lunes, 18 de diciembre de 2006

Felicidad Interior: Juez de nuestros actos

Quien ejerce el amor, pese a las desdichas, las injusticias y los desengaños, sigue siendo amante, tierno y dulce en sus lágrimas; y esto hace ser más feliz que el ser duro, egoísta y rencoroso en sus sonrisas. Triste es amar sin ser amado, pero más triste es todavía no amar de ningún modo.

Quien sufre injustamente se crea en el sufrimiento un horizonte que se extiende hasta tocar los goces del espíritu superior. La injusticia que cometemos no tarda en reducirnos a los pequeños placeres materiales, y a medida que los disfrutamos, envidiamos de nuestra víctima la facultad de disfrutar cada vez más vivamente de todo lo que no podemos quitarle, de todo lo que no podemos alcanzar, de todo lo que no toca directamente a la materia. Un acto de injusticia abre para la víctima de par en par la puerta misma que el verdugo se cierra sobre su alma; y la persona que sufre entonces, respira un aire más puro que la persona que hace sufrir. Hay cien veces más claridad en el fondo del corazón de los que son perseguidos que en el fondo del corazón de los que persiguen. ¿Y acaso no depende toda la salud de la dicha, de cierta claridad que tenemos en nosotros?. El ser humano que imparte el dolor apaga en sí mismo más felicidad de la que puede extinguir en aquel a quien abruma.

Nuestro instinto de la felicidad no ignora que es imposible que quien tiene razón moralmente no sea más dichoso que quien hace mal, aunque lo haga desde lo alto de un trono. No se respira con más libertad en la inconciencia que en la conciencia del mal. Por el contrario: quien sabe que hace el mal desea a veces evadirse de su prisión; el otro muere dentro de ella, sin haber gozado siquiera con el pensamiento de todo lo que rodea los muros que le ocultan tristemente el verdadero destino de la especie.

Fuera del ser humano no hay justicia; pero en el ser humano jamás se comete injusticia. El cuerpo puede disfrutar de placeres mal habidos, pero el alma no conoce más satisfacciones que las que su virtud ha merecido. Nuestra felicidad interior está pesada por un juez interior al que nada puede corromper; porque tratar de corromperlo es quitarle algo más todavía a las últimas dichas verdaderas que iba a depositar en el platillo luminoso de la balanza.

Sólo debería hablarse de injusticia cuando un acto proporcione al agresor una felicidad interior, una paz, una elevación de pensamiento y de hábito análogas a las que la virtud, la meditación y el amor otorgan a los justos. Es verdad que se puede experimentar cierta satisfacción intelectual en hacer el mal. Pero el mal que se hace restringe por fuerza el pensamiento y lo reduce a cosas personales y efímeras. Cometiendo un acto injusto, demostramos que no hemos alcanzado aún la felicidad que la persona puede alcanzar. En última instancia, hay en el mal mismo cierta paz, cierta expansión de su ser que persigue el malvado. Puede creerse dichoso en la alegría que en él encuentra.

La felicidad que sacamos de lo que creemos, es decir, la certidumbre de la vida, la paz y la confianza de la existencia interior, el asentimiento, no resignado, sino activo, interrogador y filial a la leyes de la naturaleza, ¿no depende más de la manera con que se cree, que de lo que se cree?. Yo seré más feliz que ustedes y mi certidumbre será más grande, más profunda y más noble que su fe, si ha interrogado más íntimamente a mi alma, si ha explorado un horizonte más extenso, si ha amado mayor número de cosas. Creer, no creer, eso carece de importancia; lo que la tiene es la lealtad, la extensión, el desinterés y la profundidad de las razones por las que se cree o por las que no se cree.

Tales razones no se eligen; se merecen como recompensas. Las que escogemos no son sino esclavas compradas al azar, no se apegan a nada. Pero las que hemos merecido, alimentan nuestros pasos, pensativas y fieles. No se hacen entrar esas razones en una alma; es necesario que hayan vivido en ella durante mucho tiempo; es precioso que hayan pasado en ella su infancia, que en ella se hayan alimentado de todos nuestros pensamientos, de todas nuestras acciones; que encuentren en ella los mil recuerdos de una vida de sinceridad y de amor. A medida que crecen, a medida que se ensancha el horizonte de nuestra alma, se ensancha igualmente el horizonte de la felicidad; porque el espacio que ocupan nuestros sentimientos y nuestros pensamientos es el único en donde puede moverse nuestra felicidad.

Ese espacio se restringe todos los días en el mal, porque los pensamientos y los sentimientos se restringen en él. Pero el ser humano que se ha elevado un poco no hace ya el mal, porque no hay mal que no nazca de algún pensamiento estrecho o de un sentimiento mediocre. No hace ya el mal porque en sus pensamientos se han vuelto más altos y más puros, y sus pensamientos se vuelven más puros también porque no pueden hacer ya el mal.

La maldad debe pedir a veces un rayo de luz a la bondad a fin de iluminar su triunfo. ¿Podrá el humano sonreír en el odio sin buscar su sonrisa en el amor?. Pero tal sonrisa será muy efímera. Es esto no hay justicia interior. El individuo que va a rebuscar su felicidad en el mal, afirma con esto mismo que no es tan feliz. Sin embargo, persigue el mismo fin que el justo. Busca la felicidad.

Hacemos mal en querer una justicia exterior, puesto que no la hay. La que está en nosotros debe bastarnos. Todo se pesa y se juzga sin cesar dentro de nuestro ser. Nos juzgamos a nosotros mismos, o más bien nuestra felicidad nos juzga.

lunes, 4 de diciembre de 2006

La Justicia nacida de la Verdad

En este mundo, el mal se acarrea su castigo con más seguridad de que la virtud vea su recompensa. El crimen tiene la costumbre de castigarse a sí mismo en medio de grandes voces, mientras que la virtud se recompensa en el silencio, el jardín cerrado de su felicidad. El mal trae catástrofes ruidosas, pero un acto de virtud es sólo un sacrificio mudo a las leyes más profundas de la existencia humana.

Habrá siempre algunas víctimas de una injusticia irremediable, y si ésta nos entristece, nos enseña también, al menos, a agregar a una sabiduría más real, más humana y más altiva, lo que quitamos a una sabiduría demasiado mística.

No llegamos a ser verdaderamente justos sino desde el día en que nos vemos reducidos a buscar en nosotros mismos el modelo de la justicia. La injusticia del destino vuelve a colocar al ser humano en su lugar, en su naturaleza. Pero no creo que el desaliento moral deba nacer de tales desengaños. Una verdad, por desalentadora que parezca, transforma el valor de quienes saben aceptarla. En todo caso, una verdad desalentadora, por el hecho mismo de ser una verdad, vale más que la mentira más hermosa que aliente. Pero no hay verdad desalentadora; hay, por el contrario, valores que no son verdaderos. Lo que quebranta a los débiles es lo que vigoriza a los fuertes.

No siempre es fácil sonreír a la llegada de las vivencias sombrías, pero es posible hallar en la vida algo que no nos domine sin entristecernos. A medida que el pensamiento y el corazón se ensanchan, hablan con menos frecuencia de injusticia. En este mundo todo está bien con relación a nosotros, puesto que somos los frutos de este mundo.

Han llegado los tiempos en que el ser humano necesita aprender a colocar en otro sitio que no sea en sí mismo, el centro de su orgullo y de sus alegrías. Mientras se abren nuestros ojos, nos sentimos dominados por una fuerza cada vez más enorme, pero al mismo tiempo adquirimos la certidumbre cada vez más íntima de formar parte de esa fuerza, y hasta cuando nos hiere, podemos admirarla.

Después de la conciencia de nuestro poder, uno de los privilegios más altos del ser humano es adquirir el conocimiento de su impotencia, por lo menos como individuo. De la desproporción misma entre el infinito que nos mata, y esa insignificancia que somos, nace el sentimiento de cierta grandeza en nosotros: nos gusta más ser destruidos por una montaña que por un ladrillo; en la guerra, preferimos sucumbir en una lucha contra mil y no contra uno. La inteligencia, al mostrarnos la inmensidad de nuestra impotencia, nos quita el dolor de nuestra derrota.

Hay momentos en los cuales lo que nos vence parece tocarnos de más cerca que la parte misma de nosotros que sucumbe. Nada muda más fácilmente de casa que el amor propio, porque un instinto nos advierte que nada nos pertenece menos que él.

Si la naturaleza se volviera menos indiferente, no nos parecería ya bastante vasta. Nuestro sentimiento de lo infinito necesita de todo su infinito, de toda su indiferencia, para moverse a sus anchas, y hay algo en nuestra alma que preferirá siempre llorar en un mundo de límites, a ser constantemente feliz en un mundo estrecho. Ninguna grandeza, ya esté en la naturaleza o en el fondo de su corazón, se pierde para el sabio.