martes, 7 de noviembre de 2006

La Razón, hija del Corazón

Uno de los deberes de la sabiduría es darse una cuenta lo más exacta y humildemente posible del lugar que el ser humano ocupa en el universo. El punto central de la sabiduría humana es obrar como si todo acto produjera un fruto extraordinario y eterno, y saber, sin embargo, cuán poca cosa es un acto justo frente al universo.

No es prudente imaginarse que el corazón crea por mucho tiempo en cosas en las que la razón no crea ya. Pero la razón puede creer en cosas que se encuentran en el corazón. Aún acaba por refugiarse dentro de él más y más sencillamente cada vez. La razón es respecto al corazón como una hija perspicaz, pero demasiado joven, que necesita a menudo de los consejos de su madre, sonriente y ciega.

La mayor parte de las potencias interiores están sometidas ante la persona de bien, y casi todas las dichas y las desgracias de los seres humanos provienen de las potencias interiores. Lo que denominamos en nosotros, lo denominamos al mismo tiempo en cuantos se nos acercan. Por lo tanto, los sufrimientos morales que nos alcanzan no dependen ya de los demás. Su malicia no puede hacernos llorar más que en las regiones de las cuales no hemos perdido aún el deseo de hacer llorar a nuestros enemigos. Si los dardos de la envidia nos hacen sangrar todavía es porque podríamos haber lanzado esos mismos dardos, y si una traición nos arranca lágrimas, es porque tenemos todavía en nosotros la potencia de traicionar. Sólo se puede herir al alma con las armas ofensivas que no ha arrojado aún a la gran hoguera del amor.

El justo no puede prometerse más que una cosa: que su destino lo alcanzará en un acto de caridad o de justicia; es decir, en estado de dicha interior. Lo que es tanto como cerrar todas las fuerzas a los malos destinos interiores, y la mayor parte de las puertas a los azares de fuera.

A medida que se eleva nuestra idea del deber y de la felicidad, el imperio del sufrimiento moral se purifica. Nuestra felicidad depende de nuestra libertad interior. Esta libertad aumenta cuando hacemos el bien, y disminuye cuando hacemos el mal.

Por imperfecta que sea nuestra idea del bien, en cuanto la abandonamos un momento, nos entregamos a las fuerzas malévolas de fuera. Una simple mentira para mí mismo, sepultada en el silencio de mi corazón, puede causar a mi libertad interior un daño tan funesto como una traición en la plaza pública. Y en cuanto mi libertad interior ha sido herida, el destino se acerca a mi libertad exterior como una fiera se acerca con pasos lentos a su presa que ha acechado durante mucho tiempo.