lunes, 29 de agosto de 2011




El Pensamiento traducido en Acción

Un humilde pensamiento que liga una mirada satisfecha, un acto de bondad cotidiana o el más tranquilo, el más modesto de los minutos felices, o algo hermoso, estable y eterno, es más meritorio e infinitamente más difícil de arrancar a los misterios de la vida, que una grande y sombría meditación que liga un dolor, un amor, una desesperación, a la muerte, al destino o a las potencias indiferentes que rodean nuestra existencia. Es necesario mirar tranquilamente las mismas fuerzas, aceptarlas e interrogarlas con calma, en lugar de maldecirlas y de buscar en ellas motivos de pavor.

Hay, en el más pequeño pensamiento consolador, una fuerza que jamás se encuentra en la queja más grande, en la más hermosa idea melancólica. Una gran idea, profunda y triste, es energía que alumbra los muros de su prisión consumiendo sus alas en las tinieblas; pero el más tímido pensamiento de confianza, de alegre sumisión a leyes inevitables, es ya una acción que busca un punto de apoyo para levantar al fin su vuelo en la existencia. Un amplio y desinteresado pensamiento es cosa excelente, pero la realidad no comienza sino en la acción. Lo que propiamente hablando constituye todo nuestro destino, son aquellos pensamientos nuestros que han tenido la fuerza, o cedido, al fin, a la necesidad de transformarse en hechos, en gestos, en sentimientos, en hábitos.

Lo mismo sucede en nuestra vida moral. Los pensamientos que no han entrado en la realidad, no han sido del todo vanos; han empujado o sostenido a los demás; pero éstos son los únicos que han cumplido su misión hasta el fin. Tengamos siempre, bajo nuestras órdenes, delante de las filas compactas de nuestras ideas confusas y entristecidas, un grupo de pensamientos más confiados, más humanos, más sencillos y listos para penetrar audazmente en la vida.

Un pensamiento puede, hasta mi muerte, dejarme en el mismo lugar del universo; pero una acción me hará avanzar o retroceder una fila en la jerarquía de los seres. Un pensamiento es una fuerza aislada, errante y pasajera, que se adelanta hoy y que tal vez no vuelva a ver mañana; pero una acción supone un ejército permanente de ideas y de deseos, que ha sabido conquistar, después de largos esfuerzos, un punto de apoyo en la realidad.

El destino, comprendido como el camino que conduce a la muerte, apenas respeta la virtud; nos obliga a elegir entre la justificación y la sentencia del azar.

¿Qué importa que el cumplimiento del deber sea resultado del instinto o de la inteligencia? Los gestos del instinto, como los gestos del niño, tienen comúnmente una belleza algo vaga, cándida, inesperada, que nos conmueve más; pero los de la buena voluntad reflexiva ¿no poseen una belleza más seria y más firme? A pocos corazones les es dado el ser ingenuamente admirables.

La virtud suprema está en saber lo que hay que hacer, y aprender a escoger a qué se le puede dar la vida. Lo que cada uno de nosotros cree que es su deber, no es su deber sino provisionalmente. El primero de todos nuestros deberes es aclarar nuestra idea del deber.



lunes, 22 de agosto de 2011




El reto de la Felicidad

Un alma cualquiera no puede sostener la felicidad. Existe el valor de la felicidad, como hay el valor de la desgracia. Acaso se necesite más fuerza para seguir siendo feliz que para seguir siendo desgraciado, porque la espera de lo que aún no se tiene da más alegría al corazón que no es sabio que la plena posesión de todo lo que había deseado. Desde la cima de una felicidad permanente es de donde se ven mejor los deseos de ese corazón que parece no poder alimentarse más que de temor o de esperanza y al que tanto trabajo cuesta alimentarse con lo que tiene, no obstante que lo tiene todo.

Con frecuencia se ve a seres fuertes y llenos de prudencia moral vencidos por la felicidad. No encontrando en ella todo lo que en ella buscaban, no la defienden ni la retienen con la energía que se necesitaría desplegar siempre en la vida. ¡Ah, qué sabio se necesita ser para no asombrarse ya de que la felicidad traiga también tristeza y para que esta tristeza no nos incline a creer que no poseemos aún la felicidad verdadera!. Lo mejor que se encuentra en la felicidad es la certidumbre de que no es algo que embriaga, sino que hace reflexionar. Es más accesible y se hace menos extraña una vez que se ha aprendido que el único don que deja al alma que sabe aprovecharse de ella, es un ensanchamiento de conciencia que no habría encontrado en otra parte. Es más importante para el alma humana conocer el valor de una felicidad que disfrutar de ella. Es necesario saber muchas cosas para amar por largo tiempo a la felicidad; es indispensable saber muchas más todavía para convencerse de que en el seno de una dicha sin nubes la parte fija y estimable de toda felicidad se encuentra sólo en esa dureza que, muy en el fondo de nuestra conciencia, podría hacernos felices aún en el seno de la desgracia misma. No pueden llamarse felices sino cuando la felicidad les ha ayudado a trepar hasta alturas desde donde pueden perderla de vista, sin perder al mismo tiempo, su deseo de vivir.

El horizonte de la desgracia, contemplado desde lo alto de un pensamiento que no es ya instintivo, egoísta, mediocre, no difiere de manera sensible del horizonte de la misma naturaleza pero de otro origen. Una tempestad no debilita la vida de nuestra alma, como tampoco la debilita un día hermoso y tranquilo. Lo que la debilita es quedarse día y noche en el cuarto de nuestros mezquinos pensamientos sin generosidad, sin ardor, sin gravedad, cuando el océano ilumina el cielo en torno de nuestra morada.

Pero acaso hay una diferencia entre el pensador y el sabio: el pensador se entristece nada más sobre las cimas a las que ha subido, en tanto que el sabio trata de sonreír allí de buena fe y de manera tan natural y tan humana, que el más humilde de sus hermanos puede recoger y comprender esa sonrisa. El pensador abre el camino “que va de lo que se ve a lo que no se ve”; pero el sabio abre la vía que conduce de lo que se ama a lo que se amará, y los senderos que suben desde lo que no nos consuela ya a los que pueden consolarnos todavía mucho tiempo. Es necesario tener pensamientos vivientes y audaces. ¿Qué es un pensamiento que no trae ninguna confortación?.

Es más fácil afligirse y quedarse en la aflicción, que dar, en el acto, el paso que el tiempo acaba siempre por obligarnos a dar más allá de esa aflicción. Más fácil es parecer profundo en la desconfianza y en las tinieblas, que en la confianza y en la honrada claridad en la cual deben vivir los seres humanos.

¿Quién de nosotros no encuentra, sin buscarlas, mil y un razones de por qué no se es feliz?. Es útil, sin duda, que el sabio nos indique las más altas, porque las razones muy altas están muy cerca de transformarse en razones para ser feliz. Es necesario ser feliz para hacer felices a otros; es necesario hacer felices a otros para seguir siendo feliz. Tratemos primero de sonreír para que nuestros hermanos aprendan a sonreír, y luego sonreiremos mucho más realmente al verlos sonreír.


sábado, 6 de agosto de 2011


La Sabiduría de la mano de la Felicidad

Desconfiemos siempre de la sabiduría y de la felicidad fundadas en el desprecio de alguna cosa. El desprecio y el renunciamiento nos abren el asilo de los ancianos y de los débiles. Pero en tanto que el desprecio o el renunciamiento deban tomar la palabra o agitar un pensamiento amargo en nuestro corazón, la alegría que ya no queremos nos es todavía necesaria.

Evitemos introducir en nuestra alma ciertos parásitos de las virtudes. Y la renunciación es a menudo un parásito. Aunque no la debilite, inquieta nuestra vida interior. Cuando el desprecio o la renunciación entran en nuestra alma, todas sus potencias y virtudes abandonan su tarea para reunirse en torno al huésped que les trae el orgullo. Porque la felicidad del renunciamiento nace casi siempre del orgullo. Sin embargo, si hay empeño en renunciar a alguna cosa, conviene renunciar ante todo a las felicidades del orgullo, que son las más engañosas y las más vacías.

El sabio no está hecho para ser desgraciado, y es más glorioso y más humano también; no dejar de ser sabio permaneciendo feliz. El fin supremo de la sabiduría es precisamente encontrar el punto fijo de la felicidad en la vida. Pero buscar ese punto fijo en la renunciación y en el adiós a la alegría, es ir a buscarlo tontamente en la muerte. La sabiduría es la esposa respetada de nuestras pasiones, nuestros sentimientos, de todos nuestros pensamientos y todos nuestros deseos.

No es renunciando a felicidades que nos rodean como llegaremos a ser sabios. Llegando a ser sabios es como renunciaremos sin saberlo a las felicidades que no se elevan hasta nosotros. La sabiduría camina más de prisa en la felicidad que en la desgracia. Las lecciones de la desgracia sólo ilustran una parte de la moral, y la persona que es sabia porque ha sido desgraciada, se parece al ser que ha amado sin que le amasen. Ignorará siempre en la sabiduría lo que el otro ignorará en un amor al que el amor no respondió jamás.

La felicidad es más y menos envidiable porque es cosa muy distinta de lo que piensan los que no han sido completamente felices. Estar alegre, no es ser feliz, y ser feliz no es siempre estar alegre. No hay más que las pequeñas felicidades de un instante que sonríen y que cierran los ojos en el tiempo que tardan en sonreír. Pero, llegado a cierta altura, la felicidad permanente es tan grave como una noble tristeza.

Los pensadores que conocieron la felicidad aprendieron a amar la sabiduría mucho más íntimamente que los que fueron desgraciados. Hay una gran diferencia entre la sabiduría que crece en la desgracia y la que se desarrolla en la felicidad. La primera consuela hablando de la felicidad; pero la segunda no habla más que de ella misma. Al extremo de la sabiduría del desgraciado está la esperanza de la felicidad; al extremo de la del ser humano feliz, no hay más que la sabiduría. Si el fin de la sabiduría es encontrar la felicidad, sólo a fuerza de ser feliz se acaba por saber que ese fin no se encuentra sino en ella. 

viernes, 5 de agosto de 2011


Principios de la Felicidad

Somos más injustos que el destino mismo cuando lo juzgamos. No vemos más que la desgracia del sabio porque todos sabemos lo que es la desgracia; pero no vemos su felicidad porque hay que ser tan sabio como el sabio y tan justo como el justo para reconocer su felicidad. No se tiene más que la felicidad que se puede comprender. Hay muchas más tierras desconocidas en la felicidad que en la desgracia. La desgracia tiene siempre la misma voz, pero la felicidad es menos ruidosa a medida que va siendo más profunda.

No hay nada más justo que la felicidad; nada que tome más fielmente la forma de nuestra alma; nada que llene más exactamente los lugares que la sabiduría le ha abierto. Pero no hay todavía nada que carezca tanto de voz como ella. El ángel del dolor habla todas las lenguas y conoce todas las palabras; pero el ángel de la felicidad no abre la boca sino cuando puede hablar de una felicidad que hasta el salvaje es capaz de comprender. Hablar de la felicidad, ¿no es enseñarla un poco? Pronunciar su nombre cada día, ¿no es llamarla? ¿Y no es uno de los hermosos deberes, de los que son felices, enseñar a otros a ser felices? Es indudable que se aprende a ser feliz y nada se enseña más fácilmente que la felicidad.

La sonrisa es tan contagiosa como las lágrimas, y las épocas que se llaman felices no son a veces más que épocas en las que algunos seres supieron llamarse felices. No es la felicidad la que nos falta: es la ciencia de la felicidad. De nada sirve ser lo más feliz posible si se ignora que se es feliz, y la conciencia de la dicha más pequeña importa más para nuestra felicidad que la mayor dicha que nuestra alma no mire atentamente. Quienes la retienen deben mostrarnos que no poseen nada que no posean en su corazón todos los seres humanos.

Ser feliz es haber traspasado los límites de la inquietud de la felicidad. Sé que soy más feliz hoy de lo que era ayer, porque sé, al fin, que no necesito ya de la felicidad para liberar mi alma, para apaciguar mi pensamiento y para iluminar mi corazón.

Un acto de justicia, de bondad, provoca cierta conciencia inarticulada, a menudo más eficaz, abnegada y maternal, que la nacida de un pensamiento profundo. Trae sobre todo una conciencia especial de la felicidad. Los pensamientos más elevados son casi siempre inciertos y variables, mientras que la luz de un acto benéfico es permanente y estable. Un pensamiento profundo es algunas veces conciencia ornamental; pero una obra de caridad, el cumplimiento de un deber heroico, son conciencia; es decir, felicidad en acción. De la inteligencia satisfecha a un corazón satisfecho hay un largo camino. La felicidad es una planta de la vida moral, más bien que una planta de la vida intelectual.

Una verdad es viviente para nosotros a partir del momento en que ha modificado, purificado, dulcificado algo en nuestra alma. Lo que constituye la conciencia, lo que es un acto esencial, es la conciencia de un mejoramiento moral. La inteligencia que no va hacia la conciencia se agita en el vacío. Cualquier fuerza de nuestro cerebro que no es recogida inmediatamente en los vasos más puros de nuestro corazón, corre gran riesgo de corromperse y perderse. En todo caso, permanece extraña a la felicidad, pero entra fácilmente en relación con la desgracia. Se puede tener una inteligencia más poderosa y muy elevada, y no haberse acercado nunca a la felicidad. Y se puede tener un alma dulce, pura y buena y no conocer más que la desgracia.

Un hermoso pensamiento es muchas veces una buena obra; pero si un pensamiento hermoso no ha nacido de una buena acción o no ha hecho nacer alguna, añade poca cosa a nuestra felicidad; en tanto que una buena acción, aunque no nazca de ella ningún pensamiento, avivará siempre, como lluvia bienhechora, nuestra conciencia de la felicidad.

El adiós a la felicidad es el principio de la sabiduría y el medio más seguro de encontrar la felicidad. Nada hay tan dulce como el retorno de la alegría que sigue a la renunciación a la alegría; nada tan vivo, tan profundo, tan encantador como el encanto del desencanto. La verdad no tiene límites, y por eso la sabiduría nunca tiene el derecho de desdoblar así, en la primera encrucijada del orgullo, la pobre tendezuela del desencanto o del renunciamiento. Porque hay un increíble y frágil orgullo en declararse satisfecho de que nada puede satisfacernos. Satisfacción de este género es sólo un descontento que no tiene ni aún la fuerza de levantarse; y estar descontento, en el fondo, es no tratar ya de comprender.