lunes, 20 de abril de 2009

El Silencio es útil. 2/2
Una creciente corriente de simpatía nos arrastra hacia cierto estimado amigo. Todas sus frases nos hacen gracia; todos sus gestos nos resultan amables; todas sus opiniones nos parecen acertadísimas. Este amigo solicita de nosotros, un día, cierto favor, o sugiere que nos interesemos en cierto negocio, o, simplemente, nos recomienda a un empleado de confianza. La corriente de simpatía nos arrastra, y, sin examinar otras motivaciones, sin analizar objetivamente los datos del asunto, precipitamos una decisión que más tarde puede ser un motivo de arrepentimiento. Cuidado una vez más: Hemos perdido nuestro equilibrio interior.

Hemos recibido una noticia grata que nos llena de gozo: el nacimiento del primer hijo; la próxima llegada de un pariente querido; el éxito de una combinación financiera o la feliz acogida del libro que acabamos de publicar. Nuestra satisfacción, nuestra alegría, explotan en diversas formas, y el optimismo y la generosidad se adueñan de nuestro ser hasta el punto de llevarnos a conceder ventajas irreflexivas a quien en aquel instante contrata con nosotros, o aplazamientos peligrosos al deudor moroso que en el mismo momento lo solicita. Si más tarde nos arrepentimos de todo ello, habrá sido, sencillamente, porque en aquel instante habíamos perdido nuestro equilibrio interior.

Podrían multiplicarse los ejemplos hasta el infinito; cada uno de ustedes los hallará muy fácilmente, con sólo examinar sus propias reacciones y las de los demás, en casos parecidos. En términos generales, y aparte otras causas, el equilibrio interior puede perderse por una contrariedad inesperada, una conversación imprudente, por dificultades imprevistas, por malas noticias, por un imperioso deseo por satisfacer, por una fuerte corriente de simpatía o por un especial estado de euforia.

El remedio inmediato y más simple para actuar con acierto en todos esos casos es éste: ganar tiempo; no tomar una resolución inmediata; aplazar toda decisión hasta que por la sucesión de otras impresiones la violencia de la primera haya pasado y nos permita estimarla en su verdadera magnitud. Y además, hacer todo lo posible por recibir las impresiones distintas de la primera antes de resolver definitivamente.

Cuando la impaciencia gana nuestro ánimo y la cólera tiende a subir hasta su más agudo diapasón, es indispensable hacer todos los esfuerzos necesarios para guardar silencio, un silencio completo durante algunos instantes, que nos devolverá el dominio sobre nosotros mismos.

Si en el trabajo se multiplican las dificultades de un modo imprevisto, es necesario entregarse a otras ocupaciones menos arduas antes de decidir ninguna cosa. A las pocas horas, al día siguiente, a los pocos días, la solución aparecerá nítidamente en la mente, y el trabajo que parecía insuperable se encontrará muchísimo más fácil y llevadero. Si la carta nos ha producido una turbación de ánimo, es necesario dejarla sin respuesta hasta el día siguiente, cuando menos, o hasta la fecha en que su lectura no causa en el ánimo más impresión que la automáticamente normal. Por muy potente que el deseo sea, imponemos un aplazamiento. Tal vez al día siguiente, quizás a los dos días, lo que excitaba tan extraordinariamente el deseo de una realización inmediata a cualquier precio se convierte en uno de tantos caprichos, cuya consecución pueda llevarse a cabo en condiciones normales. Antes de responder a la petición del amigo demasiado simpático, aléjense de él por unas horas o por unos días, con cualquier pretexto; dejen reposar la simpatía que los arrastra; tal vez se halla turbada por un ardor exagerado; cuando este ardor se calme, aparecerá limpia y clara el agua transparente de la amistad serena y fuerte.

¿Por qué razón concedemos una importancia tan considerable a ese silencio de palabra y acción?

En primer lugar, porque supone una detección o una paralización voluntaria en nuestra acción, que ya es por sí misma un principio de dominio sobre nosotros mismos. En segundo término, porque esa paralización nos concede un plazo precioso durante el cual la fiebre de la emoción debe bajar necesariamente, produciendo en el alma un efecto sedante precursor del aplomo. En tercer lugar, porque, según los diferentes casos, ese plazo, más o menos largo, permite reflexionar, y la reflexión juega un papel principal en el dominio de sí mismo.

Cuando el silencio, la paralización voluntaria de la acción, consiguen restablecer nuestro equilibrio interior, las proporciones desmesuradas de las cosas que la imaginación había venido agrandando quedan reducidas a su verdadera medida, los valores se restablecen y el juicio se aclara. Para ver claramente las cosas es necesario contemplarlas a través del cristal de la verdad objetiva y no a través del prisma de la pasión o de la imaginación, que necesariamente, las deforma.

Para observar este silencio de palabra y de acción no es necesario vencer muchas dificultades: basta para ello un pequeño esfuerzo de voluntad, y, en todo caso, un ligerísimo entrenamiento. Dilatar la respuesta de una carta o dejar para más tarde la adopción de una decisión cualquiera son actos que, verdaderamente, no requieren un gasto grande de energía. Permanecer callado, por breves instantes, sin responder a la frase impertinente o molesta que nos acaban de dirigir, tal vez requiera un esfuerzo mayor, pero posible.

lunes, 6 de abril de 2009

El Silencio es útil. 1/2

La primera condición que debe observarse rigurosamente para adquirir el dominio de sí mismo es la de guardar silencio en el momento oportuno. No se trata de convertirse en una persona taciturna, ni mucho menos de adoptar un aire melancólico cuando se encuentra uno en sociedad. Quien se comporte así, en lugar de caminar hacia el éxito, se encontrará muy pronto con la desagradable sorpresa de que todo el mundo le vuelve la espalda.

El silencio útil, el realmente recomendable, se practica de modo transitorio y en casos determinados. No por observarlo cuando sea preciso deben ser menos amables, menos cordiales, menos afables con quienes les rodean. Este silencio debe entenderse en un sentido muy amplio; es preciso observarlo no sólo permaneciendo sin pronunciar ni una sola palabra, sino tratando de detener momentáneamente una parte de la actividad espiritual interior. Debe durar todo el tiempo que sea necesario para reencontrar otra vez el equilibrio moral.

Debe utilizarse la siguiente regla para saber utilizar el silencio en todas las ocasiones en que sea preciso conservar el control absoluto sobre sí mismo. Siempre que se sientan agitados por una emoción intensa, guarden silencio, no hablen, no escriban nada, no tomen ninguna decisión; en una palabra, suspendan provisionalmente todos los actos que pudieran resultar influidos por su emoción.

Quien no sea capaz de observar esta regla no logrará jamás dominar sus primeras impresiones, y se convertirá, por consiguiente, sin esperanza de mejoramiento, en el juguete de sus impulsos y de sus caprichos. Si graban esta regla en su memoria, si la leen y la vuelven a leer, si meditan sobre ella hasta conseguir que no se borre de su mente, obtendrán inmejorables resultados.

¿Qué debemos entender por “emoción intensa”? Esa frase comprende todo aquello que nos hace perder el equilibrio interior. Una contrariedad inesperada desencadena en nosotros, de repente, una tempestad de mal humor. La ira se apodera de nuestro ánimo. Estamos en nuestra casa: al empujar un mueble, derribamos un costo jarrón, que se hace trizas; al sentarnos con furia ante la mesa de trabajo revolvemos papeles cuidadosamente clasificados, carpetas de documentos o escritos cuyo orden nos convenía conservar; si a la hora de la comida nos sirven un plato mal sazonado estallamos en gritos de indignación o nos dejamos arrastrar por una crisis de agudo pesimismo... La impaciencia, el mal humor, la indignación se han apoderado de nosotros: hemos perdido nuestro equilibrio interior.

Acabamos de recibir el choque de unas frases desagradables que por desacierto o por malevolencia nos ha dirigido la persona que hablaba con nosotros; nos sentimos víctimas de una grosería o de una falta de educación; nos creemos vejados o humillados, y sentimos la necesidad de responder con una frase rápida al interlocutor molesto o inoportuno... Pero la cólera palpita en nuestros labios: hemos perdido nuestro equilibrio interior.

En nuestro trabajo cotidiano surgen de pronto dificultades imprevistas. Esto nos causa una contrariedad, y nuestra imaginación, puesta al servicio de la dificultad surgida, la multiplica por ciento o por mil, aumentando cada vez más su importancia hasta presentárnosla como insuperable. El desequilibrio nervioso que nos produce este crescendo imaginativo nos enerva y nos gana de tal suerte, que estamos dispuestos a renunciar a los proyectos que anteriormente habíamos encontrado dignos de estimación...

¿Qué ha sucedido? Esto: nada más hemos perdido nuestro equilibrio interior.

Acabamos de recibir una carta que nos trae malas noticias. Se trata de un negocio en el que habíamos puesto todas nuestras esperanzas, y que de pronto se ha torcido, o de una persona querida que se halla gravemente enferma, o de un amigo que nos ha hecho una mala jugada. Nuestra imaginación pone en juego todos sus recursos para amplificar los acontecimientos, y, arrastrados por ella, ennegrecemos en seguida el cuadro: el simple contratiempo en el negocio se transforma en una catástrofe financiera; la enfermedad; grave, pero a la vez pasajera, es mortal de necesidad; la mala jugada se convierte en altísima traición... ¿A qué aturdirse antes de examinar la situación con pleno conocimiento de causa? La causa es evidente: hemos perdido nuestro equilibrio interior.

Tenemos el deseo de adquirir un objeto cualquiera, cuya posesión nos causa una ilusión inmensa. Pero es un objeto caro y su costo rebasa nuestras posibilidades actuales. La más elemental prudencia nos aconsejaría aplazar para ocasión más propicia la compra placentera, pero, ¡cuidado! Hemos perdido nuestro equilibrio interior.