lunes, 29 de enero de 2007

La Magia de lo Ordinario

Un gran hecho histórico absorbe nuestra mirada en el hecho mismo; pero palabras y movimientos insignificantes atraen nuestra atención sobre el horizonte que los rodea. ¿Y acaso no se encuentra siempre en el horizonte el punto luminoso de la sabiduría humana?. Viendo las cosas según el sentimiento y la razón de la naturaleza, la mediocridad general de tales vidas no sería verdaderamente mediocre por el hecho de ser tan general.

Nunca conocemos un alma sino hasta la altura en la que conocemos la nuestra; y no hay un ser, por pequeño que parezca de pronto, que no emerja de la sombra a medida que disminuye la sombra en que nos hallamos. No es lo visible lo que se necesita engrandecer para amarlo; es lo que no se ama lo que se necesita iluminar levantando la llama hasta que llegue al nivel del amor. Que salga todos los días un rayo de luz de nuestra alma, es cuanto debemos desear. No importa a donde vaya a posarse. No hay objeto sobre el cual caigan una mirada o un pensamiento, que no contenga más tesoros de los que ellos puedan iluminar; no hay la menor cosa, que no sea mucho más vasta que toda la claridad que un alma pueda prestarle.

¿No es en los destinos ordinarios en los cuales, exento de multitud de detalles que enervan la atención, se encuentra lo esencial de los destinos humanos?. La última palabra no la dirá nunca lo excepcional, y lo que se llama sublime no debería ser sino una conciencia más lúcida y más penetrante de lo más normal que haya. Mientras más discreta es la recompensa, es más deseable; no porque agrade gozar en secreto de los favores de la felicidad; pero las alegrías que así nos concede, sin anunciarlas a los demás, son quizá las únicas que no haya robado a la parte de nuestros hermanos.

Una vida no es grande ni pequeña en sí misma; se la mira con más o menos grandeza, y una existencia que aparece alta y vasta para todos los hombres, es una existencia que ha adquirido la costumbre de dirigir una extensa mirada sobre sí misma. Si nunca te miras vivir, vivirás por fuerza de una manera estrecha; pero quien te mire vivir así, encontrará, en la mediocridad misma del ángulo en que te agitas, una especie de elemento de horizonte, un punto de apoyo más firme, desde donde su pensamiento se elevará con fuerza más humana y más segura.

Sólo Dios está en el secreto de la energía que nos cuestan los triunfos alcanzados actualmente sobre los hombres, sobre las cosas y sobre nosotros mismos. Si no siempre sabemos a donde vamos, en cambio conocemos bien las fatigas del viaje. El ser humano necesita experimentar ciertas pasiones para desarrollar en él cualidades que dan a su vida nobleza, que extienden su círculo y adormecen el egoísmo natural en todas las criaturas.

No se debe amar siempre la luz por ella misma, sino por lo que ilumina. En las vidas humildes es donde las grandes ven mejor su sustancia, y mirando sentimientos estrechos es como acabamos por ensanchar los nuestros porque parecen estar cada vez menos en armonía con la grandeza de la verdad que nos penetra. Es permitido soñar en una vida mejor que la vida ordinaria, con elementos que no se encuentran en la existencia cotidiana, pero acaso sea mejor todavía, acostumbrar al alma a mirar derecho frente a ella y a no contar, para colocar por fin en ella sus deseos y sus ilusiones, con más cimas que las que se destacan claramente de las nubes que iluminan el horizonte.

lunes, 15 de enero de 2007

Las bendiciones de la Verdad

El bien, lo mismo que el mal, tiene sus derrotas y sus decepciones. Pero las derrotas y las decepciones del bien, en lugar de oscurecer y entristecer el pensamiento, lo iluminan y lo tranquilizan. Un acto de virtud puede caer en el vacío; pero entonces nos enseña a medir las profundidades del alma y de la vida. Esas derrotas deberían bendecirse.

La inutilidad de un acto de bondad, la aparente ineficacia de un pensamiento elevado o simplemente leal, lanza sobre una multitud de cosas un rayo de luz de distinta naturaleza que el que podría proyectar sobre ellas toda la utilidad del bien. No cabe duda que causaría una gran alegría comprobar el triunfo invariable del amor; pero hay mayor alegría en ir hasta la verdad a través de esa ilusión. Sin embargo, el ser humano, en el transcurso de su historia, ha depositado con demasiada frecuencia su dignidad en los errores, y la verdad le ha parecido de pronto una disminución de sí mismo. La verdad no vale siempre lo que la ilusión, pero en su favor tiene el ser verdadera. En el dominio del pensamiento nada hay tan moral como la verdad.

Ninguna verdad es amarga para el pensador. Pero hoy aprende a preferir que no sea así, y no por las satisfacciones que en ello recoge su orgullo. Entonces, no cultiva ya la pasión de justicia que encuentra en su alma por los frutos espirituales que produce, sino por respeto a todo lo que existe, y por las flores inesperadas que puede hacer nacer en su inteligencia. No maldice al ingrato; no maldice ni aún a la ingratitud. La ingratitud le enseña que hay en el beneficio alegrías más espaciosas, menos personales y más conformes con la vida general que las que él esperaba del agradecimiento. Prefiere tratar de comprender lo que es, a esforzarse en creer lo que desea. En tal caso, el sabio sabe admirar lo que contradice su deseo, ensanchando su visión. Todo lo que existe consuela y fortalece al sabio, porque la sabiduría consiste en investigar y en admitir cuanto existe.

La sabiduría se interesa por la vida más que por la justicia o por la virtud; y si acontece que una gran virtud demasiado abstracta se encuentra en presencia de una vida que no se agita más que entre estrechos muros, la sabiduría preferirá inclinar su atención del lado de la humilde vida que del lado de la gran virtud inmóvil, orgullosa y solitaria.

Sobre todo, no desprecia nada; sólo hay una cosa en el mundo que es completamente despreciable y es el desprecio mismo. Los que piensan, tienden, con demasiada frecuencia, a despreciar a aquellos que pasan por la vida sin pensar. Cierto: el pensamiento tiene gran importancia, y ante todo debe tratarse de pensar tanto como sea posible y lo mejor que se pueda; pero hay alguna exageración en creer que poca más o poca menos aptitud en manejar cierto número de ideas generales ponga una barrera definitiva entre dos personas. En última instancia, entre el más grande de los pensadores y el más insignificante personaje de provincia, no hay, a menudo, sino la diferencia entre una verdad que encuentra de momento su fórmula y una verdad que no se formula jamás de manera apreciable.

Hay momentos en que el sabio reconoce la vanidad de sus tesoros espirituales; en que se da cuenta de que apenas lo separan de los demás hombres, algunas costumbres, algunas palabras, y en que duda del valor de esas palabras. Son los instantes más fecundos de la sabiduría. Pensar es a menudo equivocarse, y el pensador que se extravía necesita con frecuencia, para encontrar su camino, volver al lugar en donde se quedaron fielmente sentados, en torno a una verdad silenciosa, pero necesaria, los que casi no piensan.

Se sabe exactamente lo que la fuerza inerte debe al pensador, pero no se tiene en cuenta lo que el pensador debe a la fuerza de la inercia. En realidad, el pensador sólo sigue pensando con acierto si no pierde nunca el contacto con los que no piensan. Es fácil desdeñar; menos fácil es comprender y, sin embargo, para el verdadero sabio no hay desdén que no acabe tarde o temprano en convertirse en comprensión. Todo pensamiento que pasa con desdén por encima del gran grupo mudo; todo pensamiento que no reconoce a mil hermanas, a mil hermanos dormidos en ese grupo, no es, en muchas ocasiones, más que un sueño nefasto o estéril.