martes, 22 de mayo de 2007

Los Sentimientos: Valor y Luz de la Vida

Tenemos pensamientos que creemos muy profundos y mejores, y sobre los cuales establecemos nuestra felicidad moral y todas las certidumbres de nuestra vida. Sin embargo, lo que vale, lo que ennoblece e ilumina nuestra vida, es, más que nuestros pensamientos, los sentimientos que despiertan en nosotros. El pensamiento es, tal vez, el objeto; pero sucede con él como con el objeto de muchos viajes: el trayecto, las etapas, lo que se encuentra en el camino, lo imprevisto que nos acontece, es lo que nos interesa más. Lo que queda aquí, como en todo, es la sinceridad de un sentimiento humano. De una idea, nunca sabemos si nos engaña; pero el amor con que la hemos amado recaerá sobre nosotros sin que una sola gota de su claridad o de su fuerza se pierda en el error. Lo que constituye, lo que alimenta el ser ideal que cada uno de nosotros se esfuerza por formar en sí mismo, no es tanto el conjunto de las ideas que perfilan su contorno, sino, la pasión pura, la lealtad, el desinterés con que rodeamos esas ideas. La manera con que amamos lo que creemos ser una verdad, tiene más importancia que la verdad misma. ¿No nos hacemos mejores, más por el amor que por el pensamiento?. Amar lealmente un gran error vale más, a menudo, que servir bajamente a una gran verdad.

Esa pasión, ese amor, pueden encontrarse en la duda y en la fe. Lo mejor que hay en un pensamiento que nos parece muy alto, muy puro o profundamente incierto, es que nos ofrece la ocasión de amar alguna cosa sin reserva. El metal precioso que se encuentre un día en el fondo de las cenizas del amor no provendrá del objeto de ese amor sino del amor mismo. Lo que deja una huella que no se borra es la sencillez, al ardor, la firmeza de un afecto sincero. Todo pasa, se transforma, se pierde tal vez, menos la irradiación de esa profundidad, de esa firmeza, de esa fecundidad de nuestro corazón.

Los pensadores son quienes viven del lado de la fidelidad a los mejores pensamientos de la amistad, de la lealtad, del respeto a sí mismo y de la satisfacción interior; pasan bajo una luz sencilla y apacible entre las vanidades, las ambiciones, las mentiras y las traiciones. Son sabios; no salen de la vida; permanecen en la realidad. No basta amar a Dios ni servirle lo mejor que se pueda, para que el alma humana se fortalezca y se tranquilice. No se llega a amar a Dios sino con la inteligencia y con los sentimientos que se han adquirido y desarrollado con el contacto de las personas. El alma humana sigue siendo profundamente humana a pesar de todo. Se puede enseñarle a amar muchas cosas invisibles; pero una virtud, un sentimiento completa y simplemente humano la alimentará siempre más eficazmente que la pasión o la virtud más divinas. Cuando encontramos un alma en verdad tranquila y sana, estemos seguros de que debe su salud y su tranquilidad a virtudes humanas. Las llamas de todas las virtudes se albergan en el alma y en el corazón.

Tal vez se necesiten, en una hermosa vida, menos horas heroicas que semanas graves, uniformes y puras. Quizás una alma recta y absolutamente pura sea más preciosa que una alma tierna y abnegada. Si de ella se debe esperar un poco menos de abandono, un poco menos de entusiasmo en las aventuras excesivas de la existencia, se puede descansar en ella con más confianza y más certeza en las circunstancias ordinarias, ¿y qué persona, por extraña, por agitada, por gloriosa que sea su vida, no la pasa casi toda en circunstancias ordinarias?.

Hay que volver siempre a la vida normal; allí es donde se encuentra el suelo firme y la roca primitiva. Exige una fuerza más constante, no dejarse nunca tentar por un pensamiento inferior, y llevar una vida menos altiva, pero más igualmente segura. Nuestro deseo de perfección moral al nivel de la verdad cotidiana, para reconocer que más fácil es hacer por momentos un gran bien que no hacer nunca el menor mal, hacer sonreír algunas veces que no hacer llorar nunca.

En la vida, muchas felicidades, muchas desgracias sólo son debidas al azar; pero la paz interior no depende nunca de él. Para el instinto del alma, las vivencias y sus resultados siempre son útiles... Pensamientos, afectos, dolores, convicciones, decepciones, aún las dudas, todo les sirve, y lo que la tempestad destroza al arrancarlo, se hace más fácil de manejar para reconstruir algo más lejos un edificio menos orgulloso pero más apropiado para las exigencias de la vida.

Ocurre con las raíces de la felicidad interna lo que con las de los grandes árboles: las que más azota la tempestad son las que más a menudo acaban por tener más poderosas y más nutritivas raíces en el suelo eterno; y el destino que nos sacude injustamente sabe tanto de lo que ocurre en el alma como puede saber el viento de lo que sucede bajo tierra.