lunes, 8 de octubre de 2007

La importancia y la ruta del Dolor

Por lo general, el ser humano cree que la salud, la felicidad y la libertad son regalos del cielo o, al menos, elementos obligados de la Naturaleza; sin embargo, cuesta mucho dolor merecerlas y conquistarlas. La paz no es un regalo de Dios, sino un deber arduo que hay que conquistar cada día a fuerza de gracia y de sobrehumano amor. En estos tiempos, el ser humano sabe muchas cosas pero no se conoce a sí mismo, por lo que también olvida que sin un mínimo de dolor no se pueden forjar los grandes estados de conciencia, personal y colectiva; que la vida se renueva siempre en el dolor.

Y es que si no se interioriza, si no se medita, se empobrece. Dentro del ritmo que la vida cotidiana nos imprime, es más que necesario intentar dos cosas: limitar el reloj y el espíritu binario, que irremediablemente matan a la espiritualización, a la fuerza humana. Es importante rescatar la mesura y la paciencia.

Supongamos que nuestra vida se complica, que padecemos un dolor. Un tormento es tanto más cruel por cuanto es grande el amor que lo dicta, entendiendo ese amor como la expectativa, la esperanza y el compromiso con el que asumimos una vivencia. Sin embargo, un ser humano realmente bueno escapa del infortunio. ¿Acaso el mal que nos ocurre nos impide ser justos, magnánimos, templados, prudentes, modestos y libres?. Supongamos que los demás nos lastiman, ¿en qué puede eso impedir a nuestro espíritu ser puro, sabio, sobrio y justo?.

Con frecuencia se olvida que el dolor nos educa a todos, nos iguala a todos y a todos nos redime. Es el único elemento que acierta a mirarnos con compasión. Y del mismo modo, se ignora la vena escondida de alegría, por lo menos de conformidad, que lleva en sí el contratiempo más duro, la más terrible adversidad. Y es que la existencia es un misterio total, mantenido a raya por el hábito y la costumbre. Sin embargo, la base de la verdadera paz es no eludir ninguna de las consecuencias de nuestra experiencia; no inquietarse porque se és, ni atemorizarse porque se deja de ser.

La vida no es una novela; es la vida. Y la vida es así: anverso de gloria, reverso de dolor. El olvidar este reverso es lo que lleva a las grandes catástrofes personales y sociales. Los seres humanos sabemos que es preciso repartir el bienestar entre todos. Pero también hay que repartir el dolor, buscarlo donde exista, beber el trago que a cada quien nos toca; y saber encontrar en sus heces, la fuente de la paz.

Para encontrarla, necesitamos ubicar y asimilar los recuerdos que estremecen, contentan o lastiman el corazón, hecho que requiere en no pocas ocasiones del perdón. Perdonar no significa olvidar, sino recordar sin dolor. Perdonar significa quitarle la carga emotiva al recuerdo, para entender y asimilar una experiencia y que, en su caso, nos lastime menos.

Otra manera de afrontar la existencia es la Resignación... Resignar... Resignificar... La asimilación y la adaptación implican humildad, recibir de la vida y la propia experiencia sin prejuicios para resignificar las vivencias, porque todo debe retomarse para crecer; o sea, aceptarlo para responder, ante todo, con tranquilidad y libre albedrío.

Morir al pasado para ubicarnos en el presente, esa es la única vida. La existencia requiere convertir la culpa en responsabilidad. Lo que no se repara se repite; y para repararlo, contamos con la intensidad de nuestras experiencias, porque la pasión estimula la reflexión.

Ante todo, el dolor es el antecedente necesario de la acción. El valor agregado del aprendizaje, antes de la acción, supera en mucho los costos de la sorpresa desagradable. Es necesario reparar para no repetir porque la comprensión del error pasado es esencial para construir la verdad futura.