando más aficionados nos volvamos a las bromas bien intencionadas, a los chistes y al humor, más fácil nos será liberarnos del decaimiento, de la desilusión y de la enfermedad de origen emotivo. Por añadidura, el buen humor es una cualidad que nos traerá el aprecio de los demás. Nadie ama a los aguafiestas; a todo el mundo nos gusta tener alguien al lado que posea el sentido de la alegría y del humor. El sentido del humor es un complemento inapreciable del sentido común.
Enfrentarse con la adversidad convirtiendo la derrota en victoria: Muchas personas contraen enfermedades de origen emotivo a causa de una adversidad. En un instante parece evaporarse todo lo que habían poseído y se encuentran sin saber qué camino tomar. Sobre el desastre se acumulan las sensaciones de inutilidad y desencanto. El fallo fundamental de los que se amilanan ante la adversidad, proviene de una falta de madurez, que se manifiesta en egoísmo y egocentrismo. Sin embargo, no es difícil, si uno conserva los pies sobre el suelo. Cuando hay algo que no se puede cambiar, es mejor aceptarlo y estudiar la manera de seguir viviendo del mejor modo posible.
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