domingo, 18 de octubre de 2009

En voz alta - II

La vida, para ser llevadera, ha de ser intensamente vivida. La sensibilidad la llena de cuando en cuando, y si es verdad que cambia semejante al agua que corre, al menos nos transporta como una corriente que puede parecer igual y eterna.

Pero si se analiza la vida y se le desnuda y pela con el pensamiento, con la razón, con la lógica, con la filosofía, entonces el vacío se muestra sin fondo, la nada confiesa francamente ser nada, y la desesperación se afinca en el alma como el ángel se posó sobre el sepulcro abandonado por el hijo de Dios.

Mi pensamiento descubrió, entre muchísimas cosas, la inutilidad de la existencia, la supremacía del mal, la tristeza de los sueños interrumpidos, de las ilusiones laceradas, del descorazonamiento del pasado que no vuelve, la desesperación que doblega y destroza el alma cuando se ha girado en torno a la vida por doquier, isla breve y apenas iluminada del infinito gozo de la nada. Así, pues, hice una fúnebre compilación de dolor hecho verbo, donde los dísticos, las paradojas, las quejas y las lamentaciones de hombres distantes en el espacio, en el tiempo y en el espíritu, se encontraron agrupados, como angustioso coro del humano descontento.

Yo tenía necesidad de cariño. Quería sentir una mano en mi mano, quería ser escuchado y escuchar; tener alguien a quien decir en secreto, en el abandono inolvidable de las primeras amistades, esos sentimientos, esos pensamientos y deseos que no se pueden decir a los padres y a las madres. Quería alguien igual a mí, para trabajar juntos; alguien mayor que yo para aprender, para que me guiara; alguien inferior a mí, a quien ayudar y enseñar.

Yo necesitaba, y aún necesito, corazones amantes y, especialmente, cerebros activos y abiertos. Gente como yo; de esos que leen, piensan, declaran y tienen insólitas curiosidades y sueños extravagantes en la cabeza. Por eso, la llegada de los verdaderos amigos, a mi vida, fue la aparición de las primeras estrellas en la larga expectativa de un crepúsculo vespertino. El ánimo impulsó mis visiones poéticas; apreciamos mutuamente nuestras vagabundas rebuscas literarias y ser siempre iguales.

Para mí, el pensamiento fue el testigo y el apoyo del malestar, de la tristeza, del ingenuo disgusto de la vida. Horquilla, armadura, sustentáculo y nada más. Así, pues, salí del dolor por la vía del pensamiento. El método hizo olvidar los resultados y el medio mató al fin. Mi idea fija era podar el mal de la vida de modo certísimo, irrecusable, definitivo; de tal modo que nadie pudiese decir que no; de tal modo que todos tuviesen que decir: “Es así, y no puede ser de otra manera”.

Me olvidé de la tragedia del mundo, de la vanidad leopardina, de la renuncia schopenhauriana e incluso de mi indefinido descontento. Me gustaba la investigación; la idea que engendra una idea más grande; el poder maravillosamente ensanchador de la abstracción. Los métodos y los conceptos me conquistaron; no ví ya mi dolor reflejado en el mundo, pero sentí pensar el mundo dentro de mí. Desde entonces la vida fue pensamiento, y sólo pensamiento. Estaba ahogado por los hechos, pero los hechos no me bastaban.

El pensamiento no se detiene. El final de la última página no es más que el exordio de una nueva salida, y toda cima alcanzada es un trampolín para otros vuelos.

Para mí, el universo de agua y de fuego, de crepúsculos y de vórtices, se convirtió poco a poco en el mundo de la razón, en la múltiple encarnación de las ideas, de la cristalización de la palabra divina; en el río cambiante de las imágenes, en el reino del espíritu manifiesto. La revolución de ideas me conquistó. La esencia inmediata es la sensación. La sensación es un hecho nuestro, del alma. Más allá no sabemos nada. Único espía y testigo de la realidad es este continuo surgimiento de estados y devenires de la conciencia. El mundo es nuestra representación.

El mundo es representación, sí; pero yo no sé de más representaciones que las mías. Las de los demás me son desconocidas, como la esencia de los fenómenos inanimados. La mente de los demás existe tan sólo como hipótesis de mi mente. El mundo es, pues, mi representación ---el mundo es mi alma---; el mundo soy yo.

Decir que el mundo es representación quiere decir simplemente que las representaciones son el mundo y que el mundo existe; creer que los demás existen significa únicamente que existen esos conjuntos de sensaciones dirigidas por una voluntad semejante a la nuestra que se llaman seres humanos, y éstas son simplemente definiciones que no cambian nada de nada. El vocabulario es siempre el mismo, y ante las cosas y los seres humanos debemos obrar como entes, y no podemos obrar de otra manera.

Y fue con esta conclusión que cumplí 20 años.

lunes, 5 de octubre de 2009

En voz alta


A veces, cuando me siento agobiado y agotado, en los momentos duros, pienso en esos cálidos y rubios días de embriaguez pueril; las largas serenidades de la inocencia; las sorpresas de los cotidianos descubrimientos del universo.

Y, bueno, se supone que así son los días de la infancia, el marco y escenario de la niñez. Sin embargo, esa etapa de mi vida jamás se caracterizó por esos horizontes, ni por tales sensaciones. No; sólo puedo ubicar momentos de esa naturaleza durante algún instante feliz de armisticio o de abandono. Mi niñez fue muy distinta porque siempre estuvo determinada por una actividad mental que parecía fuera de los límites correspondientes a esa etapa.

Años después, a partir de la adolescencia, la soledad me hizo triste y malhumorado. La tristeza apretó mi corazón y avivó mi cerebro. Y me agrada porque desde aquel principio de vida empecé a gustar la viril dulzura de esa infinita e indefinida melancolía que no quiere desahogos y consuelos, sino que se consume en sí misma, sin objeto, creando poco a poco ese hábito de vida interior y solitaria que nos aleja para siempre del resto de las personas, sencillamente porque te hace más sensible y más sabio.

A partir de ese momento apareció en mi rostro una característica: los cerrados labios de quien padecerá sin la fastidiosa debilidad de los lamentos. Junto a ello, se erigió en mi persona el tranquilo descorazonamiento del “viejo”; es decir, del ser superior y universal; del ser sufriente y pensativo.

Y se me encoge el corazón al pensar en todos aquellos días desvanecidos, en aquellos años infinitos, en aquella vida cargada de vida que caracterizó todos los años que me han seguido, con todas esas emociones y vivencias, y con aquella nostalgia y amor imborrable de otros cielos y otros camaradas.

Con todo ese bagaje de vida, me transformé y adquirí la vida magnífica y dura del omnisapiente. La razón corrió en ayuda del cansancio y el dolor. Entonces surgió una guía que ha llegado a ser una máxima de mi vida, casi una sentencia: “Escribe que te escribirás”; la cual se ha convertido en mi circunstancia.

Y yo soy quien soy: Fernando de Alarcón. Bajo mi rostro particular y aquel cuerpo delgado, ha habido un alma que quería saber, conocer la verdad, embeberse la luz, y bajo el cabello largo de mi cabeza, un cerebro que quería comprender toda idea y por doquier razonar y soñar; había una mente que ya entonces contemplaba lo que los demás no ven y que se alimentaba allí donde los más no encuentran sino vacío y desolación. ¿Por qué nadie ha comprendido y me ha dado lo que por derecho me corresponde?

Sin embargo, no me lamento de la dureza ni me avergüenzo del sufrimiento y las humillaciones pasadas. La facilidad de la vida me habría hecho, tal vez, más cobarde, menos apasionado y al fin más pobre. La amargura continua de quien no tiene y no puede tener, me ha alejado de los demás y ha constreñido mi espíritu con el laminador del dolor, que le ha hecho más pulido, más afilado y más digno.

Recuerdo los instantes y los lugares de mi crecimiento: la colonia Del Valle, Ciudad Azteca, mi colonia Roma, los bosques de Chapultepec y de Aragón, las calles del centro de la ciudad y la Alameda; todo ello sin lujos, sin esplendores de tintas, sin olores ni festones paganos, pero tan íntimos, tan familiares, tan adecuados a la sensibilidad delicada, al pensamiento de los solitarios.

Veo en mis recuerdos al invierno, al otoño o a la primavera lluviosa; cielos cubiertos, unidos, grises, cerrados; viento mordiente o la quietud fría y bronceada de la tierra, que pena y trabaja en lo profundo.

También veo al sol de verano, pero no siento calor jamás; o veo un solecillo débil que sale a ojeadas de entre las nubes viajeras y hace parecer más negra la tierra cada vez que asoma de nuevo. Veo el campo como bajo un cielo del Norte, con todo el recogimiento y el desierto del año que acaba después que el último de mis girasoles se ha encogido en los secos pastos del patio.

Y apenas mi intelecto, al fin de la adolescencia, fue mayor de edad, le pidió a la vida sus razones y no obtuvo respuesta. Entonces la teoría dio forma a la melancolía. A la tristeza física y absoluta de las tardes festivas de invierno siguió la investigación acerca de los bienes y los males de la existencia, y el espíritu respondía que “no” a toda promesa; replicaba que “no” a todo sueño embustero, a todo placer falso y soplaba entre los últimos encantos como el viento de media noche sobre las pocas llamas subsistentes de una luminaria con mal éxito.

A la languidez de las vigilias fantaseadoras, cuando entran ganas de compadecerse uno mismo, sin razón ---como nunca se compadecerá a nadie--- siguieron las investigaciones acerca de la naturaleza del dolor, sobre la brevedad de las alegrías, sobre el balance de la felicidad terrestre; a los sonetos patéticos por el fin de los días y de los otoños, siguió la firme intención de protestar pública, racionalmente, contra la bestial aceptación de la vida.

A esa edad, la perpetua demanda inútil se me presentó con las mismas palabras de todos los tiempos y de todos los tediosos: la vida, ¿vale la pena de ser vivida?

No me restaba sino el pensamiento. Siempre me había gustado generalizar, estrechar relaciones entre hechos lejanos, adivinar leyes, desmontar y volver a construir teorías.

Y ya armado el pensamiento, se lanzó a esta vida, sin carnavales ni faros, y se apresuró a descubrir en ella el vacío y el callado dolor. A desentrañar por qué a cada deseo le sale al encuentro una repulsa; a cada aspiración, un mentís; a cada esfuerzo, una bofetada; a todo anhelo de felicidad que nos toma a los 16, a los 18 años, la promesa de la nada. ¡La nada enmascarada de cien maneras! Fe, gloria, arte, acción, paraíso, conquistas; máscaras en el rostro, agujeros sin ojos, bocas sin lengua, besos sin respuesta.