jueves, 23 de febrero de 2012



El Destino, fruto de la Actitud.


¿Para qué afligirse mucho tiempo de los errores o de las pérdidas?. Suceda lo que suceda, en los últimos minutos de la hora más triste, al fin de la semana, al cabo del año, siempre tendrá tiempo de sonreír la persona de buena fe, cuando se recoja en sí misma. Aprende poco a poco a apesadumbrarse sin lágrimas. Los beneficios de inspeccionarnos a nosotros mismos, se encuentran menos en el examen de lo que nuestra alma, nuestro espíritu, nuestro corazón han emprendido o consumado durante nuestra ausencia, que en esa inspección misma.

No hay días mediocres sino en nosotros mismos; pero siempre habría lugar para el destino más alto en los días más mediocres, porque tal felicidad se desarrolla mucho más completamente en nosotros. El lugar de un destino, no lo es la extensión de un imperio, sino la extensión de un alma. Nuestro verdadero destino se encuentra en nuestra concepción de la vida, en el equilibrio que acaba por establecerse entre las cuestiones insolubles del cielo y las respuestas inciertas de nuestra alma.

No hables del destino mientras un acontecimiento te alegre o te entristezca sin cambiar nada la manera con que admites al universo. Lo único que nos queda después del paso del amor, de la gloria, de todas las aventuras, de todas las pasiones humanas, es un sentimiento cada vez más profundo del infinito; y si no nos ha quedado éste, no nos ha quedado nada. Hablo de un sentimiento, no sólo de un conjunto de pensamientos, porque, en esto, los pensamientos no son más que innumerables peldaños que nos conducen poco a poco hasta el sentimiento de que hablo. Ninguna felicidad hay en la felicidad misma, mientras no nos ayude a pensar en otra cosa; mientras no nos ayude a comprender en cierto modo, la alegría misteriosa que experimenta el universo en existir.

Llevado a determinada altura, cualquier acontecimiento tranquilizará al sabio, porque el acontecimiento que lo aflije primero según los hombres, acaba, lo mismo que los demás acontecimientos, por agregar su peso al gran sentimiento de la vida. Es muy difícil arrebatar una satisfacción a quien ha aprendido a transformarlo todo en motivo de asombro desinteresado; es muy difícil quitarle una satisfacción, sin que de la idea misma de que no necesita de tal satisfacción, no nazca inmediatamente un pensamiento más alto que lo envuelve en una luz protectora. Un destino hermoso es aquel en que ninguna aventura, dichosa o desgraciada, ha pasado sin hacernos reflexionar, sin ensanchar la esfera en que se mueve nuestra alma, sin aumentar la tranquilidad de nuestra adhesión a la vida. Podemos, pues, decir que nuestro destino se encuentra mucho más realmente en la manera con que somos capaces de mirar una noche al cielo y sus estrellas indiferentes, a las personas que nos rodean, a la mujer que nos ama y los mil pensamientos que se agitan en nosotros, que en el accidente que nos arrebata nuestro amor, que nos prepara una entrada triunfal o nos eleva a un trono.


sábado, 18 de febrero de 2012




Aprendizaje en la Felicidad


Nada se opone tanto a la sabiduría del pensador como una prudencia débil; valdría más agitarse inútilmente en torno de una felicidad cualquiera, que esperar, durmiendo al calor del hogar, una felicidad ideal que no llegará nunca. Sobre el techo del que no sale de su casa no bajan sino las alegrías que nadie ha querido. No llamemos, pues, sabio a quien en el dominio de los sentimientos no va más allá de lo que la razón le permite, o de lo que la experiencia le aconseja que espere. No llamemos, pues, sabio, al amigo que no se entrega a su amigo porque prevé la terminación de la amistad, o al amante que no se da por completo, por miedo a aniquilarse en el amor.

Las aventuras desgraciadas no nos quitan más que las partes perecederas de nuestra energía de la felicidad, y se puede confesar que toda sabiduría sólo es una especie de energía purificada de la felicidad. Ser sabio es, ante todo, aprender a ser feliz, para aprender al mismo tiempo a conceder una importancia cada vez menor a lo que la felicidad es en sí misma. Importa que el ser humano sea, tanto tiempo como sea posible, tan feliz como pueda; porque los que salen al fin de sí mismos por la puerta de la felicidad, son mil veces más libres que los que salen por la de la tristeza. La alegría del sabio ilumina a la vez su corazón y toda su alma, en tanto que muy a menudo, la tristeza sólo ilumina el corazón.

En la felicidad se encuentra una humildad más profunda y más noble, más pura y mucho más extensa que la que se encuentra en la desgracia. Hay una humildad que debe colocarse entre las virtudes parásitas, con la abnegación estéril, con el pudor, con la castidad arbitraria, la ciega renunciación, la sumisión oscura, el espíritu de penitencia y muchas otras, que durante tanto tiempo desviaron en provecho de un charco estancado, en torno del cual vagan aún nuestros recuerdos, las aguas vivas de la moral humana. Tal humildad, aunque sea sincera, quita a nuestra lealtad íntima, que se necesita respetar siempre por encima de todo, lo que puede agregar a la dulzura de nuestra actitud en la vida. En todo caso, revela cierta timidez de conciencia, y la conciencia del sabio no debe tener ningún pudor, ninguna timidez.

Junto a esa humildad demasiado personal existe una humildad general, una humildad elevada y firme que se alimenta de todo lo que aprenden nuestro espíritu, nuestra alma y nuestro corazón. Una humildad que nos muestra exactamente lo que el ser humano puede esperar; una humildad que no nos rebaja sino para engrandecer cuanto vemos; una humildad que nos enseña que la importancia del ser no reside en lo que es sino en lo que puede percibir, en lo que trata de admitir y de comprender. El dolor nos abre también el dominio de esa humildad, pero no lo hace sino para conducirnos demasiado directamente a no sé qué puerta de la esperanza, en cuyo dintel perdemos muchos días; en tanto que la felicidad, no teniendo otra cosa que hacer al cabo de algunas horas, nos hace recorrer en silencio sus senderos inaccesibles.

Cuando el sabio es lo más feliz posible, es cuando se hace también lo menos exigente, lo menos orgulloso que se puede hacer. Cuando sabe que posee por fin todo lo que al humano le es permitido poseer, empieza también a comprender que lo que constituye el valor de cuanto posee no se encuentra más que en la manera con que considera lo que el humano no podrá poseer nunca. De ahí que sólo en el seno de una felicidad prolongada se adquiera una idea independiente de la vida. No hay que ser feliz para ser feliz, sino para aprender a ver claramente lo que nos ocultaría siempre la espera inútil y demasiado pasiva de la felicidad.




El Alma, anfitriona del Tiempo


La sabiduría que renuncia con demasiada facilidad a alguna esperanza humana es incompleta y enfermiza. Cada persona tiene más de un deseo legítimo al que nada importa la aprobación de una razón severa. Pero no hay que creerse desgraciado porque no se posea más que una felicidad que no parezca extraordinaria a quienes nos rodean. Mientras más sabio se es, menos trabajo cuesta persuadirse de que se posee una felicidad. Conviene convencerse de que lo más envidiable de una felicidad humana son sus momentos más sencillos. El sabio aprende a animar y a amar la sustancia silenciosa de la vida. No hay alegría fiel más que en esa sustancia silenciosa, y nunca son las dichas extraordinarias las que se atreven a acompañar nuestros pasos hasta la tumba.

Importa acoger y abrazar tan fraternalmente como a los demás, al día que se acerca y se aleja sin hacer un gesto no acostumbrado de alegría o de esperanza. Para llegar hasta nosotros ha recorrido los mismos espacios y los mismos universos que el día que nos encuentra sobre un trono o en el lecho de un gran amor. Tal vez esconda bajo su manto horas menos brillantes, pero más humildemente abnegadas. Cuéntase el mismo número de minutos eternos en una semana que transcurre sin decir nada, como en la que avanza dando grandes gritos. En el fondo, todo lo que parece decirnos una hora, nosotros mismos somos quienes nos lo decimos. La hora es una viajera vacilante y tímida, que se alegra o se entristece según la sonrisa o la mirada taciturna del huésped que la recibe. No es ella la que debe traernos la felicidad, nosotros somos los encargados de hacer dichosa la hora que viene a buscar refugio en nuestra alma. Sabio es aquel quien tiene siempre algo apacible que  desearle a la entrada.

Hay que acumular en uno mismo las causas de la felicidad más sencillas. Por tanto, no despreciemos ninguna ocasión de ser dichosos. Tratemos de experimentar primero la felicidad según lo humano, para preferirle después, con conocimiento de causa, la felicidad según nosotros mismos. Ocurre con esto como en el amor. Se necesita haber amado profundamente para saber de qué modo se necesitaría amar cuando ya no se ama. Conviene ser feliz por momentos, de manera visible, para aprender a ser feliz de manera invisible; y acaso no sea necesario prestar oído a las horas que hablan alto en su embriaguez, sino para aprender poco a poco el lenguaje de las que no hablan nunca más que en voz baja. Sólo éstas son numerosas, inagotables, incapaces de traicionar o de huir, a causa de su número, y el sabio sólo debería contar con ellas. Ser feliz es ejercitarse en ver la sonrisa oculta y los adornos misteriosos de las horas incalculables y anónimas, y esos adornos sólo se encuentran en nosotros mismos.

En el reino de nuestro corazón, que es, para casi todos los humanos, el reino en el cual se cosecha la sustancia misma de la vida, no hay economías inútiles. Sería preferible no hacer nada en él a hacer las cosas a medias, y siempre es lo que no nos hemos atrevido a arriesgar lo que perdemos seguramente. Una pasión no nos quita, en realidad, sino lo que creemos robarle, y nosotros menguamos siempre en la parte que pensamos haber reservado para nosotros mismos. Hay, además, en nuestra alma, retiros tan profundos que sólo el amor se atreve a bajar sus peldaños, y el amor también es el que nos trae de ellos joyas imprevistas, cuyo brillo sólo percibimos en el breve instante en que se abren nuestras manos para ofrecérselos a manos bienamadas.




La Escalera de los días


El pensador, el sabio, debe vivir en medio de todas las pasiones humanas. Las pasiones de nuestro corazón son los únicos alimentos con que la sabiduría puede nutrirse mucho tiempo sin peligro. Nuestras pasiones son los obreros que la naturaleza nos envía para ayudarnos a construir el palacio de nuestra conciencia; es decir, de nuestra felicidad; y el ser que no acepta a esos obreros y cree poder levantar solo todas las piedras de la existencia, no tendrá nunca, para abrigar su alma, más que una celda estrecha, fría y desnuda.

Ser sabio no significa no tener pasiones, sino aprender a purificar las que se tienen. Todo depende de la posición que se toma en la escalera de los días. Para uno, los desalientos y las enfermedades morales son peldaños que se bajan; para otro, representan escalones que se suben. Las pasiones del sabio acaban por iluminar algún punto perdido de su existencia. Y no es la sabiduría, sino el orgullo en su forma más inútil, lo que prospera en la inmovilidad y en el vacío. Es preciso buscar la flor que debe abrirse en el silencio que sigue a la tempestad, no antes.

Mientras más se avanza de buena fe en los senderos de la existencia, más se cree en la verdad, en la hermosura y en la profundidad de las leyes más humildes y cotidianas de la vida. Se aprende a admirarlas, precisamente porque son tan generales, tan uniformes, tan cotidianas. Se busca y se espera cada vez menos lo extraordinario, porque no se tarda en reconocer que lo más extraordinario que hay en el vasto movimiento apacible y monótono de la naturaleza, son las exigencias infantiles de nuestra ignorancia y nuestra vanidad.

Ya no se piden a las horas que pasan, acontecimientos extraños y maravillosos; porque los acontecimientos maravillosos no ocurren sino a quienes no tienen aún confianza en sí mismos o en la vida. Ya no se espera la oportunidad de un acto sobrehumano, porque se siente que existen en todos los actos humanos. Ya no se pide que el amor, ni la amistad, ni la muerte, se nos presenten ataviados con adornos imaginarios, rodeados de coincidencias y presagios prodigiosos: se sabe acogerlos con su sencillez y su desnudez reales. Se convence uno de que se puede encontrar el equivalente del heroísmo, lo sublime y lo excepcional, en una existencia valiente, completamente aceptada; aumenta uno su conciencia e ilumina su sonrisa y su serenidad, con todo lo que se quita al orgullo.

La buena y sana lealtad de una sabiduría humana y sincera no piensa en elevarse por encima de las personas para experimentar lo que ellas no experimentan, sino que sabe encontrar, en lo que todos experimentarán siempre, lo necesario para ensanchar el corazón y el pensamiento. No es queriendo una cosa distinta de una persona como se llega a ser un ser humano verdadero. El deseo de lo extraordinario es a menudo la gran enfermedad de las almas vulgares. Mientras más normal, general y uniforme nos parece lo que nos sucede, más logramos discernir y amar las profundidades y los goces de la vida en esa generalidad misma, y más nos acercamos a la tranquilidad y a la verdad de la gran fuerza que nos anima.

No hay en el ser humano un pensamiento, un sentimiento, un acto de hermosura o de grandeza que no se pueda afirmar en la sencillez de la existencia más normal; y cuanto no encuentra un lugar en ella, pertenece todavía a las mentiras de la pereza, de la ignorancia o de la vanidad.