lunes, 6 de abril de 2009

El Silencio es útil. 1/2

La primera condición que debe observarse rigurosamente para adquirir el dominio de sí mismo es la de guardar silencio en el momento oportuno. No se trata de convertirse en una persona taciturna, ni mucho menos de adoptar un aire melancólico cuando se encuentra uno en sociedad. Quien se comporte así, en lugar de caminar hacia el éxito, se encontrará muy pronto con la desagradable sorpresa de que todo el mundo le vuelve la espalda.

El silencio útil, el realmente recomendable, se practica de modo transitorio y en casos determinados. No por observarlo cuando sea preciso deben ser menos amables, menos cordiales, menos afables con quienes les rodean. Este silencio debe entenderse en un sentido muy amplio; es preciso observarlo no sólo permaneciendo sin pronunciar ni una sola palabra, sino tratando de detener momentáneamente una parte de la actividad espiritual interior. Debe durar todo el tiempo que sea necesario para reencontrar otra vez el equilibrio moral.

Debe utilizarse la siguiente regla para saber utilizar el silencio en todas las ocasiones en que sea preciso conservar el control absoluto sobre sí mismo. Siempre que se sientan agitados por una emoción intensa, guarden silencio, no hablen, no escriban nada, no tomen ninguna decisión; en una palabra, suspendan provisionalmente todos los actos que pudieran resultar influidos por su emoción.

Quien no sea capaz de observar esta regla no logrará jamás dominar sus primeras impresiones, y se convertirá, por consiguiente, sin esperanza de mejoramiento, en el juguete de sus impulsos y de sus caprichos. Si graban esta regla en su memoria, si la leen y la vuelven a leer, si meditan sobre ella hasta conseguir que no se borre de su mente, obtendrán inmejorables resultados.

¿Qué debemos entender por “emoción intensa”? Esa frase comprende todo aquello que nos hace perder el equilibrio interior. Una contrariedad inesperada desencadena en nosotros, de repente, una tempestad de mal humor. La ira se apodera de nuestro ánimo. Estamos en nuestra casa: al empujar un mueble, derribamos un costo jarrón, que se hace trizas; al sentarnos con furia ante la mesa de trabajo revolvemos papeles cuidadosamente clasificados, carpetas de documentos o escritos cuyo orden nos convenía conservar; si a la hora de la comida nos sirven un plato mal sazonado estallamos en gritos de indignación o nos dejamos arrastrar por una crisis de agudo pesimismo... La impaciencia, el mal humor, la indignación se han apoderado de nosotros: hemos perdido nuestro equilibrio interior.

Acabamos de recibir el choque de unas frases desagradables que por desacierto o por malevolencia nos ha dirigido la persona que hablaba con nosotros; nos sentimos víctimas de una grosería o de una falta de educación; nos creemos vejados o humillados, y sentimos la necesidad de responder con una frase rápida al interlocutor molesto o inoportuno... Pero la cólera palpita en nuestros labios: hemos perdido nuestro equilibrio interior.

En nuestro trabajo cotidiano surgen de pronto dificultades imprevistas. Esto nos causa una contrariedad, y nuestra imaginación, puesta al servicio de la dificultad surgida, la multiplica por ciento o por mil, aumentando cada vez más su importancia hasta presentárnosla como insuperable. El desequilibrio nervioso que nos produce este crescendo imaginativo nos enerva y nos gana de tal suerte, que estamos dispuestos a renunciar a los proyectos que anteriormente habíamos encontrado dignos de estimación...

¿Qué ha sucedido? Esto: nada más hemos perdido nuestro equilibrio interior.

Acabamos de recibir una carta que nos trae malas noticias. Se trata de un negocio en el que habíamos puesto todas nuestras esperanzas, y que de pronto se ha torcido, o de una persona querida que se halla gravemente enferma, o de un amigo que nos ha hecho una mala jugada. Nuestra imaginación pone en juego todos sus recursos para amplificar los acontecimientos, y, arrastrados por ella, ennegrecemos en seguida el cuadro: el simple contratiempo en el negocio se transforma en una catástrofe financiera; la enfermedad; grave, pero a la vez pasajera, es mortal de necesidad; la mala jugada se convierte en altísima traición... ¿A qué aturdirse antes de examinar la situación con pleno conocimiento de causa? La causa es evidente: hemos perdido nuestro equilibrio interior.

Tenemos el deseo de adquirir un objeto cualquiera, cuya posesión nos causa una ilusión inmensa. Pero es un objeto caro y su costo rebasa nuestras posibilidades actuales. La más elemental prudencia nos aconsejaría aplazar para ocasión más propicia la compra placentera, pero, ¡cuidado! Hemos perdido nuestro equilibrio interior.

1 comentario:

Isabel dijo...

Dejarnos llevar por las emociones intensas nos lleva a pensar en los imposibles, en las actitudes negativas, y eso no nos permite superar obstáculos, ni tan solo a nosotros mismos.
Viene la idea del "imposible", que es la que debemos evitar. Por eso, las temporadas de silencio en situaciones extremas nos ayudan a armarnos emocionalmente contra la idea del imposible y a aclarar la mente y el corazón al servicio de la búsqueda de la solución.
Siempre hay soluciones, siempre hay salidas, con el pensamiento claro y el silencio como aliado.