lunes, 18 de diciembre de 2006

Felicidad Interior: Juez de nuestros actos

Quien ejerce el amor, pese a las desdichas, las injusticias y los desengaños, sigue siendo amante, tierno y dulce en sus lágrimas; y esto hace ser más feliz que el ser duro, egoísta y rencoroso en sus sonrisas. Triste es amar sin ser amado, pero más triste es todavía no amar de ningún modo.

Quien sufre injustamente se crea en el sufrimiento un horizonte que se extiende hasta tocar los goces del espíritu superior. La injusticia que cometemos no tarda en reducirnos a los pequeños placeres materiales, y a medida que los disfrutamos, envidiamos de nuestra víctima la facultad de disfrutar cada vez más vivamente de todo lo que no podemos quitarle, de todo lo que no podemos alcanzar, de todo lo que no toca directamente a la materia. Un acto de injusticia abre para la víctima de par en par la puerta misma que el verdugo se cierra sobre su alma; y la persona que sufre entonces, respira un aire más puro que la persona que hace sufrir. Hay cien veces más claridad en el fondo del corazón de los que son perseguidos que en el fondo del corazón de los que persiguen. ¿Y acaso no depende toda la salud de la dicha, de cierta claridad que tenemos en nosotros?. El ser humano que imparte el dolor apaga en sí mismo más felicidad de la que puede extinguir en aquel a quien abruma.

Nuestro instinto de la felicidad no ignora que es imposible que quien tiene razón moralmente no sea más dichoso que quien hace mal, aunque lo haga desde lo alto de un trono. No se respira con más libertad en la inconciencia que en la conciencia del mal. Por el contrario: quien sabe que hace el mal desea a veces evadirse de su prisión; el otro muere dentro de ella, sin haber gozado siquiera con el pensamiento de todo lo que rodea los muros que le ocultan tristemente el verdadero destino de la especie.

Fuera del ser humano no hay justicia; pero en el ser humano jamás se comete injusticia. El cuerpo puede disfrutar de placeres mal habidos, pero el alma no conoce más satisfacciones que las que su virtud ha merecido. Nuestra felicidad interior está pesada por un juez interior al que nada puede corromper; porque tratar de corromperlo es quitarle algo más todavía a las últimas dichas verdaderas que iba a depositar en el platillo luminoso de la balanza.

Sólo debería hablarse de injusticia cuando un acto proporcione al agresor una felicidad interior, una paz, una elevación de pensamiento y de hábito análogas a las que la virtud, la meditación y el amor otorgan a los justos. Es verdad que se puede experimentar cierta satisfacción intelectual en hacer el mal. Pero el mal que se hace restringe por fuerza el pensamiento y lo reduce a cosas personales y efímeras. Cometiendo un acto injusto, demostramos que no hemos alcanzado aún la felicidad que la persona puede alcanzar. En última instancia, hay en el mal mismo cierta paz, cierta expansión de su ser que persigue el malvado. Puede creerse dichoso en la alegría que en él encuentra.

La felicidad que sacamos de lo que creemos, es decir, la certidumbre de la vida, la paz y la confianza de la existencia interior, el asentimiento, no resignado, sino activo, interrogador y filial a la leyes de la naturaleza, ¿no depende más de la manera con que se cree, que de lo que se cree?. Yo seré más feliz que ustedes y mi certidumbre será más grande, más profunda y más noble que su fe, si ha interrogado más íntimamente a mi alma, si ha explorado un horizonte más extenso, si ha amado mayor número de cosas. Creer, no creer, eso carece de importancia; lo que la tiene es la lealtad, la extensión, el desinterés y la profundidad de las razones por las que se cree o por las que no se cree.

Tales razones no se eligen; se merecen como recompensas. Las que escogemos no son sino esclavas compradas al azar, no se apegan a nada. Pero las que hemos merecido, alimentan nuestros pasos, pensativas y fieles. No se hacen entrar esas razones en una alma; es necesario que hayan vivido en ella durante mucho tiempo; es precioso que hayan pasado en ella su infancia, que en ella se hayan alimentado de todos nuestros pensamientos, de todas nuestras acciones; que encuentren en ella los mil recuerdos de una vida de sinceridad y de amor. A medida que crecen, a medida que se ensancha el horizonte de nuestra alma, se ensancha igualmente el horizonte de la felicidad; porque el espacio que ocupan nuestros sentimientos y nuestros pensamientos es el único en donde puede moverse nuestra felicidad.

Ese espacio se restringe todos los días en el mal, porque los pensamientos y los sentimientos se restringen en él. Pero el ser humano que se ha elevado un poco no hace ya el mal, porque no hay mal que no nazca de algún pensamiento estrecho o de un sentimiento mediocre. No hace ya el mal porque en sus pensamientos se han vuelto más altos y más puros, y sus pensamientos se vuelven más puros también porque no pueden hacer ya el mal.

La maldad debe pedir a veces un rayo de luz a la bondad a fin de iluminar su triunfo. ¿Podrá el humano sonreír en el odio sin buscar su sonrisa en el amor?. Pero tal sonrisa será muy efímera. Es esto no hay justicia interior. El individuo que va a rebuscar su felicidad en el mal, afirma con esto mismo que no es tan feliz. Sin embargo, persigue el mismo fin que el justo. Busca la felicidad.

Hacemos mal en querer una justicia exterior, puesto que no la hay. La que está en nosotros debe bastarnos. Todo se pesa y se juzga sin cesar dentro de nuestro ser. Nos juzgamos a nosotros mismos, o más bien nuestra felicidad nos juzga.

lunes, 4 de diciembre de 2006

La Justicia nacida de la Verdad

En este mundo, el mal se acarrea su castigo con más seguridad de que la virtud vea su recompensa. El crimen tiene la costumbre de castigarse a sí mismo en medio de grandes voces, mientras que la virtud se recompensa en el silencio, el jardín cerrado de su felicidad. El mal trae catástrofes ruidosas, pero un acto de virtud es sólo un sacrificio mudo a las leyes más profundas de la existencia humana.

Habrá siempre algunas víctimas de una injusticia irremediable, y si ésta nos entristece, nos enseña también, al menos, a agregar a una sabiduría más real, más humana y más altiva, lo que quitamos a una sabiduría demasiado mística.

No llegamos a ser verdaderamente justos sino desde el día en que nos vemos reducidos a buscar en nosotros mismos el modelo de la justicia. La injusticia del destino vuelve a colocar al ser humano en su lugar, en su naturaleza. Pero no creo que el desaliento moral deba nacer de tales desengaños. Una verdad, por desalentadora que parezca, transforma el valor de quienes saben aceptarla. En todo caso, una verdad desalentadora, por el hecho mismo de ser una verdad, vale más que la mentira más hermosa que aliente. Pero no hay verdad desalentadora; hay, por el contrario, valores que no son verdaderos. Lo que quebranta a los débiles es lo que vigoriza a los fuertes.

No siempre es fácil sonreír a la llegada de las vivencias sombrías, pero es posible hallar en la vida algo que no nos domine sin entristecernos. A medida que el pensamiento y el corazón se ensanchan, hablan con menos frecuencia de injusticia. En este mundo todo está bien con relación a nosotros, puesto que somos los frutos de este mundo.

Han llegado los tiempos en que el ser humano necesita aprender a colocar en otro sitio que no sea en sí mismo, el centro de su orgullo y de sus alegrías. Mientras se abren nuestros ojos, nos sentimos dominados por una fuerza cada vez más enorme, pero al mismo tiempo adquirimos la certidumbre cada vez más íntima de formar parte de esa fuerza, y hasta cuando nos hiere, podemos admirarla.

Después de la conciencia de nuestro poder, uno de los privilegios más altos del ser humano es adquirir el conocimiento de su impotencia, por lo menos como individuo. De la desproporción misma entre el infinito que nos mata, y esa insignificancia que somos, nace el sentimiento de cierta grandeza en nosotros: nos gusta más ser destruidos por una montaña que por un ladrillo; en la guerra, preferimos sucumbir en una lucha contra mil y no contra uno. La inteligencia, al mostrarnos la inmensidad de nuestra impotencia, nos quita el dolor de nuestra derrota.

Hay momentos en los cuales lo que nos vence parece tocarnos de más cerca que la parte misma de nosotros que sucumbe. Nada muda más fácilmente de casa que el amor propio, porque un instinto nos advierte que nada nos pertenece menos que él.

Si la naturaleza se volviera menos indiferente, no nos parecería ya bastante vasta. Nuestro sentimiento de lo infinito necesita de todo su infinito, de toda su indiferencia, para moverse a sus anchas, y hay algo en nuestra alma que preferirá siempre llorar en un mundo de límites, a ser constantemente feliz en un mundo estrecho. Ninguna grandeza, ya esté en la naturaleza o en el fondo de su corazón, se pierde para el sabio.

martes, 7 de noviembre de 2006

La Razón, hija del Corazón

Uno de los deberes de la sabiduría es darse una cuenta lo más exacta y humildemente posible del lugar que el ser humano ocupa en el universo. El punto central de la sabiduría humana es obrar como si todo acto produjera un fruto extraordinario y eterno, y saber, sin embargo, cuán poca cosa es un acto justo frente al universo.

No es prudente imaginarse que el corazón crea por mucho tiempo en cosas en las que la razón no crea ya. Pero la razón puede creer en cosas que se encuentran en el corazón. Aún acaba por refugiarse dentro de él más y más sencillamente cada vez. La razón es respecto al corazón como una hija perspicaz, pero demasiado joven, que necesita a menudo de los consejos de su madre, sonriente y ciega.

La mayor parte de las potencias interiores están sometidas ante la persona de bien, y casi todas las dichas y las desgracias de los seres humanos provienen de las potencias interiores. Lo que denominamos en nosotros, lo denominamos al mismo tiempo en cuantos se nos acercan. Por lo tanto, los sufrimientos morales que nos alcanzan no dependen ya de los demás. Su malicia no puede hacernos llorar más que en las regiones de las cuales no hemos perdido aún el deseo de hacer llorar a nuestros enemigos. Si los dardos de la envidia nos hacen sangrar todavía es porque podríamos haber lanzado esos mismos dardos, y si una traición nos arranca lágrimas, es porque tenemos todavía en nosotros la potencia de traicionar. Sólo se puede herir al alma con las armas ofensivas que no ha arrojado aún a la gran hoguera del amor.

El justo no puede prometerse más que una cosa: que su destino lo alcanzará en un acto de caridad o de justicia; es decir, en estado de dicha interior. Lo que es tanto como cerrar todas las fuerzas a los malos destinos interiores, y la mayor parte de las puertas a los azares de fuera.

A medida que se eleva nuestra idea del deber y de la felicidad, el imperio del sufrimiento moral se purifica. Nuestra felicidad depende de nuestra libertad interior. Esta libertad aumenta cuando hacemos el bien, y disminuye cuando hacemos el mal.

Por imperfecta que sea nuestra idea del bien, en cuanto la abandonamos un momento, nos entregamos a las fuerzas malévolas de fuera. Una simple mentira para mí mismo, sepultada en el silencio de mi corazón, puede causar a mi libertad interior un daño tan funesto como una traición en la plaza pública. Y en cuanto mi libertad interior ha sido herida, el destino se acerca a mi libertad exterior como una fiera se acerca con pasos lentos a su presa que ha acechado durante mucho tiempo.

lunes, 23 de octubre de 2006

La Moral Verdadera

El deber por excelencia no es llorar con todos los que lloran, ni sufrir con todos los que sufren, ni tender el corazón a los que pasan para que lo hieran o para que lo acaricien. Las lágrimas, los sufrimientos, las heridas nos son saludables mientras no desaniman nuestra vida. Sea cual sea nuestra misión en esta tierra; sea cual sea el fin de nuestros esfuerzos y de nuestras esperanzas, el resultado de nuestros dolores y de nuestras alegrías, somos depositarios ciegos de la vida. He aquí la única cosa absolutamente cierta, el único punto fijo de la moral humana. Se nos ha dado la vida, no sabemos para qué; pero parece evidente que no es para debilitarla ni para perderla. Representamos en este planeta una forma muy especial de vida; la vida del pensamiento, la vida de los sentimientos, y de ahí que todo lo que tiende a disminuir la viveza del pensamiento, el ardor de los sentimientos, es probablemente inmoral.

Aumentemos nuestra confianza en la grandeza, en la potencia y en el destino del ser humano. Encontremos una razón para admirar y exaltemos nuestra conciencia de lo infinito. Todo lo que vemos hermoso en lo que nos rodea es ya hermoso en nuestro corazón; cuanto encontramos adorable y grande en nosotros mismos, lo hallamos también en los demás. La moral verdadera debe nacer del amor consciente e infinito. La gran caridad es el ennoblecimiento.

Todo pensamiento que engrandece mi corazón, aumenta en mí el amor y el respeto para los seres humanos. Amemos siempre desde el punto más alto que podamos alcanzar. No amemos por compasión cuando podemos amar por amor; no perdonemos por bondad, cuando podemos perdonar por justicia; no enseñemos a consolar cuando podemos enseñar a respetar. Cuidemos de mejorar sin descanso la calidad del amor que damos a los demás.

Mientras más abandonada se siente una persona, más encuentra la fuerza propia del humano. Lo que nos inquieta en las grandes injusticias es la negación de una alta ley moral. Pero mientras más convencidos estamos de que el destino no es justo, más ensanchamos y purificamos ante nosotros los campos de una moral mejor. No nos imaginemos que las bases de la virtud se derrumban porque Dios nos parece injusto.

Sólo aquellos que ignoran lo que es el bien, piden un salario por el bien. Un acto de virtud es siempre un acto de felicidad. Es siempre la flor de una vida interior dichosa y satisfactoria. Supone siempre horas y largos días de reposo en las montañas más apacibles de nuestra alma. Ninguna recompensa posterior valdría la tranquila recompensa que la ha precedido.

Se sabe, en general, por qué se hace el mal; pero mientras menos exactamente se sepa por qué se hace el bien, más puro es el bien que se hace. Y no se obra bien de veras sino cuando se obra bien para uno mismo, sin más testigo que el propio corazón.

lunes, 9 de octubre de 2006

El Deber del Alma: la Felicidad Individual.

La resignación es buena ante los hechos generales e inevitables de la vida, pero en todos los casos en que la lucha es posible, la resignación sólo es ignorancia, impotencia o pereza disfrazadas. Lo mismo ocurre con el sacrificio, que muy a menudo no es más que el brazo debilitado que la resignación agita todavía en el vacío. Es hermoso saber sacrificarse con sencillez, cuando el sacrificio viene a nuestro encuentro y trae una felicidad verdadera para los demás seres; pero no es ni sabio ni útil consagrar la vida a la búsqueda del sacrificio, y considerar esa busca como el más bello triunfo del espíritu sobre la carne. Se concede comúnmente una importancia demasiado grande a los triunfos del espíritu sobre la carne; y esos supuestos triunfos son, frecuentemente, derrotas totales de la vida.

La belleza de un alma se encuentra en su conciencia, en la elevación y la potencia de su vida. Hay almas que sólo sienten que viven en el sacrificio; pero son almas que no tienen el valor o la fuerza de ir en busca de otra vida moral. Es mucho más fácil sacrificarse; es decir, abandonar la vida moral en provecho de quien quiera tomarla, que cumplir el destino moral y llenar hasta lo último la tarea para la cual nos había creado la naturaleza. Es, en general, mucho más fácil morir moralmente y aun físicamente para los demás, que aprender a vivir para ellos. Demasiados seres adormecen así toda iniciativa, toda existencia personal en la idea de que están siempre dispuestos a sacrificarse. Una conciencia que no va más allá de la idea del sacrificio y cree no tener ya cuentas pendientes consigo misma, porque busca sin cesar la ocasión de dar lo que tiene, es una conciencia que ha cerrado los ojos y se ha dormido al pie de la montaña.

No es por el sacrifico sino por su fuerza, por su alegría, por la potencia de su vida, que será para ellos un renuevo de vigor y algo como la flecha en manos del gigante. Lo mismo sucede con todas las demás relaciones verdaderas. Las personas se ayudan entre sí por sus alegrías y no por sus tristezas. No son creadas para que se mate la una a la otra, sino a fin de fortificarse la una por la otra.

Aprendan a amarse ampliamente, sanamente, sabiamente y completamente. Es cosa menos fácil de lo que se cree. El egoísmo de una alma clarividente y fuerte es más eficazmente caritativo que toda la abnegación de una alma ciega y débil. Antes de existir para los demás, importa que existan para ustedes mismos; antes de darse necesitan adquirirse. La adquisición de una partícula de nuestra conciencia importa mil veces más, al final de cuentas, que el don de nuestra conciencia entera.

Cualquier alma, en su esfera, tiene los mismos deberes para consigo misma que el alma de los más grandes. El deber capital de nuestra alma es ser tan completa, tan feliz, tan independiente, tan grande como sea posible. No se trata en esto de egoísmo ni de orgullo. No se llega a ser eficazmente generoso; no se llega a ser de verdad humilde sino hasta que se tiene de sí mismo un sentimiento claro, confiado y pacífico. El sacrificio no debe ser un medio de ennoblecerse, sino la señal de un ennoblecimiento.

Cuando sea necesario, sepamos ofrecer nuestras riquezas, nuestro tiempo, nuestra vida; he aquí el don excepcional de algunas horas excepcionales. Pero el pensador no está obligado a descuidar su felicidad y cuanto rodea su existencia, para prepararse tan sólo a pasar, con más o menos heroísmo, una o dos horas excepcionales. En moral hay que consagrarse ante todo a los deberes que se presentan todos los días, a los actos fraternales que no se agotan. Desde este punto de vista, en la marcha común de la vida, la única cosa de la cual podamos ofrecer una parte que renace sin cesar, a las almas felices o desgraciadas de los que avanzan a nuestro lado por los mismos caminos, es la fuerza, la confianza, la independencia sosegada de nuestra alma. Por eso está obligado el más humilde de los hombres a sostener y engrandecer su alma.

No es sacrificándose como llega el alma a ser más grande. El sacrificio es una hermosa señal de inquietud, pero no hay que cultivar la inquietud para ella misma. Toda alma, en su medio, es guardiana de un faro más o menos necesario. La fuerza inmaterial que luce en nuestro corazón debe brillar ante todo para ella misma. Sólo a este precio brillará para los demás. Por pequeña que sea su lámpara, no entreguen jamás el aceite que la alimenta, sino la llama que la corona.

El altruismo es el centro de gravedad de las almas nobles; pero las almas débiles se pierden en las otras, en tanto que las fuertes se encuentran. Lo que vale más que amar a su prójimo como a sí mismo, es amarse a sí mismo en él. Hay una bondad que agota y otra que alimenta. En el comercio de las almas, no son las que creen dar siempre, las generosas. Una alma fuerte toma sin cesar, aun a las más ricas; pero hay una manera de dar que no es sino avidez que ha perdido su valor. Tomando es como se da, y dando, como se quita.

martes, 26 de septiembre de 2006

El Pensamiento traducido en Acción.

Un humilde pensamiento que liga una mirada satisfecha, un acto de bondad cotidiana o el más tranquilo, el más modesto de los minutos felices, o algo hermoso, estable y eterno, es más meritorio e infinitamente más difícil de arrancar a los misterios de la vida, que una grande y sombría meditación que liga un dolor, un amor, una desesperación, a la muerte, al destino o a las potencias indiferentes que rodean nuestra existencia. Es necesario mirar tranquilamente las mismas fuerzas, aceptarlas e interrogarlas con calma, en lugar de maldecirlas y de buscar en ellas motivos de pavor.

Hay, en el más pequeño pensamiento consolador, una fuerza que jamás se encuentra en la queja más grande, en la más hermosa idea melancólica. Una gran idea, profunda y triste, es energía que alumbra los muros de su prisión consumiendo sus alas en las tinieblas; pero el más tímido pensamiento de confianza, de alegre sumisión a leyes inevitables, es ya una acción que busca un punto de apoyo para levantar al fin su vuelo en la existencia. Un amplio y desinteresado pensamiento es cosa excelente, pero la realidad no comienza sino en la acción. Lo que propiamente hablando constituye todo nuestro destino, son aquellos pensamientos nuestros que han tenido la fuerza, o cedido, al fin, a la necesidad de transformarse en hechos, en gestos, en sentimientos, en hábitos.

Lo mismo sucede en nuestra vida moral. Los pensamientos que no han entrado en la realidad, no han sido del todo vanos; han empujado o sostenido a los demás; pero éstos son los únicos que han cumplido su misión hasta el fin. Tengamos siempre, bajo nuestras órdenes, delante de las filas compactas de nuestras ideas confusas y entristecidas, un grupo de pensamientos más confiados, más humanos, más sencillos y listos para penetrar audazmente en la vida.

Un pensamiento puede, hasta mi muerte, dejarme en el mismo lugar del universo; pero una acción me hará avanzar o retroceder una fila en la jerarquía de los seres. Un pensamiento es una fuerza aislada, errante y pasajera, que se adelanta hoy y que tal vez no vuelva a ver mañana; pero una acción supone un ejército permanente de ideas y de deseos, que ha sabido conquistar, después de largos esfuerzos, un punto de apoyo en la realidad.

El destino, comprendido como el camino que conduce a la muerte, apenas respeta la virtud; nos obliga a elegir entre la justificación y la sentencia del azar.

¿Qué importa que el cumplimiento del deber sea resultado del instinto o de la inteligencia?. Los gestos del instinto, como los gestos del niño, tienen comúnmente una belleza algo vaga, cándida, inesperada, que nos conmueve más; pero los de la buena voluntad reflexiva ¿no poseen una belleza más seria y más firme?. A pocos corazones les es dado el ser ingenuamente admirables.

La virtud suprema está en saber lo que hay que hacer, y aprender a escoger a qué se le puede dar la vida. Lo que cada uno de nosotros cree que es su deber, no es su deber sino provisionalmente. El primero de todos nuestros deberes es aclarar nuestra idea del deber.

martes, 12 de septiembre de 2006

El reto de la Felicidad


Un alma cualquiera no puede sostener la felicidad. Existe el valor de la felicidad, como hay el valor de la desgracia. Acaso se necesite más fuerza para seguir siendo feliz que para seguir siendo desgraciado, porque la espera de lo que aún no se tiene da más alegría al corazón que no es sabio que la plena posesión de todo lo que había deseado. Desde la cima de una felicidad permanente es de donde se ven mejor los deseos de ese corazón que parece no poder alimentarse más que de temor o de esperanza y al que tanto trabajo cuesta alimentarse con lo que tiene, no obstante que lo tiene todo.

Con frecuencia se ve a seres fuertes y llenos de prudencia moral vencidos por la felicidad. No encontrando en ella todo lo que en ella buscaban, no la defienden ni la retienen con la energía que se necesitaría desplegar siempre en la vida. ¡Ah, qué sabio se necesita ser para no asombrarse ya de que la felicidad traiga también tristeza y para que esta tristeza no nos incline a creer que no poseemos aún la felicidad verdadera!. Lo mejor que se encuentra en la felicidad es la certidumbre de que no es algo que embriaga, sino que hace reflexionar. Es más accesible y se hace menos extraña una vez que se ha aprendido que el único don que deja al alma que sabe aprovecharse de ella, es un ensanchamiento de conciencia que no habría encontrado en otra parte. Es más importante para el alma humana conocer el valor de una felicidad que disfrutar de ella. Es necesario saber muchas cosas para amar por largo tiempo a la felicidad; es indispensable saber muchas más todavía para convencerse de que en el seno de una dicha sin nubes la parte fija y estimable de toda felicidad se encuentra sólo en esa dureza que, muy en el fondo de nuestra conciencia, podría hacernos felices aún en el seno de la desgracia misma. No pueden llamarse felices sino cuando la felicidad les ha ayudado a trepar hasta alturas desde donde pueden perderla de vista, sin perder al mismo tiempo, su deseo de vivir.

El horizonte de la desgracia, contemplado desde lo alto de un pensamiento que no es ya instintivo, egoísta, mediocre, no difiere de manera sensible del horizonte de la misma naturaleza pero de otro origen. Una tempestad no debilita la vida de nuestra alma, como tampoco la debilita un día hermoso y tranquilo. Lo que la debilita es quedarse día y noche en el cuarto de nuestros mezquinos pensamientos sin generosidad, sin ardor, sin gravedad, cuando el océano ilumina el cielo en torno de nuestra morada.

Pero acaso hay una diferencia entre el pensador y el sabio: el pensador se entristece nada más sobre las cimas a las que ha subido, en tanto que el sabio trata de sonreír allí de buena fe y de manera tan natural y tan humana, que el más humilde de sus hermanos puede recoger y comprender esa sonrisa. El pensador abre el camino “que va de lo que se ve a lo que no se ve”; pero el sabio abre la vía que conduce de lo que se ama a lo que se amará, y los senderos que suben desde lo que no nos consuela ya a los que pueden consolarnos todavía mucho tiempo. Es necesario tener pensamientos vivientes y audaces. ¿Qué es un pensamiento que no trae ninguna confortación?.

Es más fácil afligirse y quedarse en la aflicción, que dar, en el acto, el paso que el tiempo acaba siempre por obligarnos a dar más allá de esa aflicción. Más fácil es parecer profundo en la desconfianza y en las tinieblas, que en la confianza y en la honrada claridad en la cual deben vivir los seres humanos.

¿Quién de nosotros no encuentra, sin buscarlas, mil y un razones de por qué no se es feliz?. Es útil, sin duda, que el sabio nos indique las más altas, porque las razones muy altas están muy cerca de transformarse en razones para ser feliz. Es necesario ser feliz para hacer felices a otros; es necesario hacer felices a otros para seguir siendo feliz. Tratemos primero de sonreír para que nuestros hermanos aprendan a sonreír, y luego sonreiremos mucho más realmente al verlos sonreír.


lunes, 28 de agosto de 2006

La Sabiduría de la mano de la Felicidad

Desconfiemos siempre de la sabiduría y de la felicidad fundadas en el desprecio de alguna cosa. El desprecio y el renunciamiento nos abren el asilo de los ancianos y de los débiles. Pero en tanto que el desprecio o el renunciamiento deban tomar la palabra o agitar un pensamiento amargo en nuestro corazón, la alegría que ya no queremos nos es todavía necesaria.

Evitemos introducir en nuestra alma ciertos parásitos de las virtudes. Y la renunciación es a menudo un parásito. Aunque no la debilite, inquieta nuestra vida interior. Cuando el desprecio o la renunciación entran en nuestra alma, todas sus potencias y virtudes abandonan su tarea para reunirse en torno al huésped que les trae el orgullo. Porque la felicidad del renunciamiento nace casi siempre del orgullo. Sin embargo, si hay empeño en renunciar a alguna cosa, conviene renunciar ante todo a las felicidades del orgullo, que son las más engañosas y las más vacías.

El sabio no está hecho para ser desgraciado, y es más glorioso y más humano también; no dejar de ser sabio permaneciendo feliz. El fin supremo de la sabiduría es precisamente encontrar el punto fijo de la felicidad en la vida. Pero buscar ese punto fijo en la renunciación y en el adiós a la alegría, es ir a buscarlo tontamente en la muerte. La sabiduría es la esposa respetada de nuestras pasiones, nuestros sentimientos, de todos nuestros pensamientos y todos nuestros deseos.

No es renunciando a felicidades que nos rodean como llegaremos a ser sabios. Llegando a ser sabios es como renunciaremos sin saberlo a las felicidades que no se elevan hasta nosotros. La sabiduría camina más de prisa en la felicidad que en la desgracia. Las lecciones de la desgracia sólo ilustran una parte de la moral, y la persona que es sabia porque ha sido desgraciada, se parece al ser que ha amado sin que le amasen. Ignorará siempre en la sabiduría lo que el otro ignorará en un amor al que el amor no respondió jamás.

La felicidad es más y menos envidiable porque es cosa muy distinta de lo que piensan los que no han sido completamente felices. Estar alegre, no es ser feliz, y ser feliz no es siempre estar alegre. No hay más que las pequeñas felicidades de un instante que sonríen y que cierran los ojos en el tiempo que tardan en sonreír. Pero, llegado a cierta altura, la felicidad permanente es tan grave como una noble tristeza.

Los pensadores que conocieron la felicidad aprendieron a amar la sabiduría mucho más íntimamente que los que fueron desgraciados. Hay una gran diferencia entre la sabiduría que crece en la desgracia y la que se desarrolla en la felicidad. La primera consuela hablando de la felicidad; pero la segunda no habla más que de ella misma. Al extremo de la sabiduría del desgraciado está la esperanza de la felicidad; al extremo de la del ser humano feliz, no hay más que la sabiduría. Si el fin de la sabiduría es encontrar la felicidad, sólo a fuerza de ser feliz se acaba por saber que ese fin no se encuentra sino en ella.

martes, 15 de agosto de 2006

Principios de la Felicidad

Somos más injustos que el destino mismo cuando lo juzgamos. No vemos más que la desgracia del sabio porque todos sabemos lo que es la desgracia; pero no vemos su felicidad porque hay que ser tan sabio como el sabio y tan justo como el justo para reconocer su felicidad. No se tiene más que la felicidad que se puede comprender. Hay muchas más tierras desconocidas en la felicidad que en la desgracia. La desgracia tiene siempre la misma voz, pero la felicidad es menos ruidosa a medida que va siendo más profunda.

No hay nada más justo que la felicidad; nada que tome más fielmente la forma de nuestra alma; nada que llene más exactamente los lugares que la sabiduría le ha abierto. Pero no hay todavía nada que carezca tanto de voz como ella. El ángel del dolor habla todas las lenguas y conoce todas las palabras; pero el ángel de la felicidad no abre la boca sino cuando puede hablar de una felicidad que hasta el salvaje es capaz de comprender. Hablar de la felicidad, ¿no es enseñarla un poco?. Pronunciar su nombre cada día, ¿no es llamarla?. ¿Y no es uno de los hermosos deberes, de los que son felices, enseñar a otros a ser felices?. Es indudable que se aprende a ser feliz y nada se enseña más fácilmente que la felicidad.

La sonrisa es tan contagiosa como las lágrimas, y las épocas que se llaman felices no son a veces más que épocas en las que algunos seres supieron llamarse felices. No es la felicidad la que nos falta: es la ciencia de la felicidad. De nada sirve ser lo más feliz posible si se ignora que se es feliz, y la conciencia de la dicha más pequeña importa más para nuestra felicidad que la mayor dicha que nuestra alma no mire atentamente. Quienes la retienen deben mostrarnos que no poseen nada que no posean en su corazón todos los seres humanos.

Ser feliz es haber traspasado los límites de la inquietud de la felicidad. Sé que soy más feliz hoy de lo que era ayer, porque sé, al fin, que no necesito ya de la felicidad para liberar mi alma, para apaciguar mi pensamiento y para iluminar mi corazón.

Un acto de justicia, de bondad, provoca cierta conciencia inarticulada, a menudo más eficaz, abnegada y maternal, que la nacida de un pensamiento profundo. Trae sobre todo una conciencia especial de la felicidad. Los pensamientos más elevados son casi siempre inciertos y variables, mientras que la luz de un acto benéfico es permanente y estable. Un pensamiento profundo es algunas veces conciencia ornamental; pero una obra de caridad, el cumplimiento de un deber heroico, son conciencia; es decir, felicidad en acción. De la inteligencia satisfecha a un corazón satisfecho hay un largo camino. La felicidad es una planta de la vida moral, más bien que una planta de la vida intelectual.

Una verdad es viviente para nosotros a partir del momento en que ha modificado, purificado, dulcificado algo en nuestra alma. Lo que constituye la conciencia, lo que es un acto esencial, es la conciencia de un mejoramiento moral. La inteligencia que no va hacia la conciencia se agita en el vacío. Cualquier fuerza de nuestro cerebro que no es recogida inmediatamente en los vasos más puros de nuestro corazón, corre gran riesgo de corromperse y perderse. En todo caso, permanece extraña a la felicidad, pero entra fácilmente en relación con la desgracia. Se puede tener una inteligencia más poderosa y muy elevada, y no haberse acercado nunca a la felicidad. Y se puede tener un alma dulce, pura y buena y no conocer más que la desgracia.

Un hermoso pensamiento es muchas veces una buena obra; pero si un pensamiento hermoso no ha nacido de una buena acción o no ha hecho nacer alguna, añade poca cosa a nuestra felicidad; en tanto que una buena acción, aunque no nazca de ella ningún pensamiento, avivará siempre, como lluvia bienhechora, nuestra conciencia de la felicidad.

El adiós a la felicidad es el principio de la sabiduría y el medio más seguro de encontrar la felicidad. Nada hay tan dulce como el retorno de la alegría que sigue a la renunciación a la alegría; nada tan vivo, tan profundo, tan encantador como el encanto del desencanto. La verdad no tiene límites, y por eso la sabiduría nunca tiene el derecho de desdoblar así, en la primera encrucijada del orgullo, la pobre tendezuela del desencanto o del renunciamiento. Porque hay un increíble y frágil orgullo en declararse satisfecho de que nada puede satisfacernos. Satisfacción de este género es sólo un descontento que no tiene ni aún la fuerza de levantarse; y estar descontento, en el fondo, es no tratar ya de comprender.

lunes, 31 de julio de 2006

Los rostros del Destino

Debemos aprender más hasta qué punto se limita el poder del destino en todos los que llegan a ser mejores que el destino. Sufrimientos, pesares, lágrimas, dolores y todo lo demás: palabras parecidas que designan cosas que nunca se parecen. Llamamos así a la huella de nuestras faltas; y allí donde nuestras faltas fueron nobles, nuestra desgracia estará más cerca de la verdadera felicidad que la dicha de los que son felices sin haber engrandecido su conciencia. La felicidad o la desgracia, aún cuando lleguen de fuera, sólo existen en nosotros mismos. Cuanto nos rodea se convierte en ángel o demonio según el estado de nuestro corazón. El destino, del que tanto nos agrada quejarnos, no tiene más armas que las que le tendemos. No es ni justo, ni injusto; no dicta jamás sentencia. Lo que tomamos como un dios no es sino un mensajero disfrazado. Nos advierte simplemente, en ciertos días, que acaba de sonar la hora de juzgarnos a nosotros mismos.

Lo seres de segundo orden no se juzgan a sí mismos y, justamente porque se niegan a ello, son juzgados por el azar. Están sometidos a un destino casi invariable; porque el destino sólo puede transformarse según el fallo que la persona haya dictado sobre sí misma. En lugar de transformar el acontecimiento que encuentran, se transforman a sí mismos moralmente al primer contacto con todo lo que encuentran. Toman la misma forma de la desgracia que deploran y no toman sino su forma más pobre y más usada. Todo lo que les acontece tiene el olor del destino. Para ellos, azar y destino son dos términos idénticos, y el azar es raras veces un destino favorable. Todo lo que en nosotros mismos no está ocupado por el poder de nuestra alma, lo ocupa inmediatamente un poder exterior. Todo vacío en el corazón o en la inteligencia se convierte en receptáculo de influencias fatales.

Muy a menudo es castigada la virtud, y la fuerza misma de un alma precipita a veces su desgracia. Mientras más se ama, mayor superficie se ofrece a dolores nobles. Sin embargo, existe el consuelo del justo, del sabio y del héroe: el destino sólo tiene imperio en ellos por el bien que los obliga a hacer. El pensador es una ciudad cerrada que sólo tiene una puerta de luz y el destino sólo puede abrirla cuando logra obligar al amor a que llame a esa puerta. Cuando el destino es libre, casi siempre quiere el mal; pero si piensa en reinar sobre el justo, es necesario que piense en hacer el bien. El justo está protegido por su luz, y sólo una luz más fuerte puede vencerlo. Se necesita entonces que el destino se haga más hermoso que su víctima.

Cuando pronunciamos la palabra “Destino”, todos imaginan algo sombrío, espantoso y mortal. En el fondo del pensamiento humano, no es sino el camino que conduce a la muerte. Y aún casi siempre no es más que el nombre que se da a la muerte que no ha llegado todavía. Es la muerte vista en lo porvenir y la sombra de la muerte sobre la vida. Sin embargo, ¿no puede suceder que quien camina por la vida encuentre una felicidad más grande que la desgracia y más importante que la muerte?. Un beso puede ser tan importante para la alegría como lo es una herida para el dolor. No somos justos; no mezclamos al destino casi nunca con la felicidad; si no lo juntamos con la muerte es porque lo reunimos con una desgracia más grande que la muerte misma.

Nunca es feliz la muerte a ojos de los que no han muerto todavía; y sin embargo, así es como juzgamos a la vida. Parece que la muerte lo absorbe todo, y si 30 años de felicidad terminan en una muerte accidental, los 30 años nos parecerán perdidos en las tinieblas de una hora dolorosa.

Hacemos mal en ligar así al destino con la muerte o con la desgracia. ¿Cuándo nos quitaremos esa idea de que la muerte es más importante que la vida, y la desgracia más grande que la felicidad?. ¿Por qué no mirar más que del lado de las lágrimas, cuando juzgamos del destino a un ser, y nunca del lado de las sonrisas?. ¿Quién nos ha dicho que se necesitaba valuar la vida por medio de la muerte y no la muerte por medio de la vida?. Nos convencemos de que la sabiduría o la virtud no desarman a la desgracia cuando acaece un fin inesperado y cruel, pero no somos ni sabios ni justos si buscamos en la sabiduría y en la justicia otra cosa que no sea la sabiduría y la justicia mismas. ¿Con qué derecho reducimos así una existencia entera al instante de la muerte?. ¿Por qué se piensa que la sabiduría o la virtud de alguien lo hizo desdichado sólo porque su fin fue desgraciado?. ¿Ocupa la muerte en la vida un punto más vasto que el nacimiento?.

Lo que nos hace felices o desgraciados es lo que hacemos entre el nacimiento y la muerte; no es en su muerte, sino en los días y los años que la preceden, en donde se encuentran la felicidad o la desgracia de un ser y su verdadero destino. Razonamos como si el pensador cuya historia nos ha hecho conocer una muerte horrenda, hubiera pasado su existencia previendo el fin doloroso que su sabiduría le preparaba. Pero lo cierto es que al sabio le inquieta mucho menos que al no sabio la idea de la muerte. Y si todo acaba mal, es contra toda espera y no ha gastado su vida en morirla por anticipado. A menudo, en el fondo de nuestros pensamientos, parece que una herida que sangra algunas horas aniquila la paz de una existencia entera.

miércoles, 19 de julio de 2006

El significado del Sufrimiento

¿Se evita el dolor con el pensamiento?. El sabio sufre al igual que los demás, y el sufrimiento es uno de los elementos de la sabiduría. Hay partes de la carne, del corazón y del espíritu que ninguna sabiduría puede disputarle al destino. No es el sufrimiento lo que se trata de evitar, sino el desaliento y las trabas que trae para quien lo recibe como a un amo y no como a un mensajero. El mal llega y cambia las proporciones, pero nada más; si quisiera apagar en nosotros el foco del valor sería necesario que envileciera en el fondo de nuestro corazón, todo lo que amamos, admiramos y adoramos. ¿Y qué potencia extraña consigue envilecer un sentimiento y una idea si no los destronamos nosotros mismos?. Fuera de los sufrimientos físicos, ¿existe algún dolor que pueda herirnos si no es por medio de nuestros pensamientos?. Se sufre poco por el sufrimiento mismo; se sufre enormemente por la manera con que se le acepta. Todas las miserias verdaderas son interiores y causadas por nosotros mismos. Creemos erróneamente que vienen de afuera; pero las formamos dentro de nosotros, de nuestra propia esencia.

La fuerza activa de un acontecimiento se encuentra en la manera con que se considera ese acontecimiento. La desgracia viene hasta nosotros pero no hace sino lo que se le ordena que haga. Siembra, devasta, cosecha, según la orden que ha encontrado inscrita en nuestro umbral. El dolor no hace nunca otra cosa que restituirnos lo que nuestra alma le ha prestado durante los días felices.

El mayor dolor que puede herir a una persona ocurre en el instante en que es más sensible al dolor, en el momento de su mayor dicha. Y la ilusión es la única cosa que puede poseer un alma. El sufrimiento existe para todos. Hay lágrimas exteriores que no se pueden secar y horas sagradas en que la sabiduría no consuela todavía. Pero no es el dolor lo que se trata de evitar; se trata de escoger lo que el sufrimiento nos trae porque todas nuestras alegrías morales, que son mucho más profundas que nuestras alegrías físicas o intelectuales están hechas de cosas pequeñas. Si lo traducimos en palabras, el sentimiento que impulsa al héroe a obrar bien parece muy poca cosa.

Todo lo que ennoblece nuestra existencia; todo lo que respetamos en nosotros mismos, los motivos de nuestra virtud y esos límites sentimentales que todo ser impone a sus vicios y hasta a sus crímenes, parecen poca cosa cuando nuestra razón nos pide cuenta de ellos. Sin embargo, ahí es donde se encuentran las leyes de la vida de cada ser. ¿Y qué persona podrá vivir sin someterse a varias de esas verdades que no están sometidas a la razón?. Aún los más miserables obedecen a una de ellas, y mientras mayor es el número de las que obedece, menos miserable es la persona. Cada uno se refugia así en la última belleza moral que le queda. El más caído de los seres tiene siempre una especie de lugar sagrado, una especie de retiro en su alma, donde encuentra un poco de agua pura, y del que va a tomar la fuerza necesaria para seguir viviendo. En esto, como tampoco en otras cosas, no es la razón la que consuela, y debe detenerse ante el último refugio. Nuestra vida moral está situada en otra parte que no es nuestra razón.

Si la razón no escoge lo que el sufrimiento nos trae, ¿quién escoge entonces?. Nuestra vida interior, que ha formado nuestra alma. No se cosechan de un día para otro los frutos de la sabiduría. Los ángeles que vienen e enjugar nuestras lágrimas toman exactamente la forma y el rostro de lo que nosotros hemos dicho, pensado y hecho antes de la hora del dolor. En cierto modo, la imagen sintética de todos nuestros días pasados es la que se reproduce con fidelidad afectuosa o malqueriente en el sufrimiento de nuestro corazón. Si yo no tengo en la vida más que recuerdos sin generosidad y sin luz, cuando llegue el instante en que los recuerdos se transforman en lágrimas, esas lágrimas carecerán también de generosidad y de luz. Nuestras lágrimas no tienen color propio, a fin de que puedan reflejar el pasado de nuestra alma, y lo que reflejan es o nuestro castigo o nuestra recompensa.

Sólo hay una cosa que no se transforma jamás en sufrimiento: el bien que hemos hecho. Cuando perdemos a un ser amado, lo que nos hace llorar lágrimas que no alivian es el recuerdo de los momentos en que no amamos lo suficiente. Si hubiéramos sonreído siempre al ser que ya no está, ignoraríamos lo que hay de deprimente en el dolor y lloraríamos lágrimas tales que les quedaría algo de la dulzura de las caricias y de las virtudes de que se acuerdan. Porque los recuerdos del amor verdadero, el acto de virtud que contiene a todos los demás, arrancan a nuestros ojos las mismas lágrimas bienhechoras de las horas más hermosas de las que nacieron esos recuerdos. Nada es más justo como el dolor, y toda nuestra vida espera que llegue su hora para pagarnos nuestro salario.

martes, 20 de junio de 2006

Las cimas de la Vida Interna

Hay desgracias que no bajan la vista ante las miradas de la justicia, del amor o de la verdad. Es necesario admitir que la sabiduría no concede a sus fieles casi nada que no puedan desdeñar los ignorantes o los malvados. Y en la medida que se bajan los peldaños de la vida, se profundiza también en el secreto de un mayor número de tristezas y de impotencias. Se ve entonces que la maldad no es más que la bondad que ha perdido a su guía, que la traición no es sino la lealtad que no encuentra ya el camino de la felicidad, y que el odio no es ya otra cosa que el amor que abre con angustia la puerta de su tumba. Sólo así se llega a comprender en lugar de enjuiciar.

La vida interior más segura, hermosa y duradera es aquella que la conciencia edifica en sí misma con ayuda de los elementos más límpidos de nuestra alma. Sabio es quien aprende a mantener esa vida con todo lo que la casualidad le trae cada día. Sabio es quien en una decepción o una traición no desciende más que para purificar aún más a la sabiduría. Sabio, aquel en quien el mal mismo está obligado a alimentar la hoguera del amor. Sabio, el que ha adquirido la costumbre de ver en su sufrimiento la luz que él difunde en su corazón y que jamás mira la sombra que extiende sobre los que lo hicieron nacer. Más sabio todavía es aquel en quien las alegrías y los dolores aumentan la conciencia y le hacen ver que hay algo superior a la conciencia misma. Aquí es donde se alcanzan las cimas de la vida interna.

Toda vida interior empieza, no en el momento en que la inteligencia se desarrolla, sino en el instante en que el alma se hace buena. Todo ser que no posee alguna nobleza del alma no tiene vida interior, carece de esa fuerza, ese refugio y ese tesoro de satisfacciones invisibles que posee todo ser humano que puede entrar sin temor en su corazón. La vida interna está hecha de cierta felicidad del alma, y el alma es dichosa cuando puede amar en ella misma algo puro.

Es necesario construir, en el fondo del alma, el refugio contra el cual vendrá el destino a romper sus armas. Poco importa que este refugio sea el monumento de la conciencia o del amor; porque el amor es la conciencia que se busca a oscuras todavía, en tanto que la conciencia verdadera es el amor que se encuentra al fin en la claridad. En ese refugio, el alma enciende el fuego íntimo de su alegría, que aleja la tristeza dejada tras ella por los malos destinos. La alegría del alma no es semejante a las demás alegrías. No procede de una felicidad exterior, ni de una satisfacción del amor propio. Porque bajo la alegría del amor propio, que disminuye a medida que el alma mejora, está la alegría del amor que crece a medida que el alma se ennoblece.

La alegría no quita al amor lo que agrega a la conciencia. En esa alegría es donde la conciencia se alimenta del amor, en tanto que el amor se alimenta de la conciencia. Un espíritu que se eleva tiene dichas que no conoce nunca un cuerpo que es feliz; pero una alma que mejora tiene alegrías que jamás conocerá un espíritu que se eleva.

martes, 6 de junio de 2006

El Alma: deseo de la Inteligencia

Nuestra razón sólo consiste en nuestras ideas claras. Pero nuestra sabiduría, lo mejor que hay en nuestra alma y en nuestro carácter, se encuentra principalmente en nuestras ideas que no son todavía completamente claras. Mientras más ideas claras se tienen, más se aprende a respetar las que todavía no lo son. Hay que tratar de tener el mayor número posible de ideas tan claras como sea posible, a fin de despertar en el alma un mayor número de ideas que sean todavía oscuras. Las ideas claras parecen guiar nuestra vida exterior, pero es indiscutible que las otras se encuentran a la cabeza de nuestra vida íntima; y la vida que se ve acaba siempre por obedecer a la que no se ve. Del número, calidad y potencia de nuestras ideas claras dependen el número, calidad y potencia de nuestras ideas oscuras. Es muy probable que la mayor parte de las verdades definitivas que buscamos con tanto ardor, esperan con paciencia su hora entre la multitud de nuestras ideas oscuras. Importa abreviar su espera. Una hermosa idea clara que despertamos en nosotros no dejará nunca de ir a despertar a su vez a una hermosa idea oscura, y cuando la idea oscura se haya convertido en clara al envejecer, irá, ella también, a sacar de su sueño a otra idea oscura, más hermosa y más elevada de lo que era ella misma en su sombra.
Ideas claras, ideas oscuras, corazón, inteligencia, voluntad, razón, alma: en el fondo, palabras que designan más o menos lo mismo: la riqueza espiritual de un ser. El alma es el más hermoso deseo de nuestra inteligencia, y Dios, tal vez, es el más hermoso deseo de nuestra alma. Conocerse a sí mismo es quizás el único ideal aceptable que nos queda. El más hermoso deseo de nuestra inteligencia no hace otra cosa más que pasar por nuestra inteligencia, y nos equivocamos al creer que la cosecha, porque pasa por el camino, ha sido recogida del camino. Por la inteligencia empezamos a embellecer ese deseo y el resto no depende enteramente de nosotros; pero ese resto no se pone en movimiento a menos que la inteligencia le dé el impulso. La razón, hija mayor de la inteligencia, debe sentarse en el umbral de nuestra vida moral, después de haber abierto las puertas subterráneas tras las cuales dormitan prisioneras las fuerzas vivas e instintivas de nuestro ser.

lunes, 15 de mayo de 2006

De la Razón a la Sabiduría

Ser pensador es tener conciencia de sí mismo. Pero cuando una persona ha adquirido suficiente conciencia de su ser, percibe que la verdadera sabiduría es algo todavía más profundo que la conciencia. El agrandamiento de la conciencia no debe desearse sino por la inconciencia cada vez más alta que descubre; y sobre las alturas de esa inconciencia nueva es donde se encuentran las fuentes de la sabiduría más pura.

Si yo te amo y he adquirido de mi amor la conciencia más completa que el ser humano puede adquirir, este amor estará iluminado por una inconciencia de muy distinta naturaleza que la inconciencia que ensombrece los amores comunes.

La razón abre la puerta a la sabiduría, pero la sabiduría más viva no se encuentra en la razón. La razón cierra la puerta a los malos destinos, pero nuestra sabiduría es la que abre en el horizonte otras puertas a los destinos propicios. La razón se defiende, prohíbe, retrocede, elimina, destruye; la sabiduría ataca, ordena, avanza, agrega, aumenta y crea. La sabiduría es más bien cierto apetito de nuestra alma que un producto de nuestra razón. Vive encima de la razón. De ahí que lo propio de la verdadera sabiduría sea hacer mil cosas que la razón no aprueba, o que sólo aprueba a la larga.

Hay una gran diferencia entre decir: “Esto es razonable”, y decir: “Esto es sabio”. Lo que es razonable no es necesariamente sabio, y lo que es muy sabio casi nunca es razonable a los ojos de la razón demasiado fría. La razón, por ejemplo, engendra la justicia, y la sabiduría engendra la bondad. Podría decirse que la sabiduría es el sentimiento de lo infinito aplicado a nuestra vida moral.

La sabiduría es sabia en proporción del predominio activo que lo infinito adquiere sobre lo que emprende. No hay amor en la razón; en la sabiduría lo hay mucho; y la sabiduría más alta apenas se distingue de lo más puro que hay en el amor. Pero el amor es la forma más divina de lo infinito, y sin duda porque es la más divina, es al mismo tiempo la más profundamente humana. ¿No podría decirse que la sabiduría es la victoria de la razón divina sobre la razón humana?.

Sólo la sabiduría tiene derecho a apelar a la razón. No es sabio aquel cuya razón no ha aprendido a obedecer a la primera señal del amor. El amor es el que debe ser el vaso en el cual se cultive la sabiduría verdadera. La razón y el amor luchan primero con violencia en una alma que se eleva, pero la sabiduría nace de la paz que acaba por hacerse entre el amor y la razón. Y esta paz es tanto más profunda cuanto más derechos haya cedido la razón al amor.

La sabiduría es la luz del amor y el amor es el alimento de la luz. Mientras más profundo es el amor, más cuerdo se vuelve el amor; y mientras más se eleva la sabiduría, más se acerca al amor. Ama y serás más sabio; sé sabio y deberás amar. No se ama de verdad sino haciéndose mejor, y llegar a ser mejor es llegar a ser más sabio. No hay ser en el mundo que no mejore en algo su alma en cuanto ama a otro ser, aún cuando sólo se trate de un amor vulgar. El amor alimenta a la sabiduría y la sabiduría alimenta al amor; y es un círculo de claridad en cuyo centro los que aman abrazan a los que son sabios. La sabiduría y el amor no se pueden separar.

lunes, 10 de abril de 2006

La Voluntad del Pensamiento


No hay fatalidad verdadera más que en ciertas desgracias exteriores como las enfermedades, los accidentes, la muerte sorpresiva de seres queridos, etc., pero no existe fatalidad interior. La voluntad del pensamiento tiene el poder de rectificar todo lo que no hiere mortalmente a nuestro cuerpo; sin embargo, es preciso acumular en uno mismo un pesado, un paciente tesoro para que esa voluntad encuentre, en el momento solemne, las fuerzas necesarias.

Una vez consumado un hecho, de nosotros depende que el destino no tenga ya ninguna influencia sobre lo que va a ocurrir dentro de nuestra alma. No puede impedir, cuando hiere a un corazón de buena voluntad, que la desgracia sufrida o el error reconocido abran en ese corazón una fuente de claridad. No puede impedir que el alma transforme cada uno de sus pesares en pensamientos, en sentimientos y en bienes espirituales.

Hay un gran dolor en el desenlace de todos los dramas que pesan sobre el pensador, pero también hay una gran luz nacida de ese dolor y ya victoriosa a medias de su sombra. Los pensamientos que exaltan, los sentimientos que se ennoblecen, iluminan todas las lágrimas, y la desgracia toma, como el agua, todas las formas del vaso en que se la encierra.

No es la resignación la que nos consuela, purifica y eleva, sino los pensamientos y las virtudes en cuyo nombre nos resignamos; aquí es donde el pensamiento recompensa a sus fieles en proporción a sus méritos. Existen ideas que ninguna catástrofe puede alcanzar. Basta por lo común que una idea se eleve más alto que la vanidad, la indiferencia y el egoísmo cotidianos para que quien la alimenta no sea ya tan vulnerable. Por eso es que, haya dicha o desgracia, la persona más feliz será aquella en la cual viva con mayor fuerza la idea más grande. El verdadero triunfo del destino no podría efectuarse sino en el alma. Pero es ésta el valuarte que resguarda el pensamiento.

Sin embargo, no siempre basta con armarse de pensamientos elevados para vencer al destino porque éste sabe oponer a los pensamientos elevados, pensamientos más elevados todavía; pero, ¿qué destino es capaz de resistir pensamientos dulces, sencillos, buenos y leales?. La única manera de subyugar al destino es hacer lo contrario del mal que quisiera obligarnos a hacer. No hay drama inevitable. Las catástrofes se producen porque las almas se niegan a ver; pero un alma viviente obliga a todas las demás a abrir los ojos.

No hagamos intervenir al destino allí donde un pensamiento puede desarmar todavía a las potencias enemigas. El destino puede ejercer su imperio en una pared que cae sobre alguien, en la tempestad que hunde a un navío y en la epidemia que ataca a los seres queridos. Pero nunca en el alma de una persona que no lo llama. El azar, entre los dedos del pensamiento es flexible como un junco recién cortado, pero se convierte en barra de acero en manos de la inconciencia. Todo depende del pensamiento y no del destino. Y el pensamiento sólo depende de uno mismo.

La parte más activa de lo que comúnmente se llama “fatalidad” es una fuerza creada por las personas; es enorme pero raras veces irresistible. Está formada de la energía de los deseos, los pensamientos, los sufrimientos y las pasiones. Aún en los instantes más extraños, en las desgracias más misteriosas y más imprevistas, no tenemos nunca que luchar contra un enemigo invisible o desconocido por completo. Las personas verdaderamente fuertes no ignoran que no conocen todas las fuerzas que se oponen a sus proyectos, pero combaten contra aquellas que conocen, con tanto valor como si no hubiera otras, y triunfan muchas veces. Habremos consolidado singularmente nuestra seguridad, nuestra paz y nuestra dicha, el día en que nuestra ignorancia y nuestra indolencia hayan dejado de llamar fatal a todo lo que nuestra energía y nuestra inteligencia habrían debido llamar natural y humano.

¿De qué está formado todo el veneno de esa fatalidad, sino de las debilidades, vacilaciones, pequeñas falsedades, inconsecuencias, vanidad y ceguedad de la víctima?. Si es verdad que una especia de predestinación domina todas las circunstancias de una vida, tal predestinación no podría encontrarse más que en nuestro carácter; ¿y no es el carácter lo que debería modificarse más fácilmente en una persona de buena voluntad?. ¿No es, de hecho, lo que se modifica siempre en la mayor parte de las existencias?. Es mejor o peor según se hayas visto triunfar a la mentira y el odio, la traición o la maldad, o bien la verdad, lo bondad y el amor. Y has creído ver triunfar al odio o al amor, la verdad o la mentira, según la idea más o menos alta que te formaste poco a poco de la felicidad y del objeto de la vida. Lo que preocupa nuestro deseo secreto es lo que parece naturalmente prevalecer. Si vuelves los ojos del lado del mal, el mal es victorioso por todas partes; pero si has acostumbrado a tu mirada a fijarse en la sencillez, en la pureza y en la verdad, no verás en el fondo de todas las cosas más que la victoria poderosa y callada de lo que amas.

La inteligencia y la voluntad, como soldados victoriosos, deben acostumbrarse a vivir a expensas de lo que les hace la guerra. Deben aprender a alimentarse de lo desconocido que las domina. Acostumbrémonos a actuar como si todo nos estuviera sometido, pero conservando en nuestra alma un pensamiento encargado de someterse noblemente a las fuerzas que encontraremos. Es necesario que la mano crea que todo ha sido previsto; pero que una idea secreta, inviolable, incorruptible, no olvide jamás que todo lo grande es casi siempre imprevisto. Lo imprevisto, lo desconocido, son los que ejecutan lo que nosotros no nos habríamos atrevido a intentar; pero sólo vienen en nuestra ayuda si encuentran en el fondo de nuestro corazón un altar que les esté dedicado.

Muchas veces, en esas extrañas luchas entre el ser humano y el destino, no se trata de salvar la vida de nuestro cuerpo, sino la de nuestros sentimientos más bellos y la de nuestros mejores pensamientos. ¿Qué importan mis mejores pensamientos si ya no existo?, dicen unos; ¿qué queda de mí si, para conservar mi vida, debe morir en mi corazón y en mi espíritu todo lo que amo?, contestan otros. ¿Y no es a este dilema al que se reduce casi siempre toda la moral, la virtud y el heroísmo humanos?.

lunes, 27 de marzo de 2006

El Pensamiento y el Destino


De manera contundente, el Pensamiento puede ejercer una influencia sobre nuestro Destino. Con frecuencia se acepta que el destino dispone que muchos seres vivan oprimidos por sus semejantes o por los acontecimientos. Esto sucede a la mayor parte de las personas; a todos aquellos que no han aprendido a separar su destino exterior de su destino moral; a desarrollar una fuerza superior a las fuerzas instintivas. Pero junto a quienes son oprimidos por los demás o por los acontecimientos, existen seres que poseen una especie de fuerza interna a la cual se someten los demás y los acontecimientos que los rodean. Tienen conciencia de esta fuerza; y esta fuerza no es sino un sentimiento de sí mismo que ha sabido extenderse más allá de los límites de la conciencia habitual.

No se está en sí mismo, no se está a salvo de los caprichos del azar, no se es feliz ni fuerte más que dentro del recinto de la propia conciencia. Un ser engrandece en la medida en que aumenta su conciencia y su conciencia aumenta a medida que él engrandece. Lo mismo que el amor es insaciable de amor, toda conciencia es insaciable de extensión, de elevación moral, y toda elevación moral es insaciable de conciencia.

Por lo general, este sentimiento de sí mismo se entiende, limitadamente, al conocimiento de nuestros defectos y de nuestras cualidades. Pero conocerse a sí mismo no es sólo conocerse en la inacción o conocerse más o menos en lo presente y en lo pasado, sino conocerse también en lo porvenir. Tener conciencia de sí mismo es tener conciencia, hasta cierto punto, de su estrella o de su destino. Conocen una parte de su porvenir porque son ya una parte de ese porvenir. Tienen confianza en sí mismos porque desde hoy saben lo que los acontecimientos llegarán a ser en su alma. El acontecimiento en sí es el agua pura que nos vierte la fortuna y por sí mismo no tiene ni sabor, ni color, ni aroma. Es hermoso o triste, dulce o amargo, mortal o vivificador, según la calidad del alma que la recoge.

Se puede decir que a los seres humanos no les acontece sino lo que ellos quieren que les acontezca. Ciertamente, sólo tenemos una débil influencia sobre ciertos acontecimientos exteriores; pero tenemos una acción todopoderosa sobre lo que tales acontecimientos llegan a ser en nosotros mismos; es decir, sobre la parte espiritual que es la parte luminosa e inmortal de todo acontecimiento. Hay miles de seres en quienes esta parte espiritual, que quisiera nacer de todo amor, de toda desgracia o de todo encuentro, no ha podido vivir un solo instante. Hay algunos otros en los que esa parte inmortal lo absorbe todo porque han encontrado un punto fijo desde el cual mandan a los destinos íntimos; y el destino verdadero es un destino íntimo.

Para la mayor parte de las personas, lo que ensombrece o ilumina su vida, es lo que sucede; pero la vida interior de otros se basta sola para iluminar todo lo que les ocurre. Si amas, no es este amor el que forma parte de tu destino; la conciencia de ti mismo, que habrás encontrado en el fondo de este amor, será la que modifique tu vida. Si te han traicionado, no es la traición lo que importa sino el perdón que haya hecho nacer en tu alma, y la naturaleza más o menos general, más o menos elevada, más o menos meditada de este perdón, será la que dirija tu existencia hacia el lado apacible y más claro del destino en que verás mejor que si te hubieran seguido siendo fieles. Pero si la traición no ha acrecentado la sencillez, la confianza más alta, la amplitud del amor, te habrán traicionado muy inútilmente y podrás decirte que no ha pasado nada.

Nada nos sucede que no sean de la misma naturaleza que nosotros mismos. Toda vivencia se presenta a nuestra alma bajo la forma de nuestros pensamientos habituales. Vayamos a donde vayamos sólo nos encontraremos a nosotros mismos en los caminos de la casualidad. Miente y las mentiras acudirán; ama, y el racimo de vivencias se estremecerá de amor. Todo guarda una señal interior, y si nuestra alma se vuelve más sabia por la tarde, la desgracia que ella misma apostó por la mañana se vuelve más sabia también.

Jamás ocurren grandes acontecimientos interiores a quienes nada han hecho para llamarlos; y sin embargo, el menor accidente de la vida lleva consigo la esencia de un gran acontecimiento. Llegamos a ser exactamente lo que descubrimos en las dichas y en las desgracias que nos advienen; y los caprichos más inesperados de la suerte se acostumbran a tomar la forma misma de nuestros pensamientos. Los vestidos, las armas y los adornos del destino se encuentran en nuestra vida interna.

A medida que vamos volviéndonos sabios nos libramos de algunos de nuestros destinos instintivos. En todo ser hay ciertos deseos de sabiduría que podría transformar en conciencia la mayor parte de los azares de la vida. Y lo que ha sido transformado en conciencia no pertenece ya a las potencias enemigas. Un sufrimiento que nuestra alma haya transformado en dulzura, en indulgencia o en pacientes sonrisas, es un sufrimiento que no volverá ya sin adornos espirituales; y una falta o un defecto que hayamos mirado frente a frente no pueden ya perjudicarnos ni perjudicar a los demás.

Existen relaciones incesantes entre el instinto y el destino; se sostienen mutuamente y rondan juntos en torno del ser descuidado; pero cualquier persona que sabe disminuir en sí misma la fuerza ciega del instinto, disminuye en torno suyo la fuerza del destino. Hay desgracias que la fatalidad no se atreve a emprender en presencia de una alma que la ha vencido.

Se trata de ejercer el pensamiento. Y hay convicciones que todo pensador puede adquirir. Entonces surge la luz pura que difunde un alma grande al hacerse más bella en el infortunio porque la bondad y el perdón dominan al porvenir. El pensamiento toma a la desgracia entre sus brazos para comunicarle su fuerza. Los que saben, no saben nada si no poseen la fuerza del amor, porque el verdadero sabio no es quien ve sino el que viendo más lejos ama con más intensidad. Ver sin amar es mirar en las tinieblas.

lunes, 20 de marzo de 2006

El Idealismo Posible o la Imaginación Pragmática

Hablemos del Idealismo Posible, de la Imaginación Pragmática. Se trata de rescatar, revalorar, promover y hablar de los conceptos y las leyes milenarias de la Humanidad. Hablar de sabiduría, de destino, de justicia, de felicidad y de amor. Acaso es el camino para el cumplimiento del mandato vital que la Naturaleza encomendó a nuestra especie. Curiosamente, en nuestros días, parece una ironía hablar de una dicha poco visible, en medio de infortunios muy reales; de una justicia ideal, en el seno de una injusticia demasiado material; de un amor difícilmente perceptible entre el odio o la indiferencia bien clara.

Pienso que, justamente ahora, en medio de tanta aridez, es necesario buscar con calma, entre pliegues ocultos en el fondo del corazón, algunos motivos de confianza o de serenidad, algunas ocasiones de sonreír, de alegrarse y de amar, algunas razones para agradecer y admirar; precisamente hoy que la mayor parte de la humanidad, tiranizada por el ritmo de la vida cotidiana, no puede detenerse en los goces interiores y en las consolaciones profundas, obtenidas con tanta pena y esfuerzo del alma.

Si se tuviera el valor de escuchar la voz más sencilla, cercana y apremiante de la conciencia, se encontraría que el único deber indudable sería el aliviar en torno de uno, en un círculo tan extenso como fuese posible, el mayor número de sufrimientos que se pudiera. Y aún así, tal obra caritativa no duraría mucho si nadie se tomara el tiempo necesario para callar y pensar. Mucho del bien que ahora se hace en torno nuestro, nació primero en el espíritu de uno de quienes quizá descuidaron más de un deber inmediato y urgente, para reflexionar, recapacitar y hablar. A los ojos de una alma humildemente honrada, como hay que esforzarse en serlo, lo mejor que se tiene que hacer es cumplir siempre el deber más sencillo y próximo. Y en todas las épocas ha habido seres convencidos de cumplir los deberes de la hora presente pensando en los deberes de la hora que iba a seguir.

Para rescatar las leyes milenarias de la humanidad es necesario partir de la idea de una alma dichosa o que, al menos, tenga lo que se necesita para serlo, salvo la conciencia suficiente. Vivimos en el seno de una gran injusticia. Pero no creo que haya indiferencia ni crueldad en hablar a veces como si esta injusticia no existiera, para salir del círculo vicioso. Es necesario que algunos se permitan pensar, hablar y obrar como si todos fueran felices; sino, ¿qué felicidad, amor y belleza encontrarían todos los demás cuando el destino les abra los jardines públicos de la tierra prometida?. Es indispensable retomar y hablar de lo posible. La humanidad ha sido hasta ahora como una enferma crónica; sin embargo, las únicas palabras verdaderamente consoladoras que ha escuchado han sido dichas por quienes le hablan como si nunca hubiera estado enferma.

Es porque la humanidad está hecha para ser dichosa, como lo son el hombre y la mujer para ser sanos, por lo que conviene hablarle como si siempre estuviera en vísperas de una gran felicidad o de una gran certidumbre. En realidad, así lo está por instinto, aunque no llegue a alcanzar nunca el mañana. Es bueno creer que un poco más de pensamiento, de valor, de amor, de curiosidad, un poco más de entusiasmo por vivir bastará algún día para abrirnos la puertas de la alegría y de la verdad. Esto no es del todo improbable. Puede esperarse que una mañana todo el mundo sea dichoso y sabio, y si ese mañana no llega, no es criminal haberla esperado.

Es útil hablar de la felicidad a los desdichados para enseñarles a conocerla. Si quienes se sienten dichosos explicaran de manera sencilla los motivos de su satisfacción, se vería que entre la tristeza y la alegría, sólo hay una diferencia entre la aceptación algo más sonriente e iluminada y una esclavitud hostil y sombría; entre una interpretación estrecha y obstinada y una interpretación armoniosa y amplia. Entonces se darán cuenta de que en su corazón poseen los elementos de esa felicidad y que, a no ser por grandes desgracias físicas, todos los poseemos.

El más feliz de los seres humanos es el que conoce mejor su felicidad, aquel que sabe más profundamente que la felicidad está separada de la aflicción por una idea alta, infatigable, humana y valerosa. De esta idea es saludable hablar lo más a menudo posible, no para imponer la que se tiene sino para hacer nacer poco a poco en el corazón de los demás el deseo de poseer una a su vez. Esta idea es diferente para cada uno de nosotros; pero sólo hablando de la tuya me ayudarás, sin saberlo, a adquirir la mía.

Es posible que mañana se nos revele la fórmula infalible de la felicidad. Pero no cambiará ni mejorará nada en nuestra vida moral si no vivimos en la espera y con el deseo del mejoramiento, en el alma. Toda la moral, la ciencia de la justicia y de la felicidad debería ser una espera, una preparación tan vasta, experimentada y accesible como se pueda. Mientras alcanzamos todas las verdades científicas, nos es dado penetrar en una verdad más importante todavía: la verdad de nuestra alma y de nuestro carácter. Esta vida es posible aún en el seno de los más grandes errores materiales.

Los acontecimientos esenciales de nuestra vida física y de nuestra vida moral se efectúan en niveles superficiales y muy profundos de nuestro ser. En espera de la clave del enigma nos es preciso vivir, y viviendo lo más dichosamente, lo más noblemente que se pueda, será como se viva lo más poderosamente y se tenga más valor, independencia y perspicacia para desear y buscar la verdad. Suceda lo que suceda, el tiempo consagrado al estudio no será tiempo perdido.

Importa vivir como si se estuviera siempre es vísperas del gran acontecimiento y prepararse para recibirlo, lo más total, íntima y ardientemente posible que se pueda. Y la mejor manera de recogerlo un día, bajo cualquier forma que deba revelarse, es esperarlo desde ahora, tan vasto, tan perfecto, tan ennoblecedor como nos sea dado imaginarlo.

Es conveniente pensar y obrar como si todo lo que le acontece a la humanidad fuera indispensable. A menudo, lo que sucede nos parece erróneo; pero hasta ahora ¿qué ha hecho toda la razón humana que sea más útil que encontrar una razón superior a los errores de la naturaleza?. Todo lo que nos sostiene, todo lo que nos asiste, procede de una especie de justificación lenta y gradual de la fuerza desconocida que de pronto nos pareció despiadada.

En espera de que la realidad se manifieste, es tal vez saludable que se mantenga un ideal que se cree más hermoso que la realidad; pero después de que ésta se ha revelado al fin, se hace necesario que la flama ideal que alimentamos con nuestros mejores deseos, no sirva ya más que para alumbrar lealmente las bellezas menos frágiles y menos complacientes de la masa imponente que aplasta esos deseos. Y no creo que en esto haya aceptación servil, fatalismo torpe u optimismo pasivo.

No se permite a ninguna alma honrada ir a buscar energía, buena voluntad, ilusiones o ceguedad en una región inferior a la de los pensamientos de sus mejores horas. No se cumple verdaderamente el deber en la vida interior si no es cumpliéndolo siempre en lo más alto del alma, en lo más alto de su verdad propia. Y si a veces, en la existencia práctica y diaria es lícito transigir con las circunstancias, si no siempre es oportuno ir hasta los extremos de sí mismo. En la vida del pensamiento el deber es ir, en todo caso, hasta el extremo de nuestro pensamiento.

El pensamiento que se eleva alienta la vida. Quienes observan y piensan hacen cuanto pueden para mejorar lo que no está prohibido llamar la razón, la justicia, la belleza de la tierra, el instinto del planeta. Saben que esto no es más que descubrir, comprender y respetar. Ante todo, tienen confianza en la “idea del universo” y están persuadidos de que todo esfuerzo encaminado hacia lo mejor los acerca a la voluntad secreta de la vida; pero aprenden, al mismo tiempo, a sacar del fracaso de sus generosos esfuerzos y de la resistencia de este gran mundo, un alimento nuevo para su admiración, para su ardor, para su esperanza.

La luz es el único elemento cosa que no pierde casi nada de su valor ante la inmensidad. Lo mismo ocurre con nuestras luces morales cuando miramos la vida desde un poco alto. Es bueno que la contemplación nos enseñe a desinteresarnos de todas nuestras pasiones inferiores; pero es preciso que no debilite ni desaliente el más humilde de nuestros deseos de verdad, de justicia y de amor.

martes, 14 de marzo de 2006

Sobre la naturaleza del arte y las características del genio artístico.
(segunda de dos partes)

Así, tanto si se trata de pintura como de escultura, de poesía o de música, el arte no tiene más objeto que el de apartar los símbolos útiles desde el punto de vista práctico, las generalidades aceptadas convencionalmente, socialmente; todo lo que, en suma, nos oculta la realidad, para ponernos frente a la realidad misma. El arte no es más que una visión más directa de la realidad. Mas esa pureza de percepción implica una ruptura con la convención útil, un desinterés innato y especialmente localizado del sentido o de la conciencia, cierta inmaterialidad de vida, en suma, que es lo que siempre se ha llamado idealismo. De modo que podría decirse, sin que ello sea un juego de palabras, que el realismo está en la obra, mientras que el idealismo está en el alma, y que solamente a fuerza de idealidad se vuelve a tomar contacto con la realidad.

El arte busca descubrirnos una parte oculta de nosotros mismos, lo que podríamos llamar el elemento trágico de nuestra personalidad. El arte se propone siempre lo individual. Por eso, en la obra del artista, lo que interesa es la visión de ciertos estados de ánimo muy profundos, o de ciertos conflictos completamente interiores. Exteriormente sólo percibimos ciertos signos de la pasión. Sólo los interpretamos ---defectuosamente, además--- por analogía con lo que hemos experimentado nosotros mismos. Por lo tanto, lo esencial es lo que experimentamos, y sólo podemos conocer a fondo nuestro propio corazón, si es que llegamos a conocerlo.

Y es que la vida no se recompone. Sencillamente, se deja contemplar. La imaginación artística sólo puede ser una visión más completa de la realidad. Si la obras que crea el artista nos causan una impresión de vida, es porque son el artista mismo, el artista multiplicado, el artista profundizado en él mismo, en un esfuerzo de observación interior, tan potente, que captura lo virtual en lo real, para hacer una obra completa con aquello que la naturaleza dejó en él en estado de simple proyecto. Y es que acaso, el elemento más importante de la existencia de los seres humanos sea rescatar el sentido de la historia (personal o social, vida íntima o colectiva), enfrentar la creación a la muerte, la ruina, el parloteo, la violencia, la ignorancia y la soberbia: ¿no es una de las misiones del artista?.

El artista es un ser distinto, vulnerable, asombrado, trémulo, herido de nacimiento y por vida, difícilmente incorporable a la realidad diaria. Claro que existe el que de esa realidad extrae sus mejores elementos. Pero el notarla tanto como para poder manejarla y convertirla en obra de arte, es la mejor demostración de que no ha podido incorporarse a ella, de que no ha sido devorado por ella. La describe con tal verdad que es como si le arrancara un trozo. Lo que tiene de distinto es lo que sólo el gran artista logra: que esa realidad la conocemos de siempre y, no obstante, la notamos por primera vez.

El arte, la vida y la muerte son el hombre mismo y su relación con los demás. El artista es aquel que nace con todos los signos del hombre y uno más que lo distingue y obliga. Algunos darán preponderancia extrema a ese solo signo, mutilarán los restantes, dolorosamente, y eligirán la soledad para entregarse a él por entero; otros le encontrarán sitio y expresión en el centro de su vida; otros más no podrán salvarlo y lo verán ahogarse en las circunstancias de una existencia ardua y oscura; otros, incluso, lo sentirán dentro sólo como una extraña angustia y no sabrán reconocerlo.

...Y nadie puede ejercer honrada y valientemente un arte si no lo ama. Se trata ---finalmente--- de atacar los vicios de la nostalgia, de develar el misterio de la enseñanza, que de manera atroz atormenta el alma. No hay creación sin conocimiento. Y ambos necesitan del sacrificio en todos los órdenes de la vida.

lunes, 13 de marzo de 2006

Sobre la naturaleza del arte y las características del genio artístico.
(primera parte)


¿Cuál es el objeto del arte?. Si la verdad llegase directamente a nuestros sentidos y a nuestra conciencia, si pudiésemos entrar en comunicación directa con las cosas y con nosotros mismos, creo que el arte sería inútil, o más bien, que todos nosotros seríamos artistas, pues nuestra alma vibraría entonces continuamente al unísono de la naturaleza.

Nuestra vista, ayudada por la memoria, recortaría en el espacio y fijaría en el tiempo cuadros inimitables. Nuestra mirada captaría al vuelo, esculpidos en el mármol viviente del ser humano, fragmentos de estatua tan bellos como los de la estatuaria antigua. Oiríamos cantar en el fondo de nuestras almas, como una música, unas veces alegre, más a menudo quejumbrosa, original siempre, la melodía de nuestra vida interior. Todo eso está a nuestro alrededor, todo eso está en nosotros, y sin embargo, nada de eso percibimos con claridad.

Entre la naturaleza y nosotros, más aún, entre nosotros y nuestra propia conciencia se interpone un velo, un espeso velo para el común de los seres humanos, pero sutil y transparente para el artista, el amante y creador del arte. ¿Qué hada ha tejido ese velo?. ¿Fue por maldad o por bondad?. Era necesario vivir, y la vida exige que captemos las cosas en la relación que guardan con nuestras necesidades. Vivir es actuar. Vivir es no aceptar de los objetos más que la impresión útil, para responder a ella mediante reacciones adecuadas; las demás impresiones han de oscurecerse o no llegar a nosotros más que de un modo confuso.

Miro y creo ver, escucho y creo oír, me estudio y creo leer en el fondo de mi corazón. Mas lo que veo y lo que oigo del mundo exterior es simplemente lo que mis sentidos extraen de él para iluminar mi conducta; lo que de mí mismo sé es lo que aflora a la superficie, lo que toma parte en la acción. Mis sentidos y mi conciencia sólo me entregan una simplificación práctica de la realidad. En la visión que me dan de las cosas y de mí mismo se borran las diferencias inútiles para el hombre y se acentúan los parecidos útiles, se trazan de antemano caminos en los que se lanzará mi acción. Esos caminos son aquellos por los que la humanidad entera ha pasado antes que yo. Las cosas han sido clasificadas con vistas al partido que podré sacar de ellas. Y esa clasificación es lo que yo percibo, mucho más que el color y la forma de las cosas.

La individualidad de las cosas se nos escapa siempre que no nos sea materialmente útil percibirla. Y allí donde la observamos (como cuando distinguimos a un hombre de otro hombre), no es la individualidad misma lo que nuestra vista capta; es decir, cierta armonía enteramente original de formas y colores, sino solamente uno o dos rasgos que facilitarán el reconocimiento práctico.

No vemos las cosas mismas; las más de las veces nos limitamos a leer unas etiquetas adheridas a ellas. Esa tendencia, nacida de la necesidad, se ha acentuado aún más bajo la influencia del lenguaje, pues las palabras ---exceptuando los nombres propios—designan géneros. La palabra, que sólo señala de la cosa su función más común y su aspecto trivial, se sitúa entre la cosa y nosotros, enmascarando su forma, si esa forma no se oculta ya detrás de las necesidades que han creado a la palabra misma. Y no sólo los objetos exteriores, sino también nuestros propios estados de ánimo se nos escapan en lo que tienen de íntimo, de personal y de originalmente vivido. Cuando experimentamos amor u odio, cuando nos sentimos alegres o tristes, ¿es nuestro sentimiento mismo lo que llega a nuestra conciencia con los mil matices fugaces y las mil resonancias profundas que hacen de esos sentimientos algo absolutamente nuestro?.

Entonces, todos seríamos novelistas, todos poetas, todos músicos, todos pintores. Pero lo más frecuente es que de nuestro estado de ánimo sólo percibamos su despliegue exterior. De nuestros sentimientos sólo aceptamos y captamos su aspecto impersonal, el que el lenguaje ha podido recoger de una vez por todas, porque es casi el mismo, en las mismas condiciones, para todas las personas. Así, hasta en nuestro propio individuo se nos escapa la individualidad. Nos movemos entre generalidades y entre símbolos, como en un campo cerrado en el que nuestra fuerza se mide útilmente con otras fuerzas; y fascinados por la acción, atraídos por ella, para nuestro gran bien, sobre el terreno que la acción se ha elegido, vivimos en una zona media, que está entre las cosas y nosotros, exteriormente a las cosas, y también exteriormente a nosotros mismos.

Mas de tarde en tarde, por distracción, la naturaleza suscita almas más despegadas de la vida. No hablo de ese despego voluntario, razonado, sistemático, que es obra de la reflexión y de la filosofía. Hablo de un despego natural, innato a la estructura del sentido o de la conciencia, y que se manifiesta en seguida por un modo virginal, en cierto sentido, de ver, de oir o de pensar. La mayor ambición del arte es la de revelarnos la naturaleza.

miércoles, 8 de marzo de 2006

LAS ESPINAS DE UNA ROSA
(cuarta y última parte)

El diálogo es una búsqueda, entre dos personas, de una misma verdad, y eso es lo que tiene de hermoso, de conmovedor este profundo diálogo en el momento de la más profunda crisis de pareja. Una vez que se ha redondeado el diálogo, nuestra visión de la problemática y de la relación será muy distinta. Entonces viene una segunda etapa que es la Reflexión.

Reflexión que nos va a permitir aceptar nuestros errores, comprender si efectivamente fueron errores o no. Así se logra ubicar la definición clara de los desacuerdos. No se trata de encontrar un desacuerdo y declarar una guerra, sino en saber en qué no nos ponemos de acuerdo y por qué no nos ponemos de acuerdo. Esto va a traer un segundo nivel de profundización, de aceptación. La reflexión con respecto a los errores que hemos cometido, la aceptación de esos errores; el aprendizaje ----qué debo aprender de esta experiencia que viví----.

En el amor siempre hay una segunda oportunidad, siempre. Condenar una relación sin una segunda oportunidad es no darle la posibilidad a una persona de que se supere. Una pareja, habiendo definido claramente la problemática, habiendo aceptado claramente los errores y mostrando la disposición para resolverlos, está diseñándo lo que se llama la segunda oportunidad. Sin segunda oportunidad no hay posibilidad de correción de la conciencia en la evolución humana. Tenemos que saber, claramente, que esta segunda oportunidad puede ser en forma muy clara una segunda y última oportunidad. Cada uno de los miembros de la pareja tiene que saber lo que está poniéndo en juego al dar esta segunda oportunidad; pero sabiendo que no debe uno comprometerse a aquello que no se és capaz de cumplir. Hay ciertas cosas que todos sabemos de antemano que no las vamos a cumplir o que no las podemos cumplir aunque nos gustaría cumplirlas; pero si no podemos, lo mejor es reconocerlo; reconocerlo y buscar entonces las mejores opciones.

¿Qué es la reflexión?. La reflexión es: 1.- Agotar la etapa del diálogo hasta que la problemática surge muy nítida. Y una vez que ha surgido esa problemática... 2.- La aceptación total de este principio de realidad: el problema común: en las relaciones de pareja no hay “tu problema” y “mi problema”; “tu problema es mi problema” y en consecuencia es “nuestro problema”.

En la relación de pareja siempre se habla de la problemática de pareja, no de un solo individuo. Si hay un individuo que está insatisfecho, con eso es suficiente para que la relación de pareja no marche bien. Todo se puede arreglar, todo, siempre y cuando exista la voluntad cierta, genuina, intensa, por parte de los dos, de continuar la relación y de arreglar la problemática. Entonces, ¡adelante!. Pero cuando esa voluntad se ha perdido; cuando en el fondo hay uno o una que ya no quiere, ese uno o una ya no se va a meter en ese trabajo tan intenso ----porque es un trabajo muy intenso----, que reclama tiempo, reclama energía, reclama mucha atención, para poner en orden la casa; para poner en un perfecto estado de armonía la relación de pareja.

Cuando ya no hay ese deseo, todo se ha perdido. Cuando ya los dos no coinciden en querer resolver la problemática, todo se ha perdido. Pero cuando existe esa voluntad, ese deseo, entonces, aplicando este trabajo, que consiste en cuatro pasos, con mucho detenimiento, podemos llegar a un claro perfil de acciones bien definidas:

Si ya se logró el diálogo; se procede a la reflexión. Sobre ese diálogo requerimos tiempo, es necesario que las cosas se asienten; pero sin precipitaciones. La precipitación es la peor consejera, especialmente en el análisis de las relaciones afectivas, amorosas, sexuales, donde hay tantos elementos tan cambiantes en el tiempo, tan difusos, en ocasiones tan inaprensibles. Siempre se requiere tiempo.

Una vez que se ha dado esta reflexión, en ella se busca la mejor opción, la reflexión es la búsqueda de la mejor opción. Entonces se deben plantear las distintas opciones que tenemos para la resolución del problema; todas, sin ningún miedo. Una vez que se ha llegado a esta definición de opciones, la etapa de la reflexión termina y se inicia la tercera etapa, la etapa de la Decisión, la toma de decisiones.

Y aquí la pareja tiene que explorar punto por punto y paso por paso las opciones que delimitó. ¿Cuál es la mejor opción?. La mejor opción es aquella que convenga a los dos, la que represente la mejor solución para los dos; la verdadera opción es aquella que es la más benéfica para ambos involucrados; después se pasará a la acción.

La acción tendrá entonces un enorme sentido; es decir, la acción podrá llevarse en perfecta armonía, no es precipitada, ni contradictoria, ni agresiva. Será una acción que se lleve a cabo entre los miembros de la pareja para el beneficio de los dos.

Si el diálogo ha sido correcto, si la reflexión ha sido correcta, si la decisión ha sido la indicada, la acción va a beneficiar a todos. Es decir, habrá mayor paz, mayor armonía, mayor plenitud; y esto quiere decir que existe un buen término de cualquier problemática, en cualquier sentido.

martes, 7 de marzo de 2006

LAS ESPINAS DE UNA ROSA
(tercera parte)

El amor es el supremo acto gratuito por excelencia: “Te amo por el gusto de amarte. Te amo por compartir contigo lo que tengo”; pero nunca “Te amo porque te necesito”. En eso, hemos caído ya en una dependencia emocional y aquí es donde se generan los celos. Los celos son literalmente una enfermedad emocional. Los celos no son una respuesta sana y natural; los celos son un condicionamiento muy profundo en muchísimas personas y llevan al deterioro más seguro de la pareja. Esto requiere de una comprensión muy especial del manejo de las emociones.

Difícilmente una persona va a poder corregir hábitos mentales negativos y emociones negativas si no tiene un conocimiento adecuado de sí mismo. Hay un conocimiento sistemático del ser que permite que toda persona se libere de las emociones negativas, pero esto requiere verdaderamente de un estudio de sí mismo o, en ocasiones, también , terapias.

El hecho de vivir implica, en algunas ocasiones, un cambio de dirección en la proyección de la vida. Pero si se han invertido tantos años, tanta energía, tanto esfuerzo, incluso tanto dinero en una relación de pareja, ¿por qué no considerar todas las posibilidades para resolver cualquier desaveniencia y superarla?. Frente a una problemática, lo que se tiene que hacer es dialogar, intercambiar puntos de vista. Implica un cambio de silla, una valoración del otro punto de vista, sin lo cual jamás se podrá comprender la apreciación de la otra parte y, en consecuencia, no se podrá encontrar la solución real a un problema que no estamos pudiendo plantear con objetividad.

Dialogar es cambiar de silla: “Ponte en mi lugar, ponte en mi circunstancia; imagínate tú como te sentirías si hubieses vivido las experiencias que yo viví. Interiorízalo, date tiempo para imaginar la circunstancia, para sentir las emociones, para poder ver con claridad lo que yo viví, desde este lado...” De igual forma, el otro también tiene que realizar el esfuerzo por vivir y comprender las circunstancias en las cuales la otra persona actuó como actuó, las experiencias que vivió, los miedos que tuvo, los resentimientos que la abarcaron, las culpas, etcétera.

Cualquiera que sean las circunstancias: las presiones económicas, el trabajo exacerbado, la falta de sueño; un sinnúmero de circunstancias que van alterando a una persona y que de pronto la conducen a actuar en una forma en que no necesariamente esa misma persona quisiera actuar. ¿Cuántas veces no hemos actuado en una dirección y nos hemos arrepentido de haber actuado como actuamos?. Desde luego, las circunstancias han cambiado; quizá cuando actuamos así había todo un cuadro de predisposición para actuar de esa manera; estábamos bajo una presión de trabajo; bajo una inseguridad creciente, tal vez; bajo un agotamiento; o bajo “x”, “y” o “z” circunstancias que de pronto nos conducen a actuar en una determinada dirección.

Otra característica del diálogo debe ser la honestidad. Sin este elemento, todo intento es vano y toda relación es inútil. ----¿De qué me sirve a mí estar viviendo con un fantasma, con alguien que desconozco: desconozco sus acciones, sus pensamientos, sus emociones; con alguien que miente?. No tiene absolutamente ningún sentido.---- En casi todas las parejas hay distintos índices en la porción de mentira. En casi todas las parejas hay un sinnúmero de mentiras. Uno de los grandes trabajos a realizar en una relación de pareja es ir despejando estos índices de mentiras y poco a poco ir acercándonos hacia una verdad tangible.

Cuando una pareja atraviesa una crisis y se sientan a dialogar, ahí hay una gran oportunidad para dialogar al desnudo, de verdad, entregándose en cuerpo y alma, con un solo objetivo: la búsqueda de la verdad; clarificar la situación. No hay nada más hermoso que aceptar un diálogo bajo las premisas de la honestidad. Siempre se encontrará una gran paz. No importa, todos podemos equivocarnos; todos, de hecho, nos equivocamos. Nos equivocamos con más frecuencia de la que quisiéramos. La diferencia entre un hombre sabio y un hombre necio es que el hombre sabio aprende de sus errores y no los vuelve a cometer, mientras que el necio no aprende nada del error y lo comete una y otra y otra vez.

Un hombre sabio no es aquel que no comete errores. Un hombre sabio es aquel que comete errores diferentes, porque de los errores que ya cometió, ya aprendió y no los vuelve a cometer; ahí está la sabiduría. Mientras que el necio comete siempre los mismos errores. Camina sobre un rodillo, que es el rodillo de su propia deshonestidad frente a sí mismo. Si podemos vernos con la cara al desnudo; esto es, de reconocer el error, entonces estamos en posibilidad de aprender de él y, genuinamente, de cambiar.

Cuando el diálogo está basado en la mentira, no resolvemos nada. De hecho, complicamos más el problema anterior porque no sólo se cometió un error, sino que de hecho, se comete un segundo error que es mentir para ocultar o disimular o atenuar el error cometido anteriormente. No estamos comprendiendo la lección; no estamos comprendiendo la experiencia en nuestra propia vida. La sabiduría es cometer errores distintos porque he aprendido de mis errores. Pero si quiero aprender de ellos tengo que verlos con absoluta honestidad, con absoluta claridad.

No se debe tener miedo a poner el dedo en la llaga, a ubicarla, a ver su profundidad, porque es la única forma de sanarla, de resolverla. No hay nada más hermoso que la verdad, por terrible que ésta nos pueda parecer desde la perspectiva de la falsa personalidad, de nuestros miedos, de nuestros condicionamientos, etcétera. Una vez que hemos tocado fondo, se experimenta un gran alivio. Pero esto conlleva a otro elemento importantísimo: disfrutar la propia verdad. Si esta condición es mutua, entonces sí existe la posibilidad de un genuino arreglo en la pareja, de un genuino acuerdo y de una transformación de vida.

Nadie en su sano juicio puede esperar que su pareja sea perfecta. La relación de pareja es, precisamente, una relación de perfeccionamiento mutuo, de crecimiento mutuo. El genuino amor es el aceptar a nuestra pareja tal como es. Pero el primer paso para poder aceptar a mi pareja tal como es, con sus posibilidades y sus limitaciones es, primero, saber cómo es; esto es extraordinariamente importante.

Si una persona advierte que su pareja miente, entonces no hay posibilidad de solución de nada, porque nada puede edificarse con base en la mentira. Por dolorosa que sea la verdad o que pueda parecernos, al final es gratificante, es hermoso; la persona alcanza el límite de la paz interna, porque su relación de pareja está basada en la honestidad. Una crisis de pareja siempre nos permite vernos de cuerpo entero, completamente tal cual es, en una relación de espejo. Por supuesto, el diálogo no se puede realizar enjuiciando a nadie, no se trata de la oportunidad de echar las culpas y destacar santidades; simplemente se deben describir los hechos tal y como ocurrieron y verlos con claridad, la verdad al desnudo.

Una vez que esto ha ocurrido así, se deben buscar las posibles soluciones. El diálogo no puede ser incriminatorio, no puede ser culpabilizante porque es un diálogo; una cosa es dialogar y otra es acusar; una cosa es dialogar y otra cosa es recriminar; una cosa es dialogar y otra es culpabilizarse; una cosa es dialogar y otra experimentar resentimiento.