lunes, 5 de octubre de 2009

En voz alta


A veces, cuando me siento agobiado y agotado, en los momentos duros, pienso en esos cálidos y rubios días de embriaguez pueril; las largas serenidades de la inocencia; las sorpresas de los cotidianos descubrimientos del universo.

Y, bueno, se supone que así son los días de la infancia, el marco y escenario de la niñez. Sin embargo, esa etapa de mi vida jamás se caracterizó por esos horizontes, ni por tales sensaciones. No; sólo puedo ubicar momentos de esa naturaleza durante algún instante feliz de armisticio o de abandono. Mi niñez fue muy distinta porque siempre estuvo determinada por una actividad mental que parecía fuera de los límites correspondientes a esa etapa.

Años después, a partir de la adolescencia, la soledad me hizo triste y malhumorado. La tristeza apretó mi corazón y avivó mi cerebro. Y me agrada porque desde aquel principio de vida empecé a gustar la viril dulzura de esa infinita e indefinida melancolía que no quiere desahogos y consuelos, sino que se consume en sí misma, sin objeto, creando poco a poco ese hábito de vida interior y solitaria que nos aleja para siempre del resto de las personas, sencillamente porque te hace más sensible y más sabio.

A partir de ese momento apareció en mi rostro una característica: los cerrados labios de quien padecerá sin la fastidiosa debilidad de los lamentos. Junto a ello, se erigió en mi persona el tranquilo descorazonamiento del “viejo”; es decir, del ser superior y universal; del ser sufriente y pensativo.

Y se me encoge el corazón al pensar en todos aquellos días desvanecidos, en aquellos años infinitos, en aquella vida cargada de vida que caracterizó todos los años que me han seguido, con todas esas emociones y vivencias, y con aquella nostalgia y amor imborrable de otros cielos y otros camaradas.

Con todo ese bagaje de vida, me transformé y adquirí la vida magnífica y dura del omnisapiente. La razón corrió en ayuda del cansancio y el dolor. Entonces surgió una guía que ha llegado a ser una máxima de mi vida, casi una sentencia: “Escribe que te escribirás”; la cual se ha convertido en mi circunstancia.

Y yo soy quien soy: Fernando de Alarcón. Bajo mi rostro particular y aquel cuerpo delgado, ha habido un alma que quería saber, conocer la verdad, embeberse la luz, y bajo el cabello largo de mi cabeza, un cerebro que quería comprender toda idea y por doquier razonar y soñar; había una mente que ya entonces contemplaba lo que los demás no ven y que se alimentaba allí donde los más no encuentran sino vacío y desolación. ¿Por qué nadie ha comprendido y me ha dado lo que por derecho me corresponde?

Sin embargo, no me lamento de la dureza ni me avergüenzo del sufrimiento y las humillaciones pasadas. La facilidad de la vida me habría hecho, tal vez, más cobarde, menos apasionado y al fin más pobre. La amargura continua de quien no tiene y no puede tener, me ha alejado de los demás y ha constreñido mi espíritu con el laminador del dolor, que le ha hecho más pulido, más afilado y más digno.

Recuerdo los instantes y los lugares de mi crecimiento: la colonia Del Valle, Ciudad Azteca, mi colonia Roma, los bosques de Chapultepec y de Aragón, las calles del centro de la ciudad y la Alameda; todo ello sin lujos, sin esplendores de tintas, sin olores ni festones paganos, pero tan íntimos, tan familiares, tan adecuados a la sensibilidad delicada, al pensamiento de los solitarios.

Veo en mis recuerdos al invierno, al otoño o a la primavera lluviosa; cielos cubiertos, unidos, grises, cerrados; viento mordiente o la quietud fría y bronceada de la tierra, que pena y trabaja en lo profundo.

También veo al sol de verano, pero no siento calor jamás; o veo un solecillo débil que sale a ojeadas de entre las nubes viajeras y hace parecer más negra la tierra cada vez que asoma de nuevo. Veo el campo como bajo un cielo del Norte, con todo el recogimiento y el desierto del año que acaba después que el último de mis girasoles se ha encogido en los secos pastos del patio.

Y apenas mi intelecto, al fin de la adolescencia, fue mayor de edad, le pidió a la vida sus razones y no obtuvo respuesta. Entonces la teoría dio forma a la melancolía. A la tristeza física y absoluta de las tardes festivas de invierno siguió la investigación acerca de los bienes y los males de la existencia, y el espíritu respondía que “no” a toda promesa; replicaba que “no” a todo sueño embustero, a todo placer falso y soplaba entre los últimos encantos como el viento de media noche sobre las pocas llamas subsistentes de una luminaria con mal éxito.

A la languidez de las vigilias fantaseadoras, cuando entran ganas de compadecerse uno mismo, sin razón ---como nunca se compadecerá a nadie--- siguieron las investigaciones acerca de la naturaleza del dolor, sobre la brevedad de las alegrías, sobre el balance de la felicidad terrestre; a los sonetos patéticos por el fin de los días y de los otoños, siguió la firme intención de protestar pública, racionalmente, contra la bestial aceptación de la vida.

A esa edad, la perpetua demanda inútil se me presentó con las mismas palabras de todos los tiempos y de todos los tediosos: la vida, ¿vale la pena de ser vivida?

No me restaba sino el pensamiento. Siempre me había gustado generalizar, estrechar relaciones entre hechos lejanos, adivinar leyes, desmontar y volver a construir teorías.

Y ya armado el pensamiento, se lanzó a esta vida, sin carnavales ni faros, y se apresuró a descubrir en ella el vacío y el callado dolor. A desentrañar por qué a cada deseo le sale al encuentro una repulsa; a cada aspiración, un mentís; a cada esfuerzo, una bofetada; a todo anhelo de felicidad que nos toma a los 16, a los 18 años, la promesa de la nada. ¡La nada enmascarada de cien maneras! Fe, gloria, arte, acción, paraíso, conquistas; máscaras en el rostro, agujeros sin ojos, bocas sin lengua, besos sin respuesta.

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