jueves, 25 de septiembre de 2008

Apuntes para una teoría de la Belleza.


Las modas sociales son parte de la cultura de los pueblos. Representan corrientes de reconocimiento e integración que influyen en distintos ámbitos de la organización social. Desde los usos del lenguaje y los modales, hasta la vestimenta y los hábitos alimenticios, las modas marcan épocas y determinan parte de la marcha de la humanidad. Los opulentos cuerpos de la posguerra, las largas cabelleras de los 60´s. y el culto al “fitness”, hace 20 años, son algunas de las modas que la sociedad ha adoptado en las últimas cinco décadas.

Actualmente, nos enfrentamos al terrorismo de la delgadez y del acercamiento a la naturaleza luego del terrorismo antinatural, abanderado por la comida chatarra cocinada en microondas. Detrás de todo esto hay una ideología. Nada escapa al movimiento global de la humanidad, ni escapa a los fenómenos políticos. El modelo propuesto de delgadez define el concepto actual de la belleza. Del mismo modo, los eventos que transforman la estructura social transforman la visión de la belleza. Como fenómeno social, la representación de lo bello cambia de acuerdo con los procesos que marcan la historia mundial, traducida en eventos culturales que validan su resultado.

En la sociedad actual, esa validación se efectúa a través de métodos audiovisuales, ya que la imagen populariza la ideología y carga con los prejuicios en uso. Cuando una sociedad quiere imponer un cambio, un modelo de vida a un conjunto de la población, la imagen reina.

La representación de la mujer a través de la historia ha sido siempre un asunto de hombres; se establece la imagen que el hombre define y que se trata, además, de la mujer de la clase dominante. Se hace menos una descripción que un modelo al cual hay que someterse, una especie de arquetipo estético: opulenta o delgada, seguida de una noción ética: bruja o santa; y el canon social: esclava o liberada, y el paradigma vestimentario: oculta o revelada.

Una vez que todo se ha desmoronado: las ideologías, los superhéroes, la lucha de clase, los valores, sólo queda un absoluto colectivo: la belleza. El cuerpo se ha vuelto un templo. Pero la representación de la belleza siempre ha sido coercitiva, una especie de cárcel. En estos términos, la gloria actual resulta superficial y vacía. Las mujeres “bellas” de hoy, son huecas y sin personalidad: la imagen de la belleza del nuevo siglo no tiene nada.

¿Cómo soñar si el cine ya no produce mitos?. No importa el vacío sideral de las mujeres bellas de nuestros días, pero gravitan al encuentro de tres valores básicos de la globalidad: Belleza, Dinero, Éxito. El culto narcísico del cuerpo es uno de los rasgos esenciales de la postmodernidad en donde lo importante es parecer y seducir; en lo cual juega un papel trascendente el imaginario masculino. ¿Acaso ese mundo de mujeres bellas, ese pozo de deseos, los salva de su propia realidad?.

Las chicas bellas de hoy no son sólo modelos, se presentan como la punta de la civilización, la quintaesencia de nuestra sociedad de espectáculo y consumo. Frente a la realidad que es la muerte, el sufrimiento y la violencia, las mujeres bellas ocupan el lugar de lo imaginario, el reverso de la moneda. Son serenas, marmóreas; ninguna certeza puede ser contestada en ellas; son la manera fácil de huir de un mundo demasiado agresivo, de olvidar el desempleo, las preocupaciones, el Sida. Son un tipo de opio.

Lo que “fascina” de las mujeres bellas de hoy es el gran dinero que ganan. En estos tiempos de angustia profesional parecen ser un contra modelo; no tienen patrón, no tienen oficina, no tienen obra, parecen tener una formidable libertad. Y dado que el dinero está bien parado en la lista de los ideales colectivos, ¿acaso no es esto el “éxito” de la globalización?. Las mujeres bellas de hoy han guardado el gusto por el dinero, pero nada más. Su tiempo se mide en dólares y en el espacio mediático que ocupan, pero jamás por el nivel de emoción que suscitan en el imaginario; aquí no hay emoción, sino sugerencias absurdas. Dramáticamente, estas mujeres bellas se fabrican en serie y, una vez capturadas, hay que popularizarlas. Todo es falso en este universo pretendidamente artístico, donde hay que seguir las opiniones de otros, que se reproducen “ad infinitum”. Su característica es la finitud, todo se acaba pronto y hay que producir nuevos modelos sin cesar. Hay algo de trágico en ese mundo.

Nuestra civilización han mantenido una relación muy ambigua con el entorno femenino; esa ambigüedad ha ido dando tumbos en esquemas de valoración, traducidos en modelos de aceptación y preferencia, lo cual aplica en una génesis de la vanidad y el reconocimiento, en ambos sexos, con un resultado que va del maquillaje a los adornos corporales. En la antigüedad, había que pintarse para ser reconocido; el que se quedaba en estado de naturaleza no se distinguía de la bestia. Aquí y hoy, como ayer y allá, hay que pintarse, remodelarse, mutilarse, tatuarse, torturarse; es decir, volverse monstruo para dejar de ser bestia. Los tratos que se infligen las personas, las mutilaciones, tatuajes, liposucciones, etc. son preocupaciones confundidas entre eróticas, fetichistas, estéticas, religiosas, jerárquicas; constituyen una obsesión de nuestros días que genera al cuerpo objeto, al cuerpo rompecabezas. Hay en todo esto como una negación de la muerte que cuestiona la memoria, cuestiona la vida y cuestionan la naturaleza. Es la emoción creada y la emoción negada.

Y sin embargo, al final, más allá de las consideraciones temporales, culturales, estéticas o sensacionalistas, de los rasgos, la complexión y la raza, hay una verdad innegable: No existe fealdad en un rostro cuyos rasgos expresan las posibilidades de la pasión y la imposibilidad de la mentira. Esta es la belleza verdadera y poco tiene que ver con la historia de las modas y sus fundamentos estéticos, ideológicos y comerciales.