lunes, 23 de octubre de 2006

La Moral Verdadera

El deber por excelencia no es llorar con todos los que lloran, ni sufrir con todos los que sufren, ni tender el corazón a los que pasan para que lo hieran o para que lo acaricien. Las lágrimas, los sufrimientos, las heridas nos son saludables mientras no desaniman nuestra vida. Sea cual sea nuestra misión en esta tierra; sea cual sea el fin de nuestros esfuerzos y de nuestras esperanzas, el resultado de nuestros dolores y de nuestras alegrías, somos depositarios ciegos de la vida. He aquí la única cosa absolutamente cierta, el único punto fijo de la moral humana. Se nos ha dado la vida, no sabemos para qué; pero parece evidente que no es para debilitarla ni para perderla. Representamos en este planeta una forma muy especial de vida; la vida del pensamiento, la vida de los sentimientos, y de ahí que todo lo que tiende a disminuir la viveza del pensamiento, el ardor de los sentimientos, es probablemente inmoral.

Aumentemos nuestra confianza en la grandeza, en la potencia y en el destino del ser humano. Encontremos una razón para admirar y exaltemos nuestra conciencia de lo infinito. Todo lo que vemos hermoso en lo que nos rodea es ya hermoso en nuestro corazón; cuanto encontramos adorable y grande en nosotros mismos, lo hallamos también en los demás. La moral verdadera debe nacer del amor consciente e infinito. La gran caridad es el ennoblecimiento.

Todo pensamiento que engrandece mi corazón, aumenta en mí el amor y el respeto para los seres humanos. Amemos siempre desde el punto más alto que podamos alcanzar. No amemos por compasión cuando podemos amar por amor; no perdonemos por bondad, cuando podemos perdonar por justicia; no enseñemos a consolar cuando podemos enseñar a respetar. Cuidemos de mejorar sin descanso la calidad del amor que damos a los demás.

Mientras más abandonada se siente una persona, más encuentra la fuerza propia del humano. Lo que nos inquieta en las grandes injusticias es la negación de una alta ley moral. Pero mientras más convencidos estamos de que el destino no es justo, más ensanchamos y purificamos ante nosotros los campos de una moral mejor. No nos imaginemos que las bases de la virtud se derrumban porque Dios nos parece injusto.

Sólo aquellos que ignoran lo que es el bien, piden un salario por el bien. Un acto de virtud es siempre un acto de felicidad. Es siempre la flor de una vida interior dichosa y satisfactoria. Supone siempre horas y largos días de reposo en las montañas más apacibles de nuestra alma. Ninguna recompensa posterior valdría la tranquila recompensa que la ha precedido.

Se sabe, en general, por qué se hace el mal; pero mientras menos exactamente se sepa por qué se hace el bien, más puro es el bien que se hace. Y no se obra bien de veras sino cuando se obra bien para uno mismo, sin más testigo que el propio corazón.

lunes, 9 de octubre de 2006

El Deber del Alma: la Felicidad Individual.

La resignación es buena ante los hechos generales e inevitables de la vida, pero en todos los casos en que la lucha es posible, la resignación sólo es ignorancia, impotencia o pereza disfrazadas. Lo mismo ocurre con el sacrificio, que muy a menudo no es más que el brazo debilitado que la resignación agita todavía en el vacío. Es hermoso saber sacrificarse con sencillez, cuando el sacrificio viene a nuestro encuentro y trae una felicidad verdadera para los demás seres; pero no es ni sabio ni útil consagrar la vida a la búsqueda del sacrificio, y considerar esa busca como el más bello triunfo del espíritu sobre la carne. Se concede comúnmente una importancia demasiado grande a los triunfos del espíritu sobre la carne; y esos supuestos triunfos son, frecuentemente, derrotas totales de la vida.

La belleza de un alma se encuentra en su conciencia, en la elevación y la potencia de su vida. Hay almas que sólo sienten que viven en el sacrificio; pero son almas que no tienen el valor o la fuerza de ir en busca de otra vida moral. Es mucho más fácil sacrificarse; es decir, abandonar la vida moral en provecho de quien quiera tomarla, que cumplir el destino moral y llenar hasta lo último la tarea para la cual nos había creado la naturaleza. Es, en general, mucho más fácil morir moralmente y aun físicamente para los demás, que aprender a vivir para ellos. Demasiados seres adormecen así toda iniciativa, toda existencia personal en la idea de que están siempre dispuestos a sacrificarse. Una conciencia que no va más allá de la idea del sacrificio y cree no tener ya cuentas pendientes consigo misma, porque busca sin cesar la ocasión de dar lo que tiene, es una conciencia que ha cerrado los ojos y se ha dormido al pie de la montaña.

No es por el sacrifico sino por su fuerza, por su alegría, por la potencia de su vida, que será para ellos un renuevo de vigor y algo como la flecha en manos del gigante. Lo mismo sucede con todas las demás relaciones verdaderas. Las personas se ayudan entre sí por sus alegrías y no por sus tristezas. No son creadas para que se mate la una a la otra, sino a fin de fortificarse la una por la otra.

Aprendan a amarse ampliamente, sanamente, sabiamente y completamente. Es cosa menos fácil de lo que se cree. El egoísmo de una alma clarividente y fuerte es más eficazmente caritativo que toda la abnegación de una alma ciega y débil. Antes de existir para los demás, importa que existan para ustedes mismos; antes de darse necesitan adquirirse. La adquisición de una partícula de nuestra conciencia importa mil veces más, al final de cuentas, que el don de nuestra conciencia entera.

Cualquier alma, en su esfera, tiene los mismos deberes para consigo misma que el alma de los más grandes. El deber capital de nuestra alma es ser tan completa, tan feliz, tan independiente, tan grande como sea posible. No se trata en esto de egoísmo ni de orgullo. No se llega a ser eficazmente generoso; no se llega a ser de verdad humilde sino hasta que se tiene de sí mismo un sentimiento claro, confiado y pacífico. El sacrificio no debe ser un medio de ennoblecerse, sino la señal de un ennoblecimiento.

Cuando sea necesario, sepamos ofrecer nuestras riquezas, nuestro tiempo, nuestra vida; he aquí el don excepcional de algunas horas excepcionales. Pero el pensador no está obligado a descuidar su felicidad y cuanto rodea su existencia, para prepararse tan sólo a pasar, con más o menos heroísmo, una o dos horas excepcionales. En moral hay que consagrarse ante todo a los deberes que se presentan todos los días, a los actos fraternales que no se agotan. Desde este punto de vista, en la marcha común de la vida, la única cosa de la cual podamos ofrecer una parte que renace sin cesar, a las almas felices o desgraciadas de los que avanzan a nuestro lado por los mismos caminos, es la fuerza, la confianza, la independencia sosegada de nuestra alma. Por eso está obligado el más humilde de los hombres a sostener y engrandecer su alma.

No es sacrificándose como llega el alma a ser más grande. El sacrificio es una hermosa señal de inquietud, pero no hay que cultivar la inquietud para ella misma. Toda alma, en su medio, es guardiana de un faro más o menos necesario. La fuerza inmaterial que luce en nuestro corazón debe brillar ante todo para ella misma. Sólo a este precio brillará para los demás. Por pequeña que sea su lámpara, no entreguen jamás el aceite que la alimenta, sino la llama que la corona.

El altruismo es el centro de gravedad de las almas nobles; pero las almas débiles se pierden en las otras, en tanto que las fuertes se encuentran. Lo que vale más que amar a su prójimo como a sí mismo, es amarse a sí mismo en él. Hay una bondad que agota y otra que alimenta. En el comercio de las almas, no son las que creen dar siempre, las generosas. Una alma fuerte toma sin cesar, aun a las más ricas; pero hay una manera de dar que no es sino avidez que ha perdido su valor. Tomando es como se da, y dando, como se quita.