domingo, 19 de junio de 2011


Las cimas de la Vida Interna

Hay desgracias que no bajan la vista ante las miradas de la justicia, del amor o de la verdad. Es necesario admitir que la sabiduría no concede a sus fieles casi nada que no puedan desdeñar los ignorantes o los malvados. Y en la medida que se bajan los peldaños de la vida, se profundiza también en el secreto de un mayor número de tristezas y de impotencias. Se ve entonces que la maldad no es más que la bondad que ha perdido a su guía, que la traición no es sino la lealtad que no encuentra ya el camino de la felicidad, y que el odio no es ya otra cosa que el amor que abre con angustia la puerta de su tumba. Sólo así se llega a comprender en lugar de enjuiciar.

La vida interior más segura, hermosa y duradera es aquella que la conciencia edifica en sí misma con ayuda de los elementos más límpidos de nuestra alma. Sabio es quien aprende a mantener esa vida con todo lo que la casualidad le trae cada día. Sabio es quien en una decepción o una traición no desciende más que para purificar aún más a la sabiduría. Sabio, aquel en quien el mal mismo está obligado a alimentar la hoguera del amor. Sabio, el que ha adquirido la costumbre de ver en su sufrimiento la luz que él difunde en su corazón y que jamás mira la sombra que extiende sobre los que lo hicieron nacer. Más sabio todavía es aquel en quien las alegrías y los dolores aumentan la conciencia y le hacen ver que hay algo superior a la conciencia misma. Aquí es donde se alcanzan las cimas de la vida interna.

Toda vida interior empieza, no en el momento en que la inteligencia se desarrolla, sino en el instante en que el alma se hace buena. Todo ser que no posee alguna nobleza del alma no tiene vida interior, carece de esa fuerza, ese refugio y ese tesoro de satisfacciones invisibles que posee todo ser humano que puede entrar sin temor en su corazón. La vida interna está hecha de cierta felicidad del alma, y el alma es dichosa cuando puede amar en ella misma algo puro.

Es necesario construir, en el fondo del alma, el refugio contra el cual vendrá el destino a romper sus armas. Poco importa que este refugio sea el monumento de la conciencia o del amor; porque el amor es la conciencia que se busca a oscuras todavía, en tanto que la conciencia verdadera es el amor que se encuentra al fin en la claridad. En ese refugio, el alma enciende el fuego íntimo de su alegría, que aleja la tristeza dejada tras ella por los malos destinos. La alegría del alma no es semejante a las demás alegrías. No procede de una felicidad exterior, ni de una satisfacción del amor propio. Porque bajo la alegría del amor propio, que disminuye a medida que el alma mejora, está la alegría del amor que crece a medida que el alma se ennoblece.

La alegría no quita al amor lo que agrega a la conciencia. En esa alegría es donde la conciencia se alimenta del amor, en tanto que el amor se alimenta de la conciencia. Un espíritu que se eleva tiene dichas que no conoce nunca un cuerpo que es feliz; pero una alma que mejora tiene alegrías que jamás conocerá un espíritu que se eleva.

El Alma: deseo de la Inteligencia

Nuestra razón sólo consiste en nuestras ideas claras. Pero nuestra sabiduría, lo mejor que hay en nuestra alma y en nuestro carácter, se encuentra principalmente en nuestras ideas que no son todavía completamente claras. Mientras más ideas claras se tienen, más se aprende a respetar las que todavía no lo son. Hay que tratar de tener el mayor número posible de ideas tan claras como sea posible, a fin de despertar en el alma un mayor número de ideas que sean todavía oscuras.

Las ideas claras parecen guiar nuestra vida exterior, pero es indiscutible que las otras se encuentran a la cabeza de nuestra vida íntima; y la vida que se ve acaba siempre por obedecer a la que no se ve. Del número, calidad y potencia de nuestras ideas claras dependen el número, calidad y potencia de nuestras ideas oscuras. Es muy probable que la mayor parte de las verdades definitivas que buscamos con tanto ardor, esperan con paciencia su hora entre la multitud de nuestras ideas oscuras. Importa abreviar su espera. Una hermosa idea clara que despertamos en nosotros no dejará nunca de ir a despertar a su vez a una hermosa idea oscura, y cuando la idea oscura se haya convertido en clara al envejecer, irá, ella también, a sacar de su sueño a otra idea oscura, más hermosa y más elevada de lo que era ella misma en su sombra.

Ideas claras, ideas oscuras, corazón, inteligencia, voluntad, razón, alma: en el fondo, palabras que designan más o menos lo mismo: la riqueza espiritual de un ser. El alma es el más hermoso deseo de nuestra inteligencia, y Dios, tal vez, es el más hermoso deseo de nuestra alma. Conocerse a sí mismo es quizás el único ideal aceptable que nos queda. El más hermoso deseo de nuestra inteligencia no hace otra cosa más que pasar por nuestra inteligencia, y nos equivocamos al creer que la cosecha, porque pasa por el camino, ha sido recogida del camino.

Por la inteligencia empezamos a embellecer ese deseo y el resto no depende enteramente de nosotros; pero ese resto no se pone en movimiento a menos que la inteligencia le dé el impulso. La razón, hija mayor de la inteligencia, debe sentarse en el umbral de nuestra vida moral, después de haber abierto las puertas subterráneas tras las cuales dormitan prisioneras las fuerzas vivas e instintivas de nuestro ser.

viernes, 17 de junio de 2011


De la Razón a la Sabiduría

Ser pensador es tener conciencia de sí mismo. Pero cuando una persona ha adquirido suficiente conciencia de su ser, percibe que la verdadera sabiduría es algo todavía más profundo que la conciencia. El agrandamiento de la conciencia no debe desearse sino por la inconsciencia cada vez más alta que descubre; y sobre las alturas de esa inconsciencia nueva es donde se encuentran las fuentes de la sabiduría más pura.
                                                      
Si yo te amo y he adquirido de mi amor la conciencia más completa que el ser humano puede adquirir, este amor estará iluminado por una inconsciencia de muy distinta naturaleza que la inconsciencia que ensombrece los amores comunes.

La razón abre la puerta a la sabiduría, pero la sabiduría más viva no se encuentra en la razón. La razón cierra la puerta a los malos destinos, pero nuestra sabiduría es la que abre en el horizonte otras puertas a los destinos propicios. La razón se defiende, prohíbe, retrocede, elimina, destruye; la sabiduría ataca, ordena, avanza, agrega, aumenta y crea. La sabiduría es más bien cierto apetito de nuestra alma que un producto de nuestra razón. Vive encima de la razón. De ahí que lo propio de la verdadera sabiduría sea hacer mil cosas que la razón no aprueba, o que sólo aprueba a la larga.

Hay una gran diferencia entre decir: “Esto es razonable”, y decir: “Esto es sabio”. Lo que es razonable no es necesariamente sabio, y lo que es muy sabio casi nunca es razonable a los ojos de la razón demasiado fría. La razón, por ejemplo, engendra la justicia, y la sabiduría engendra la bondad. Podría decirse que la sabiduría es el sentimiento de lo infinito aplicado a nuestra vida moral.

La sabiduría es sabia en proporción del predominio activo que lo infinito adquiere sobre lo que emprende. No hay amor en la razón; en la sabiduría lo hay mucho; y la sabiduría más alta apenas se distingue de lo más puro que hay en el amor. Pero el amor es la forma más divina de lo infinito, y sin duda porque es la más divina, es al mismo tiempo la más profundamente humana. ¿No podría decirse que la sabiduría es la victoria de la razón divina sobre la razón humana?.

Sólo la sabiduría tiene derecho a apelar a la razón. No es sabio aquel cuya razón no ha aprendido a obedecer a la primera señal del amor. El amor es el que debe ser el vaso en el cual se cultive la sabiduría verdadera. La razón y el amor luchan primero con violencia en una alma que se eleva, pero la sabiduría nace de la paz que acaba por hacerse entre el amor y la razón. Y esta paz es tanto más profunda cuanto más derechos haya cedido la razón al amor.

La sabiduría es la luz del amor y el amor es el alimento de la luz. Mientras más profundo es el amor, más cuerdo se vuelve el amor; y mientras más se eleva la sabiduría, más se acerca al amor. Ama y serás más sabio; sé sabio y deberás amar. No se ama de verdad sino haciéndose mejor, y llegar a ser mejor es llegar a ser más sabio. No hay ser en el mundo que no mejore en algo su alma en cuanto ama a otro ser, aún cuando sólo se trate de un amor vulgar. El amor alimenta a la sabiduría y la sabiduría alimenta al amor; y es un círculo de claridad en cuyo centro los que aman abrazan a los que son sabios. La sabiduría y el amor no se pueden separar.

lunes, 13 de junio de 2011


La Voluntad del Pensamiento

No hay fatalidad verdadera más que en ciertas desgracias exteriores como las enfermedades, los accidentes, la muerte sorpresiva de seres queridos, etc., pero no existe fatalidad interior. La voluntad del pensamiento tiene el poder de rectificar todo lo que no hiere mortalmente a nuestro cuerpo; sin embargo, es preciso acumular en uno mismo un pesado, un paciente tesoro para que esa voluntad encuentre, en el momento solemne, las fuerzas necesarias.

Una vez consumado un hecho, de nosotros depende que el destino no tenga ya ninguna influencia sobre lo que va a ocurrir dentro de nuestra alma. No puede impedir, cuando hiere a un corazón de buena voluntad, que la desgracia sufrida o el error reconocido abran en ese corazón una fuente de claridad. No puede impedir que el alma transforme cada uno de sus pesares en pensamientos, en sentimientos y en bienes espirituales.

Hay un gran dolor en el desenlace de todos los dramas que pesan sobre el pensador, pero también hay una gran luz nacida de ese dolor y ya victoriosa a medias de su sombra. Los pensamientos que exaltan, los sentimientos que se ennoblecen, iluminan todas las lágrimas, y la desgracia toma, como el agua, todas las formas del vaso en que se la encierra.

No es la resignación la que nos consuela, purifica y eleva, sino los pensamientos y las virtudes en cuyo nombre nos resignamos; aquí es donde el pensamiento recompensa a sus fieles en proporción a sus méritos. Existen ideas que ninguna catástrofe puede alcanzar. Basta por lo común que una idea se eleve más alto que la vanidad, la indiferencia y el egoísmo cotidianos para que quien la alimenta no sea ya tan vulnerable. Por eso es que, haya dicha o desgracia, la persona más feliz será aquella en la cual viva con mayor fuerza la idea más grande. El verdadero triunfo del destino no podría efectuarse sino en el alma. Pero es ésta el valuarte que resguarda el pensamiento.

Sin embargo, no siempre basta con armarse de pensamientos elevados para vencer al destino porque éste sabe oponer a los pensamientos elevados, pensamientos más elevados todavía; pero, ¿qué destino es capaz de resistir pensamientos dulces, sencillos, buenos y leales?. La única manera de subyugar al destino es hacer lo contrario del mal que quisiera obligarnos a hacer. No hay drama inevitable. Las catástrofes se producen porque las almas se niegan a ver; pero un alma viviente obliga a todas las demás a abrir los ojos.

No hagamos intervenir al destino allí donde un pensamiento puede desarmar todavía a las potencias enemigas. El destino puede ejercer su imperio en una pared que cae sobre alguien, en la tempestad que hunde a un navío y en la epidemia que ataca a los seres queridos. Pero nunca en el alma de una persona que no lo llama. El azar, entre los dedos del pensamiento es flexible como un junco recién cortado, pero se convierte en barra de acero en manos de la inconciencia. Todo depende del pensamiento y no del destino. Y el pensamiento sólo depende de uno mismo.

La parte más activa de lo que comúnmente se llama “fatalidad” es una fuerza creada por las personas; es enorme pero raras veces irresistible. Está formada de la energía de los deseos, los pensamientos, los sufrimientos y las pasiones. Aún en los instantes más extraños, en las desgracias más misteriosas y más imprevistas, no tenemos nunca que luchar contra un enemigo invisible o desconocido por completo. Las personas verdaderamente fuertes no ignoran que no conocen todas las fuerzas que se oponen a sus proyectos, pero combaten contra aquellas que conocen, con tanto valor como si no hubiera otras, y triunfan muchas veces. Habremos consolidado singularmente nuestra seguridad, nuestra paz y nuestra dicha, el día en que nuestra ignorancia y nuestra indolencia hayan dejado de llamar fatal a todo lo que nuestra energía y nuestra inteligencia habrían debido llamar natural y humano.

¿De qué está formado todo el veneno de esa fatalidad, sino de las debilidades, vacilaciones, pequeñas falsedades, inconsecuencias, vanidad y ceguedad de la víctima?. Si es verdad que una especia de predestinación domina todas las circunstancias de una vida, tal predestinación no podría encontrarse más que en nuestro carácter; ¿y no es el carácter lo que debería modificarse más fácilmente en una persona de buena voluntad?. ¿No es, de hecho, lo que se modifica siempre en la mayor parte de las existencias?. Es mejor o peor según se hayas visto triunfar a la mentira y el odio, la traición o la maldad, o bien la verdad, lo bondad y el amor. Y has creído ver triunfar al odio o al amor, la verdad o la mentira, según la idea más o menos alta que te formaste poco a poco de la felicidad y del objeto de la vida. Lo que preocupa nuestro deseo secreto es lo que parece naturalmente prevalecer. Si vuelves los ojos del lado del mal, el mal es victorioso por todas partes; pero si has acostumbrado a tu mirada a fijarse en la sencillez, en la pureza y en la verdad, no verás en el fondo de todas las cosas más que la victoria poderosa y callada de lo que amas.

La inteligencia y la voluntad, como soldados victoriosos, deben acostumbrarse a vivir a expensas de lo que les hace la guerra. Deben aprender a alimentarse de lo desconocido que las domina. Acostumbrémonos a actuar como si todo nos estuviera sometido, pero conservando en nuestra alma un pensamiento encargado de someterse noblemente a las fuerzas que encontraremos. Es necesario que la mano crea que todo ha sido previsto; pero que una idea secreta, inviolable, incorruptible, no olvide jamás que todo lo grande es casi siempre imprevisto. Lo imprevisto, lo desconocido, son los que ejecutan lo que nosotros no nos habríamos atrevido a intentar; pero sólo vienen en nuestra ayuda si encuentran en el fondo de nuestro corazón un altar que les esté dedicado.

Muchas veces, en esas extrañas luchas entre el ser humano y el destino, no se trata de salvar la vida de nuestro cuerpo, sino la de nuestros sentimientos más bellos y la de nuestros mejores pensamientos. ¿Qué importan mis mejores pensamientos si ya no existo?, dicen unos; ¿qué queda de mí si, para conservar mi vida, debe morir en mi corazón y en mi espíritu todo lo que amo?, contestan otros. ¿Y no es a este dilema al que se reduce casi siempre toda la moral, la virtud y el heroísmo humanos?

domingo, 12 de junio de 2011


El Pensamiento y el Destino

De manera contundente, el Pensamiento puede ejercer una influencia sobre nuestro Destino. Con frecuencia se acepta que el destino dispone que muchos seres vivan oprimidos por sus semejantes o por los acontecimientos. Esto sucede a la mayor parte de las personas; a todos aquellos que no han aprendido a separar su destino exterior de su destino moral; a desarrollar una fuerza superior a las fuerzas instintivas. Pero junto a quienes son oprimidos por los demás o por los acontecimientos, existen seres que poseen una especie de fuerza interna a la cual se someten los demás y los acontecimientos que los rodean. Tienen conciencia de esta fuerza; y esta fuerza no es sino un sentimiento de sí mismo que ha sabido extenderse más allá de los límites de la conciencia habitual.

No se está en sí mismo, no se está a salvo de los caprichos del azar, no se es feliz ni fuerte más que dentro del recinto de la propia conciencia. Un ser engrandece en la medida en que aumenta su conciencia y su conciencia aumenta a medida que él engrandece. Lo mismo que el amor es insaciable de amor, toda conciencia es insaciable de extensión, de elevación moral, y toda elevación moral es insaciable de conciencia.

Por lo general, este sentimiento de sí mismo se entiende, limitadamente, al conocimiento de nuestros defectos y de nuestras cualidades. Pero conocerse a sí mismo no es sólo conocerse en la inacción o conocerse más o menos en lo presente y en lo pasado, sino conocerse también en lo porvenir. Tener conciencia de sí mismo es tener conciencia, hasta cierto punto, de su estrella o de su destino. Conocen una parte de su porvenir porque son ya una parte de ese porvenir. Tienen confianza en sí mismos porque desde hoy saben lo que los acontecimientos llegarán a ser en su alma. El acontecimiento en sí es el agua pura que nos vierte la fortuna y por sí mismo no tiene ni sabor, ni color, ni aroma. Es hermoso o triste, dulce o amargo, mortal o vivificador, según la calidad del alma que la recoge.

Se puede decir que a los seres humanos no les acontece sino lo que ellos quieren que les acontezca. Ciertamente, sólo tenemos una débil influencia sobre ciertos acontecimientos exteriores; pero tenemos una acción todopoderosa sobre lo que tales acontecimientos llegan a ser en nosotros mismos; es decir, sobre la parte espiritual que es la parte luminosa e inmortal de todo acontecimiento.  Hay miles de seres en quienes esta parte espiritual, que quisiera nacer de todo amor, de toda desgracia o de todo encuentro, no ha podido vivir un solo instante. Hay algunos otros en los que esa parte inmortal lo absorbe todo porque han encontrado un punto fijo desde el cual mandan a los destinos íntimos; y el destino verdadero es un destino íntimo.

Para la mayor parte de las personas, lo que ensombrece o ilumina su vida, es lo que sucede; pero la vida interior de otros se basta sola para iluminar todo lo que les ocurre. Si amas, no es este amor el que forma parte de tu destino; la conciencia de ti mismo, que habrás encontrado en el fondo de este amor, será la que modifique tu vida. Si te han traicionado, no es la traición lo que importa sino el perdón que haya hecho nacer en tu alma, y la naturaleza más o menos general, más o menos elevada, más o menos meditada de este perdón, será la que dirija tu existencia hacia el lado apacible y más claro del destino en que verás mejor que si te hubieran seguido siendo fieles. Pero si la traición no ha acrecentado la sencillez, la confianza más alta, la amplitud del amor, te habrán traicionado muy inútilmente y podrás decirte que no ha pasado nada.

Nada nos sucede que no sean de la misma naturaleza que nosotros mismos. Toda vivencia se presenta a nuestra alma bajo la forma de nuestros pensamientos habituales. Vayamos a donde vayamos sólo nos encontraremos a nosotros mismos en los caminos de la casualidad. Miente y las mentiras acudirán; ama, y el racimo de vivencias se estremecerá de amor. Todo guarda una señal interior, y si nuestra alma se vuelve más sabia por la tarde, la desgracia que ella misma apostó por la mañana se vuelve más sabia también.

Jamás ocurren grandes acontecimientos interiores a quienes nada han hecho para llamarlos; y sin embargo, el menor accidente de la vida lleva consigo la esencia de un gran acontecimiento. Llegamos a ser exactamente lo que descubrimos en las dichas y en las desgracias que nos advienen; y los caprichos más inesperados de la suerte se acostumbran a tomar la forma misma de nuestros pensamientos. Los vestidos, las armas y los adornos del destino se encuentran en nuestra vida interna.

A medida que vamos volviéndonos sabios nos libramos de algunos de nuestros destinos instintivos. En todo ser hay ciertos deseos de sabiduría que podría transformar en conciencia la mayor parte de los azares de la vida. Y lo que ha sido transformado en conciencia no pertenece ya a las potencias enemigas. Un sufrimiento que nuestra alma haya transformado en dulzura, en indulgencia o en pacientes sonrisas, es un sufrimiento que no volverá ya sin adornos espirituales; y una falta o un defecto que hayamos mirado frente a frente no pueden ya perjudicarnos ni perjudicar a los demás.

Existen relaciones incesantes entre el instinto y el destino; se sostienen mutuamente y rondan juntos en torno del ser descuidado; pero cualquier persona que sabe disminuir en sí misma la fuerza ciega del instinto, disminuye en torno suyo la fuerza del destino. Hay desgracias que la fatalidad no se atreve a emprender en presencia de una alma que la ha vencido.

Se trata de ejercer el pensamiento. Y hay convicciones que todo pensador puede adquirir. Entonces surge la luz pura que difunde un alma grande al hacerse más bella en el infortunio porque la bondad y el perdón dominan al porvenir. El pensamiento toma a la desgracia entre sus brazos para comunicarle su fuerza. Los que saben, no saben nada si no poseen la fuerza del amor, porque el verdadero sabio no es quien ve sino el que viendo más lejos ama con más intensidad. Ver sin amar es mirar en las tinieblas.