martes, 13 de diciembre de 2011
La Magia de lo Ordinario.
Un gran hecho histórico absorbe nuestra mirada en el hecho mismo; pero palabras y movimientos insignificantes atraen nuestra atención sobre el horizonte que los rodea. ¿Y acaso no se encuentra siempre en el horizonte el punto luminoso de la sabiduría humana?. Viendo las cosas según el sentimiento y la razón de la naturaleza, la mediocridad general de tales vidas no sería verdaderamente mediocre por el hecho de ser tan general.
Nunca conocemos un alma sino hasta la altura en la que conocemos la nuestra; y no hay un ser, por pequeño que parezca de pronto, que no emerja de la sombra a medida que disminuye la sombra en que nos hallamos. No es lo visible lo que se necesita engrandecer para amarlo; es lo que no se ama lo que se necesita iluminar levantando la llama hasta que llegue al nivel del amor. Que salga todos los días un rayo de luz de nuestra alma, es cuanto debemos desear. No importa a donde vaya a posarse. No hay objeto sobre el cual caigan una mirada o un pensamiento, que no contenga más tesoros de los que ellos puedan iluminar; no hay la menor cosa, que no sea mucho más vasta que toda la claridad que un alma pueda prestarle.
¿No es en los destinos ordinarios en los cuales, exento de multitud de detalles que enervan la atención, se encuentra lo esencial de los destinos humanos?. La última palabra no la dirá nunca lo excepcional, y lo que se llama sublime no debería ser sino una conciencia más lúcida y más penetrante de lo más normal que haya. Mientras más discreta es la recompensa, es más deseable; no porque agrade gozar en secreto de los favores de la felicidad; pero las alegrías que así nos concede, sin anunciarlas a los demás, son quizá las únicas que no haya robado a la parte de nuestros hermanos.
Una vida no es grande ni pequeña en sí misma; se la mira con más o menos grandeza, y una existencia que aparece alta y vasta para todos los hombres, es una existencia que ha adquirido la costumbre de dirigir una extensa mirada sobre sí misma. Si nunca te miras vivir, vivirás por fuerza de una manera estrecha; pero quien te mire vivir así, encontrará, en la mediocridad misma del ángulo en que te agitas, una especie de elemento de horizonte, un punto de apoyo más firme, desde donde su pensamiento se elevará con fuerza más humana y más segura.
Sólo Dios está en el secreto de la energía que nos cuestan los triunfos alcanzados actualmente sobre los hombres, sobre las cosas y sobre nosotros mismos. Si no siempre sabemos a donde vamos, en cambio conocemos bien las fatigas del viaje. El ser humano necesita experimentar ciertas pasiones para desarrollar en él cualidades que dan a su vida nobleza, que extienden su círculo y adormecen el egoísmo natural en todas las criaturas.
No se debe amar siempre la luz por ella misma, sino por lo que ilumina. En las vidas humildes es donde las grandes ven mejor su sustancia, y mirando sentimientos estrechos es como acabamos por ensanchar los nuestros porque parecen estar cada vez menos en armonía con la grandeza de la verdad que nos penetra. Es permitido soñar en una vida mejor que la vida ordinaria, con elementos que no se encuentran en la existencia cotidiana, pero acaso sea mejor todavía, acostumbrar al alma a mirar derecho frente a ella y a no contar, para colocar por fin en ella sus deseos y sus ilusiones, con más cimas que las que se destacan claramente de las nubes que iluminan el horizonte.
miércoles, 23 de noviembre de 2011
Las bendiciones de la Verdad.
El bien, lo mismo que el mal, tiene sus derrotas y sus decepciones. Pero las derrotas y las decepciones del bien, en lugar de oscurecer y entristecer el pensamiento, lo iluminan y lo tranquilizan. Un acto de virtud puede caer en el vacío; pero entonces nos enseña a medir las profundidades del alma y de la vida. Esas derrotas deberían bendecirse.
La inutilidad de un acto de bondad, la aparente ineficacia de un pensamiento elevado o simplemente leal, lanza sobre una multitud de cosas un rayo de luz de distinta naturaleza que el que podría proyectar sobre ellas toda la utilidad del bien. No cabe duda que causaría una gran alegría comprobar el triunfo invariable del amor; pero hay mayor alegría en ir hasta la verdad a través de esa ilusión. Sin embargo, el ser humano, en el transcurso de su historia, ha depositado con demasiada frecuencia su dignidad en los errores, y la verdad le ha parecido de pronto una disminución de sí mismo. La verdad no vale siempre lo que la ilusión, pero en su favor tiene el ser verdadera. En el dominio del pensamiento nada hay tan moral como la verdad.
Ninguna verdad es amarga para el pensador. Pero hoy aprende a preferir que no sea así, y no por las satisfacciones que en ello recoge su orgullo. Entonces, no cultiva ya la pasión de justicia que encuentra en su alma por los frutos espirituales que produce, sino por respeto a todo lo que existe, y por las flores inesperadas que puede hacer nacer en su inteligencia. No maldice al ingrato; no maldice ni aún a la ingratitud. La ingratitud le enseña que hay en el beneficio alegrías más espaciosas, menos personales y más conformes con la vida general que las que él esperaba del agradecimiento. Prefiere tratar de comprender lo que es, a esforzarse en creer lo que desea. En tal caso, el sabio sabe admirar lo que contradice su deseo, ensanchando su visión. Todo lo que existe consuela y fortalece al sabio, porque la sabiduría consiste en investigar y en admitir cuanto existe.
La sabiduría se interesa por la vida más que por la justicia o por la virtud; y si acontece que una gran virtud demasiado abstracta se encuentra en presencia de una vida que no se agita más que entre estrechos muros, la sabiduría preferirá inclinar su atención del lado de la humilde vida que del lado de la gran virtud inmóvil, orgullosa y solitaria.
La sabiduría se interesa por la vida más que por la justicia o por la virtud; y si acontece que una gran virtud demasiado abstracta se encuentra en presencia de una vida que no se agita más que entre estrechos muros, la sabiduría preferirá inclinar su atención del lado de la humilde vida que del lado de la gran virtud inmóvil, orgullosa y solitaria.
Sobre todo, no desprecia nada; sólo hay una cosa en el mundo que es completamente despreciable y es el desprecio mismo. Los que piensan, tienden, con demasiada frecuencia, a despreciar a aquellos que pasan por la vida sin pensar. Cierto: el pensamiento tiene gran importancia, y ante todo debe tratarse de pensar tanto como sea posible y lo mejor que se pueda; pero hay alguna exageración en creer que poca más o poca menos aptitud en manejar cierto número de ideas generales ponga una barrera definitiva entre dos personas. En última instancia, entre el más grande de los pensadores y el más insignificante personaje de provincia, no hay, a menudo, sino la diferencia entre una verdad que encuentra de momento su fórmula y una verdad que no se formula jamás de manera apreciable.
Hay momentos en que el sabio reconoce la vanidad de sus tesoros espirituales; en que se da cuenta de que apenas lo separan de los demás hombres, algunas costumbres, algunas palabras, y en que duda del valor de esas palabras. Son los instantes más fecundos de la sabiduría. Pensar es a menudo equivocarse, y el pensador que se extravía necesita con frecuencia, para encontrar su camino, volver al lugar en donde se quedaron fielmente sentados, en torno a una verdad silenciosa, pero necesaria, los que casi no piensan.
Se sabe exactamente lo que la fuerza inerte debe al pensador, pero no se tiene en cuenta lo que el pensador debe a la fuerza de la inercia. En realidad, el pensador sólo sigue pensando con acierto si no pierde nunca el contacto con los que no piensan. Es fácil desdeñar; menos fácil es comprender y, sin embargo, para el verdadero sabio no hay desdén que no acabe tarde o temprano en convertirse en comprensión. Todo pensamiento que pasa con desdén por encima del gran grupo mudo; todo pensamiento que no reconoce a mil hermanas, a mil hermanos dormidos en ese grupo, no es, en muchas ocasiones, más que un sueño nefasto o estéril.
jueves, 3 de noviembre de 2011
La Justicia nacida de la Verdad
En este mundo, el mal se acarrea su castigo con más seguridad de que la virtud vea su recompensa. El crimen tiene la costumbre de castigarse a sí mismo en medio de grandes voces, mientras que la virtud se recompensa en el silencio, el jardín cerrado de su felicidad. El mal trae catástrofes ruidosas, pero un acto de virtud es sólo un sacrificio mudo a las leyes más profundas de la existencia humana.
Habrá siempre algunas víctimas de una injusticia irremediable, y si ésta nos entristece, nos enseña también, al menos, a agregar a una sabiduría más real, más humana y más altiva, lo que quitamos a una sabiduría demasiado mística.
No llegamos a ser verdaderamente justos sino desde el día en que nos vemos reducidos a buscar en nosotros mismos el modelo de la justicia. La injusticia del destino vuelve a colocar al ser humano en su lugar, en su naturaleza. Pero no creo que el desaliento moral deba nacer de tales desengaños. Una verdad, por desalentadora que parezca, transforma el valor de quienes saben aceptarla. En todo caso, una verdad desalentadora, por el hecho mismo de ser una verdad, vale más que la mentira más hermosa que aliente. Pero no hay verdad desalentadora; hay, por el contrario, valores que no son verdaderos. Lo que quebranta a los débiles es lo que vigoriza a los fuertes.
No siempre es fácil sonreír a la llegada de las vivencias sombrías, pero es posible hallar en la vida algo que no nos domine sin entristecernos. A medida que el pensamiento y el corazón se ensanchan, hablan con menos frecuencia de injusticia. En este mundo todo está bien con relación a nosotros, puesto que somos los frutos de este mundo.
Han llegado los tiempos en que el ser humano necesita aprender a colocar en otro sitio que no sea en sí mismo, el centro de su orgullo y de sus alegrías. Mientras se abren nuestros ojos, nos sentimos dominados por una fuerza cada vez más enorme, pero al mismo tiempo adquirimos la certidumbre cada vez más íntima de formar parte de esa fuerza, y hasta cuando nos hiere, podemos admirarla.
Después de la conciencia de nuestro poder, uno de los privilegios más altos del ser humano es adquirir el conocimiento de su impotencia, por lo menos como individuo. De la desproporción misma entre el infinito que nos mata, y esa insignificancia que somos, nace el sentimiento de cierta grandeza en nosotros: nos gusta más ser destruidos por una montaña que por un ladrillo; en la guerra, preferimos sucumbir en una lucha contra mil y no contra uno. La inteligencia, al mostrarnos la inmensidad de nuestra impotencia, nos quita el dolor de nuestra derrota.
Hay momentos en los cuales lo que nos vence parece tocarnos de más cerca que la parte misma de nosotros que sucumbe. Nada muda más fácilmente de casa que el amor propio, porque un instinto nos advierte que nada nos pertenece menos que él.
Si la naturaleza se volviera menos indiferente, no nos parecería ya bastante vasta. Nuestro sentimiento de lo infinito necesita de todo su infinito, de toda su indiferencia, para moverse a sus anchas, y hay algo en nuestra alma que preferirá siempre llorar en un mundo de límites, a ser constantemente feliz en un mundo estrecho. Ninguna grandeza, ya esté en la naturaleza o en el fondo de su corazón, se pierde para el sabio.
miércoles, 19 de octubre de 2011
La Razón, hija del Corazón.
Uno de los deberes de la sabiduría es darse una cuenta lo más exacta y humildemente posible del lugar que el ser humano ocupa en el universo. El punto central de la sabiduría humana es obrar como si todo acto produjera un fruto extraordinario y eterno, y saber, sin embargo, cuán poca cosa es un acto justo frente al universo.
No es prudente imaginarse que el corazón crea por mucho tiempo en cosas en las que la razón no crea ya. Pero la razón puede creer en cosas que se encuentran en el corazón. Aún acaba por refugiarse dentro de él más y más sencillamente cada vez. La razón es respecto al corazón como una hija perspicaz, pero demasiado joven, que necesita a menudo de los consejos de su madre, sonriente y ciega.
La mayor parte de las potencias interiores están sometidas ante la persona de bien, y casi todas las dichas y las desgracias de los seres humanos provienen de las potencias interiores. Lo que denominamos en nosotros, lo denominamos al mismo tiempo en cuantos se nos acercan. Por lo tanto, los sufrimientos morales que nos alcanzan no dependen ya de los demás. Su malicia no puede hacernos llorar más que en las regiones de las cuales no hemos perdido aún el deseo de hacer llorar a nuestros enemigos. Si los dardos de la envidia nos hacen sangrar todavía es porque podríamos haber lanzado esos mismos dardos, y si una traición nos arranca lágrimas, es porque tenemos todavía en nosotros la potencia de traicionar. Sólo se puede herir al alma con las armas ofensivas que no ha arrojado aún a la gran hoguera del amor.
El justo no puede prometerse más que una cosa: que su destino lo alcanzará en un acto de caridad o de justicia; es decir, en estado de dicha interior. Lo que es tanto como cerrar todas las fuerzas a los malos destinos interiores, y la mayor parte de las puertas a los azares de fuera.
A medida que se eleva nuestra idea del deber y de la felicidad, el imperio del sufrimiento moral se purifica. Nuestra felicidad depende de nuestra libertad interior. Esta libertad aumenta cuando hacemos el bien, y disminuye cuando hacemos el mal.
Por imperfecta que sea nuestra idea del bien, en cuanto la abandonamos un momento, nos entregamos a las fuerzas malévolas de fuera. Una simple mentira para mí mismo, sepultada en el silencio de mi corazón, puede causar a mi libertad interior un daño tan funesto como una traición en la plaza pública. Y en cuanto mi libertad interior ha sido herida, el destino se acerca a mi libertad exterior como una fiera se acerca con pasos lentos a su presa que ha acechado durante mucho tiempo.
miércoles, 5 de octubre de 2011
La Moral Verdadera
El deber por excelencia no es llorar con todos los que lloran, ni sufrir con todos los que sufren, ni tender el corazón a los que pasan para que lo hieran o para que lo acaricien. Las lágrimas, los sufrimientos, las heridas nos son saludables mientras no desaniman nuestra vida. Sea cual sea nuestra misión en esta tierra; sea cual sea el fin de nuestros esfuerzos y de nuestras esperanzas, el resultado de nuestros dolores y de nuestras alegrías, somos depositarios ciegos de la vida. He aquí la única cosa absolutamente cierta, el único punto fijo de la moral humana. Se nos ha dado la vida, no sabemos para qué; pero parece evidente que no es para debilitarla ni para perderla. Representamos en este planeta una forma muy especial de vida; la vida del pensamiento, la vida de los sentimientos, y de ahí que todo lo que tiende a disminuir la viveza del pensamiento, el ardor de los sentimientos, es probablemente inmoral.
Aumentemos nuestra confianza en la grandeza, en la potencia y en el destino del ser humano. Encontremos una razón para admirar y exaltemos nuestra conciencia de lo infinito. Todo lo que vemos hermoso en lo que nos rodea es ya hermoso en nuestro corazón; cuanto encontramos adorable y grande en nosotros mismos, lo hallamos también en los demás. La moral verdadera debe nacer del amor consciente e infinito. La gran caridad es el ennoblecimiento.
Todo pensamiento que engrandece mi corazón, aumenta en mí el amor y el respeto para los seres humanos. Amemos siempre desde el punto más alto que podamos alcanzar. No amemos por compasión cuando podemos amar por amor; no perdonemos por bondad, cuando podemos perdonar por justicia; no enseñemos a consolar cuando podemos enseñar a respetar. Cuidemos de mejorar sin descanso la calidad del amor que damos a los demás.
Mientras más abandonada se siente una persona, más encuentra la fuerza propia del humano. Lo que nos inquieta en las grandes injusticias es la negación de una alta ley moral. Pero mientras más convencidos estamos de que el destino no es justo, más ensanchamos y purificamos ante nosotros los campos de una moral mejor. No nos imaginemos que las bases de la virtud se derrumban porque Dios nos parece injusto.
Sólo aquellos que ignoran lo que es el bien, piden un salario por el bien. Un acto de virtud es siempre un acto de felicidad. Es siempre la flor de una vida interior dichosa y satisfactoria. Supone siempre horas y largos días de reposo en las montañas más apacibles de nuestra alma. Ninguna recompensa posterior valdría la tranquila recompensa que la ha precedido.
Se sabe, en general, por qué se hace el mal; pero mientras menos exactamente se sepa por qué se hace el bien, más puro es el bien que se hace. Y no se obra bien de veras sino cuando se obra bien para uno mismo, sin más testigo que el propio corazón.
miércoles, 14 de septiembre de 2011
El Deber del Alma: La Felicidad Individual
La resignación es buena ante los hechos generales e inevitables de la vida, pero en todos los casos en que la lucha es posible, la resignación sólo es ignorancia, impotencia o pereza disfrazadas. Lo mismo ocurre con el sacrificio, que muy a menudo no es más que el brazo debilitado que la resignación agita todavía en el vacío. Es hermoso saber sacrificarse con sencillez, cuando el sacrificio viene a nuestro encuentro y trae una felicidad verdadera para los demás seres; pero no es ni sabio ni útil consagrar la vida a la búsqueda del sacrificio, y considerar esa busca como el más bello triunfo del espíritu sobre la carne. Se concede comúnmente una importancia demasiado grande a los triunfos del espíritu sobre la carne; y esos supuestos triunfos son, frecuentemente, derrotas totales de la vida.
La belleza de un alma se encuentra en su conciencia, en la elevación y la potencia de su vida. Hay almas que sólo sienten que viven en el sacrificio; pero son almas que no tienen el valor o la fuerza de ir en busca de otra vida moral. Es mucho más fácil sacrificarse; es decir, abandonar la vida moral en provecho de quien quiera tomarla, que cumplir el destino moral y llenar hasta lo último la tarea para la cual nos había creado la naturaleza. Es, en general, mucho más fácil morir moralmente y aun físicamente para los demás, que aprender a vivir para ellos. Demasiados seres adormecen así toda iniciativa, toda existencia personal en la idea de que están siempre dispuestos a sacrificarse. Una conciencia que no va más allá de la idea del sacrificio y cree no tener ya cuentas pendientes consigo misma, porque busca sin cesar la ocasión de dar lo que tiene, es una conciencia que ha cerrado los ojos y se ha dormido al pie de la montaña.
No es por el sacrifico sino por su fuerza, por su alegría, por la potencia de su vida, que será para ellos un renuevo de vigor y algo como la flecha en manos del gigante. Lo mismo sucede con todas las demás relaciones verdaderas. Las personas se ayudan entre sí por sus alegrías y no por sus tristezas. No son creadas para que se mate la una a la otra, sino a fin de fortificarse la una por la otra.
Aprendan a amarse ampliamente, sanamente, sabiamente y completamente. Es cosa menos fácil de lo que se cree. El egoísmo de una alma clarividente y fuerte es más eficazmente caritativo que toda la abnegación de una alma ciega y débil. Antes de existir para los demás, importa que existan para ustedes mismos; antes de darse necesitan adquirirse. La adquisición de una partícula de nuestra conciencia importa mil veces más, al final de cuentas, que el don de nuestra conciencia entera.
Cualquier alma, en su esfera, tiene los mismos deberes para consigo misma que el alma de los más grandes. El deber capital de nuestra alma es ser tan completa, tan feliz, tan independiente, tan grande como sea posible. No se trata en esto de egoísmo ni de orgullo. No se llega a ser eficazmente generoso; no se llega a ser de verdad humilde sino hasta que se tiene de sí mismo un sentimiento claro, confiado y pacífico. El sacrificio no debe ser un medio de ennoblecerse, sino la señal de un ennoblecimiento.
Cuando sea necesario, sepamos ofrecer nuestras riquezas, nuestro tiempo, nuestra vida; he aquí el don excepcional de algunas horas excepcionales. Pero el pensador no está obligado a descuidar su felicidad y cuanto rodea su existencia, para prepararse tan sólo a pasar, con más o menos heroísmo, una o dos horas excepcionales. En moral hay que consagrarse ante todo a los deberes que se presentan todos los días, a los actos fraternales que no se agotan. Desde este punto de vista, en la marcha común de la vida, la única cosa de la cual podamos ofrecer una parte que renace sin cesar, a las almas felices o desgraciadas de los que avanzan a nuestro lado por los mismos caminos, es la fuerza, la confianza, la independencia sosegada de nuestra alma. Por eso está obligado el más humilde de los hombres a sostener y engrandecer su alma.
No es sacrificándose como llega el alma a ser más grande. El sacrificio es una hermosa señal de inquietud, pero no hay que cultivar la inquietud para ella misma. Toda alma, en su medio, es guardiana de un faro más o menos necesario. La fuerza inmaterial que luce en nuestro corazón debe brillar ante todo para ella misma. Sólo a este precio brillará para los demás. Por pequeña que sea su lámpara, no entreguen jamás el aceite que la alimenta, sino la llama que la corona.
El altruismo es el centro de gravedad de las almas nobles; pero las almas débiles se pierden en las otras, en tanto que las fuertes se encuentran. Lo que vale más que amar a su prójimo como a sí mismo, es amarse a sí mismo en él. Hay una bondad que agota y otra que alimenta. En el comercio de las almas, no son las que creen dar siempre, las generosas. Una alma fuerte toma sin cesar, aun a las más ricas; pero hay una manera de dar que no es sino avidez que ha perdido su valor. Tomando es como se da, y dando, como se quita.
lunes, 29 de agosto de 2011
El Pensamiento traducido en Acción
Un humilde pensamiento que liga una mirada satisfecha, un acto de bondad cotidiana o el más tranquilo, el más modesto de los minutos felices, o algo hermoso, estable y eterno, es más meritorio e infinitamente más difícil de arrancar a los misterios de la vida, que una grande y sombría meditación que liga un dolor, un amor, una desesperación, a la muerte, al destino o a las potencias indiferentes que rodean nuestra existencia. Es necesario mirar tranquilamente las mismas fuerzas, aceptarlas e interrogarlas con calma, en lugar de maldecirlas y de buscar en ellas motivos de pavor.
Hay, en el más pequeño pensamiento consolador, una fuerza que jamás se encuentra en la queja más grande, en la más hermosa idea melancólica. Una gran idea, profunda y triste, es energía que alumbra los muros de su prisión consumiendo sus alas en las tinieblas; pero el más tímido pensamiento de confianza, de alegre sumisión a leyes inevitables, es ya una acción que busca un punto de apoyo para levantar al fin su vuelo en la existencia. Un amplio y desinteresado pensamiento es cosa excelente, pero la realidad no comienza sino en la acción. Lo que propiamente hablando constituye todo nuestro destino, son aquellos pensamientos nuestros que han tenido la fuerza, o cedido, al fin, a la necesidad de transformarse en hechos, en gestos, en sentimientos, en hábitos.
Lo mismo sucede en nuestra vida moral. Los pensamientos que no han entrado en la realidad, no han sido del todo vanos; han empujado o sostenido a los demás; pero éstos son los únicos que han cumplido su misión hasta el fin. Tengamos siempre, bajo nuestras órdenes, delante de las filas compactas de nuestras ideas confusas y entristecidas, un grupo de pensamientos más confiados, más humanos, más sencillos y listos para penetrar audazmente en la vida.
Un pensamiento puede, hasta mi muerte, dejarme en el mismo lugar del universo; pero una acción me hará avanzar o retroceder una fila en la jerarquía de los seres. Un pensamiento es una fuerza aislada, errante y pasajera, que se adelanta hoy y que tal vez no vuelva a ver mañana; pero una acción supone un ejército permanente de ideas y de deseos, que ha sabido conquistar, después de largos esfuerzos, un punto de apoyo en la realidad.
El destino, comprendido como el camino que conduce a la muerte, apenas respeta la virtud; nos obliga a elegir entre la justificación y la sentencia del azar.
¿Qué importa que el cumplimiento del deber sea resultado del instinto o de la inteligencia? Los gestos del instinto, como los gestos del niño, tienen comúnmente una belleza algo vaga, cándida, inesperada, que nos conmueve más; pero los de la buena voluntad reflexiva ¿no poseen una belleza más seria y más firme? A pocos corazones les es dado el ser ingenuamente admirables.
La virtud suprema está en saber lo que hay que hacer, y aprender a escoger a qué se le puede dar la vida. Lo que cada uno de nosotros cree que es su deber, no es su deber sino provisionalmente. El primero de todos nuestros deberes es aclarar nuestra idea del deber.
lunes, 22 de agosto de 2011
El reto de la Felicidad
Un alma cualquiera no puede sostener la felicidad. Existe el valor de la felicidad, como hay el valor de la desgracia. Acaso se necesite más fuerza para seguir siendo feliz que para seguir siendo desgraciado, porque la espera de lo que aún no se tiene da más alegría al corazón que no es sabio que la plena posesión de todo lo que había deseado. Desde la cima de una felicidad permanente es de donde se ven mejor los deseos de ese corazón que parece no poder alimentarse más que de temor o de esperanza y al que tanto trabajo cuesta alimentarse con lo que tiene, no obstante que lo tiene todo.
Con frecuencia se ve a seres fuertes y llenos de prudencia moral vencidos por la felicidad. No encontrando en ella todo lo que en ella buscaban, no la defienden ni la retienen con la energía que se necesitaría desplegar siempre en la vida. ¡Ah, qué sabio se necesita ser para no asombrarse ya de que la felicidad traiga también tristeza y para que esta tristeza no nos incline a creer que no poseemos aún la felicidad verdadera!. Lo mejor que se encuentra en la felicidad es la certidumbre de que no es algo que embriaga, sino que hace reflexionar. Es más accesible y se hace menos extraña una vez que se ha aprendido que el único don que deja al alma que sabe aprovecharse de ella, es un ensanchamiento de conciencia que no habría encontrado en otra parte. Es más importante para el alma humana conocer el valor de una felicidad que disfrutar de ella. Es necesario saber muchas cosas para amar por largo tiempo a la felicidad; es indispensable saber muchas más todavía para convencerse de que en el seno de una dicha sin nubes la parte fija y estimable de toda felicidad se encuentra sólo en esa dureza que, muy en el fondo de nuestra conciencia, podría hacernos felices aún en el seno de la desgracia misma. No pueden llamarse felices sino cuando la felicidad les ha ayudado a trepar hasta alturas desde donde pueden perderla de vista, sin perder al mismo tiempo, su deseo de vivir.
El horizonte de la desgracia, contemplado desde lo alto de un pensamiento que no es ya instintivo, egoísta, mediocre, no difiere de manera sensible del horizonte de la misma naturaleza pero de otro origen. Una tempestad no debilita la vida de nuestra alma, como tampoco la debilita un día hermoso y tranquilo. Lo que la debilita es quedarse día y noche en el cuarto de nuestros mezquinos pensamientos sin generosidad, sin ardor, sin gravedad, cuando el océano ilumina el cielo en torno de nuestra morada.
Pero acaso hay una diferencia entre el pensador y el sabio: el pensador se entristece nada más sobre las cimas a las que ha subido, en tanto que el sabio trata de sonreír allí de buena fe y de manera tan natural y tan humana, que el más humilde de sus hermanos puede recoger y comprender esa sonrisa. El pensador abre el camino “que va de lo que se ve a lo que no se ve”; pero el sabio abre la vía que conduce de lo que se ama a lo que se amará, y los senderos que suben desde lo que no nos consuela ya a los que pueden consolarnos todavía mucho tiempo. Es necesario tener pensamientos vivientes y audaces. ¿Qué es un pensamiento que no trae ninguna confortación?.
Es más fácil afligirse y quedarse en la aflicción, que dar, en el acto, el paso que el tiempo acaba siempre por obligarnos a dar más allá de esa aflicción. Más fácil es parecer profundo en la desconfianza y en las tinieblas, que en la confianza y en la honrada claridad en la cual deben vivir los seres humanos.
¿Quién de nosotros no encuentra, sin buscarlas, mil y un razones de por qué no se es feliz?. Es útil, sin duda, que el sabio nos indique las más altas, porque las razones muy altas están muy cerca de transformarse en razones para ser feliz. Es necesario ser feliz para hacer felices a otros; es necesario hacer felices a otros para seguir siendo feliz. Tratemos primero de sonreír para que nuestros hermanos aprendan a sonreír, y luego sonreiremos mucho más realmente al verlos sonreír.
sábado, 6 de agosto de 2011
La Sabiduría de la mano de la Felicidad
Desconfiemos siempre de la sabiduría y de la felicidad fundadas en el desprecio de alguna cosa. El desprecio y el renunciamiento nos abren el asilo de los ancianos y de los débiles. Pero en tanto que el desprecio o el renunciamiento deban tomar la palabra o agitar un pensamiento amargo en nuestro corazón, la alegría que ya no queremos nos es todavía necesaria.
Evitemos introducir en nuestra alma ciertos parásitos de las virtudes. Y la renunciación es a menudo un parásito. Aunque no la debilite, inquieta nuestra vida interior. Cuando el desprecio o la renunciación entran en nuestra alma, todas sus potencias y virtudes abandonan su tarea para reunirse en torno al huésped que les trae el orgullo. Porque la felicidad del renunciamiento nace casi siempre del orgullo. Sin embargo, si hay empeño en renunciar a alguna cosa, conviene renunciar ante todo a las felicidades del orgullo, que son las más engañosas y las más vacías.
El sabio no está hecho para ser desgraciado, y es más glorioso y más humano también; no dejar de ser sabio permaneciendo feliz. El fin supremo de la sabiduría es precisamente encontrar el punto fijo de la felicidad en la vida. Pero buscar ese punto fijo en la renunciación y en el adiós a la alegría, es ir a buscarlo tontamente en la muerte. La sabiduría es la esposa respetada de nuestras pasiones, nuestros sentimientos, de todos nuestros pensamientos y todos nuestros deseos.
No es renunciando a felicidades que nos rodean como llegaremos a ser sabios. Llegando a ser sabios es como renunciaremos sin saberlo a las felicidades que no se elevan hasta nosotros. La sabiduría camina más de prisa en la felicidad que en la desgracia. Las lecciones de la desgracia sólo ilustran una parte de la moral, y la persona que es sabia porque ha sido desgraciada, se parece al ser que ha amado sin que le amasen. Ignorará siempre en la sabiduría lo que el otro ignorará en un amor al que el amor no respondió jamás.
La felicidad es más y menos envidiable porque es cosa muy distinta de lo que piensan los que no han sido completamente felices. Estar alegre, no es ser feliz, y ser feliz no es siempre estar alegre. No hay más que las pequeñas felicidades de un instante que sonríen y que cierran los ojos en el tiempo que tardan en sonreír. Pero, llegado a cierta altura, la felicidad permanente es tan grave como una noble tristeza.
Los pensadores que conocieron la felicidad aprendieron a amar la sabiduría mucho más íntimamente que los que fueron desgraciados. Hay una gran diferencia entre la sabiduría que crece en la desgracia y la que se desarrolla en la felicidad. La primera consuela hablando de la felicidad; pero la segunda no habla más que de ella misma. Al extremo de la sabiduría del desgraciado está la esperanza de la felicidad; al extremo de la del ser humano feliz, no hay más que la sabiduría. Si el fin de la sabiduría es encontrar la felicidad, sólo a fuerza de ser feliz se acaba por saber que ese fin no se encuentra sino en ella.
viernes, 5 de agosto de 2011
Principios de la Felicidad
Somos más injustos que el destino mismo cuando lo juzgamos. No vemos más que la desgracia del sabio porque todos sabemos lo que es la desgracia; pero no vemos su felicidad porque hay que ser tan sabio como el sabio y tan justo como el justo para reconocer su felicidad. No se tiene más que la felicidad que se puede comprender. Hay muchas más tierras desconocidas en la felicidad que en la desgracia. La desgracia tiene siempre la misma voz, pero la felicidad es menos ruidosa a medida que va siendo más profunda.
No hay nada más justo que la felicidad; nada que tome más fielmente la forma de nuestra alma; nada que llene más exactamente los lugares que la sabiduría le ha abierto. Pero no hay todavía nada que carezca tanto de voz como ella. El ángel del dolor habla todas las lenguas y conoce todas las palabras; pero el ángel de la felicidad no abre la boca sino cuando puede hablar de una felicidad que hasta el salvaje es capaz de comprender. Hablar de la felicidad, ¿no es enseñarla un poco? Pronunciar su nombre cada día, ¿no es llamarla? ¿Y no es uno de los hermosos deberes, de los que son felices, enseñar a otros a ser felices? Es indudable que se aprende a ser feliz y nada se enseña más fácilmente que la felicidad.
La sonrisa es tan contagiosa como las lágrimas, y las épocas que se llaman felices no son a veces más que épocas en las que algunos seres supieron llamarse felices. No es la felicidad la que nos falta: es la ciencia de la felicidad. De nada sirve ser lo más feliz posible si se ignora que se es feliz, y la conciencia de la dicha más pequeña importa más para nuestra felicidad que la mayor dicha que nuestra alma no mire atentamente. Quienes la retienen deben mostrarnos que no poseen nada que no posean en su corazón todos los seres humanos.
Ser feliz es haber traspasado los límites de la inquietud de la felicidad. Sé que soy más feliz hoy de lo que era ayer, porque sé, al fin, que no necesito ya de la felicidad para liberar mi alma, para apaciguar mi pensamiento y para iluminar mi corazón.
Un acto de justicia, de bondad, provoca cierta conciencia inarticulada, a menudo más eficaz, abnegada y maternal, que la nacida de un pensamiento profundo. Trae sobre todo una conciencia especial de la felicidad. Los pensamientos más elevados son casi siempre inciertos y variables, mientras que la luz de un acto benéfico es permanente y estable. Un pensamiento profundo es algunas veces conciencia ornamental; pero una obra de caridad, el cumplimiento de un deber heroico, son conciencia; es decir, felicidad en acción. De la inteligencia satisfecha a un corazón satisfecho hay un largo camino. La felicidad es una planta de la vida moral, más bien que una planta de la vida intelectual.
Una verdad es viviente para nosotros a partir del momento en que ha modificado, purificado, dulcificado algo en nuestra alma. Lo que constituye la conciencia, lo que es un acto esencial, es la conciencia de un mejoramiento moral. La inteligencia que no va hacia la conciencia se agita en el vacío. Cualquier fuerza de nuestro cerebro que no es recogida inmediatamente en los vasos más puros de nuestro corazón, corre gran riesgo de corromperse y perderse. En todo caso, permanece extraña a la felicidad, pero entra fácilmente en relación con la desgracia. Se puede tener una inteligencia más poderosa y muy elevada, y no haberse acercado nunca a la felicidad. Y se puede tener un alma dulce, pura y buena y no conocer más que la desgracia.
Un hermoso pensamiento es muchas veces una buena obra; pero si un pensamiento hermoso no ha nacido de una buena acción o no ha hecho nacer alguna, añade poca cosa a nuestra felicidad; en tanto que una buena acción, aunque no nazca de ella ningún pensamiento, avivará siempre, como lluvia bienhechora, nuestra conciencia de la felicidad.
El adiós a la felicidad es el principio de la sabiduría y el medio más seguro de encontrar la felicidad. Nada hay tan dulce como el retorno de la alegría que sigue a la renunciación a la alegría; nada tan vivo, tan profundo, tan encantador como el encanto del desencanto. La verdad no tiene límites, y por eso la sabiduría nunca tiene el derecho de desdoblar así, en la primera encrucijada del orgullo, la pobre tendezuela del desencanto o del renunciamiento. Porque hay un increíble y frágil orgullo en declararse satisfecho de que nada puede satisfacernos. Satisfacción de este género es sólo un descontento que no tiene ni aún la fuerza de levantarse; y estar descontento, en el fondo, es no tratar ya de comprender.
miércoles, 6 de julio de 2011
Los rostros del Destino
Debemos aprender más hasta qué punto se limita el poder del destino en todos los que llegan a ser mejores que el destino. Sufrimientos, pesares, lágrimas, dolores y todo lo demás: palabras parecidas que designan cosas que nunca se parecen. Llamamos así a la huella de nuestras faltas; y allí donde nuestras faltas fueron nobles, nuestra desgracia estará más cerca de la verdadera felicidad que la dicha de los que son felices sin haber engrandecido su conciencia. La felicidad o la desgracia, aún cuando lleguen de fuera, sólo existen en nosotros mismos. Cuanto nos rodea se convierte en ángel o demonio según el estado de nuestro corazón. El destino, del que tanto nos agrada quejarnos, no tiene más armas que las que le tendemos. No es ni justo, ni injusto; no dicta jamás sentencia. Lo que tomamos como un dios no es sino un mensajero disfrazado. Nos advierte simplemente, en ciertos días, que acaba de sonar la hora de juzgarnos a nosotros mismos.
Lo seres de segundo orden no se juzgan a sí mismos y, justamente porque se niegan a ello, son juzgados por el azar. Están sometidos a un destino casi invariable; porque el destino sólo puede transformarse según el fallo que la persona haya dictado sobre sí misma. En lugar de transformar el acontecimiento que encuentran, se transforman a sí mismos moralmente al primer contacto con todo lo que encuentran. Toman la misma forma de la desgracia que deploran y no toman sino su forma más pobre y más usada. Todo lo que les acontece tiene el olor del destino. Para ellos, azar y destino son dos términos idénticos, y el azar es raras veces un destino favorable. Todo lo que en nosotros mismos no está ocupado por el poder de nuestra alma, lo ocupa inmediatamente un poder exterior. Todo vacío en el corazón o en la inteligencia se convierte en receptáculo de influencias fatales.
Muy a menudo es castigada la virtud, y la fuerza misma de un alma precipita a veces su desgracia. Mientras más se ama, mayor superficie se ofrece a dolores nobles. Sin embargo, existe el consuelo del justo, del sabio y del héroe: el destino sólo tiene imperio en ellos por el bien que los obliga a hacer. El pensador es una ciudad cerrada que sólo tiene una puerta de luz y el destino sólo puede abrirla cuando logra obligar al amor a que llame a esa puerta. Cuando el destino es libre, casi siempre quiere el mal; pero si piensa en reinar sobre el justo, es necesario que piense en hacer el bien. El justo está protegido por su luz, y sólo una luz más fuerte puede vencerlo. Se necesita entonces que el destino se haga más hermoso que su víctima.
Cuando pronunciamos la palabra “Destino”, todos imaginan algo sombrío, espantoso y mortal. En el fondo del pensamiento humano, no es sino el camino que conduce a la muerte. Y aún casi siempre no es más que el nombre que se da a la muerte que no ha llegado todavía. Es la muerte vista en lo porvenir y la sombra de la muerte sobre la vida. Sin embargo, ¿no puede suceder que quien camina por la vida encuentre una felicidad más grande que la desgracia y más importante que la muerte?. Un beso puede ser tan importante para la alegría como lo es una herida para el dolor. No somos justos; no mezclamos al destino casi nunca con la felicidad; si no lo juntamos con la muerte es porque lo reunimos con una desgracia más grande que la muerte misma.
Nunca es feliz la muerte a ojos de los que no han muerto todavía; y sin embargo, así es como juzgamos a la vida. Parece que la muerte lo absorbe todo, y si 30 años de felicidad terminan en una muerte accidental, los 30 años nos parecerán perdidos en las tinieblas de una hora dolorosa.
Hacemos mal en ligar así al destino con la muerte o con la desgracia. ¿Cuándo nos quitaremos esa idea de que la muerte es más importante que la vida, y la desgracia más grande que la felicidad? ¿Por qué no mirar más que del lado de las lágrimas, cuando juzgamos del destino a un ser, y nunca del lado de las sonrisas? ¿Quién nos ha dicho que se necesitaba valuar la vida por medio de la muerte y no la muerte por medio de la vida? Nos convencemos de que la sabiduría o la virtud no desarman a la desgracia cuando acaece un fin inesperado y cruel, pero no somos ni sabios ni justos si buscamos en la sabiduría y en la justicia otra cosa que no sea la sabiduría y la justicia mismas. ¿Con qué derecho reducimos así una existencia entera al instante de la muerte? ¿Por qué se piensa que la sabiduría o la virtud de alguien lo hizo desdichado sólo porque su fin fue desgraciado? ¿Ocupa la muerte en la vida un punto más vasto que el nacimiento?
Lo que nos hace felices o desgraciados es lo que hacemos entre el nacimiento y la muerte; no es en su muerte, sino en los días y los años que la preceden, en donde se encuentran la felicidad o la desgracia de un ser y su verdadero destino. Razonamos como si el pensador cuya historia nos ha hecho conocer una muerte horrenda, hubiera pasado su existencia previendo el fin doloroso que su sabiduría le preparaba. Pero lo cierto es que al sabio le inquieta mucho menos que al no sabio la idea de la muerte. Y si todo acaba mal, es contra toda espera y no ha gastado su vida en morirla por anticipado. A menudo, en el fondo de nuestros pensamientos, parece que una herida que sangra algunas horas aniquila la paz de una existencia entera.
martes, 5 de julio de 2011
El significado del Sufrimiento
¿Se evita el dolor con el pensamiento? El sabio sufre al igual que los demás, y el sufrimiento es uno de los elementos de la sabiduría. Hay partes de la carne, del corazón y del espíritu que ninguna sabiduría puede disputarle al destino. No es el sufrimiento lo que se trata de evitar, sino el desaliento y las trabas que trae para quien lo recibe como a un amo y no como a un mensajero. El mal llega y cambia las proporciones, pero nada más; si quisiera apagar en nosotros el foco del valor sería necesario que envileciera en el fondo de nuestro corazón, todo lo que amamos, admiramos y adoramos. ¿Y qué potencia extraña consigue envilecer un sentimiento y una idea si no los destronamos nosotros mismos? Fuera de los sufrimientos físicos, ¿existe algún dolor que pueda herirnos si no es por medio de nuestros pensamientos? Se sufre poco por el sufrimiento mismo; se sufre enormemente por la manera con que se le acepta. Todas las miserias verdaderas son interiores y causadas por nosotros mismos. Creemos erróneamente que vienen de afuera; pero las formamos dentro de nosotros, de nuestra propia esencia.
La fuerza activa de un acontecimiento se encuentra en la manera con que se considera ese acontecimiento. La desgracia viene hasta nosotros pero no hace sino lo que se le ordena que haga. Siembra, devasta, cosecha, según la orden que ha encontrado inscrita en nuestro umbral. El dolor no hace nunca otra cosa que restituirnos lo que nuestra alma le ha prestado durante los días felices.
El mayor dolor que puede herir a una persona ocurre en el instante en que es más sensible al dolor, en el momento de su mayor dicha. Y la ilusión es la única cosa que puede poseer un alma. El sufrimiento existe para todos. Hay lágrimas exteriores que no se pueden secar y horas sagradas en que la sabiduría no consuela todavía. Pero no es el dolor lo que se trata de evitar; se trata de escoger lo que el sufrimiento nos trae porque todas nuestras alegrías morales, que son mucho más profundas que nuestras alegrías físicas o intelectuales están hechas de cosas pequeñas. Si lo traducimos en palabras, el sentimiento que impulsa al héroe a obrar bien parece muy poca cosa.
Todo lo que ennoblece nuestra existencia; todo lo que respetamos en nosotros mismos, los motivos de nuestra virtud y esos límites sentimentales que todo ser impone a sus vicios y hasta a sus crímenes, parecen poca cosa cuando nuestra razón nos pide cuenta de ellos. Sin embargo, ahí es donde se encuentran las leyes de la vida de cada ser. ¿Y qué persona podrá vivir sin someterse a varias de esas verdades que no están sometidas a la razón? Aún los más miserables obedecen a una de ellas, y mientras mayor es el número de las que obedece, menos miserable es la persona.
Cada uno se refugia así en la última belleza moral que le queda. El más caído de los seres tiene siempre una especie de lugar sagrado, una especie de retiro en su alma, donde encuentra un poco de agua pura, y del que va a tomar la fuerza necesaria para seguir viviendo. En esto, como tampoco en otras cosas, no es la razón la que consuela, y debe detenerse ante el último refugio. Nuestra vida moral está situada en otra parte que no es nuestra razón.
Si la razón no escoge lo que el sufrimiento nos trae, ¿quién escoge entonces? Nuestra vida interior, que ha formado nuestra alma. No se cosechan de un día para otro los frutos de la sabiduría. Los ángeles que vienen e enjugar nuestras lágrimas toman exactamente la forma y el rostro de lo que nosotros hemos dicho, pensado y hecho antes de la hora del dolor. En cierto modo, la imagen sintética de todos nuestros días pasados es la que se reproduce con fidelidad afectuosa o malqueriente en el sufrimiento de nuestro corazón. Si yo no tengo en la vida más que recuerdos sin generosidad y sin luz, cuando llegue el instante en que los recuerdos se transforman en lágrimas, esas lágrimas carecerán también de generosidad y de luz. Nuestras lágrimas no tienen color propio, a fin de que puedan reflejar el pasado de nuestra alma, y lo que reflejan es o nuestro castigo o nuestra recompensa.
Sólo hay una cosa que no se transforma jamás en sufrimiento: el bien que hemos hecho. Cuando perdemos a un ser amado, lo que nos hace llorar lágrimas que no alivian es el recuerdo de los momentos en que no amamos lo suficiente. Si hubiéramos sonreído siempre al ser que ya no está, ignoraríamos lo que hay de deprimente en el dolor y lloraríamos lágrimas tales que les quedaría algo de la dulzura de las caricias y de las virtudes de que se acuerdan. Porque los recuerdos del amor verdadero, el acto de virtud que contiene a todos los demás, arrancan a nuestros ojos las mismas lágrimas bienhechoras de las horas más hermosas de las que nacieron esos recuerdos. Nada es más justo como el dolor, y toda nuestra vida espera que llegue su hora para pagarnos nuestro salario.
domingo, 19 de junio de 2011
Las cimas de la Vida Interna
Hay desgracias que no bajan la vista ante las miradas de la justicia, del amor o de la verdad. Es necesario admitir que la sabiduría no concede a sus fieles casi nada que no puedan desdeñar los ignorantes o los malvados. Y en la medida que se bajan los peldaños de la vida, se profundiza también en el secreto de un mayor número de tristezas y de impotencias. Se ve entonces que la maldad no es más que la bondad que ha perdido a su guía, que la traición no es sino la lealtad que no encuentra ya el camino de la felicidad, y que el odio no es ya otra cosa que el amor que abre con angustia la puerta de su tumba. Sólo así se llega a comprender en lugar de enjuiciar.
La vida interior más segura, hermosa y duradera es aquella que la conciencia edifica en sí misma con ayuda de los elementos más límpidos de nuestra alma. Sabio es quien aprende a mantener esa vida con todo lo que la casualidad le trae cada día. Sabio es quien en una decepción o una traición no desciende más que para purificar aún más a la sabiduría. Sabio, aquel en quien el mal mismo está obligado a alimentar la hoguera del amor. Sabio, el que ha adquirido la costumbre de ver en su sufrimiento la luz que él difunde en su corazón y que jamás mira la sombra que extiende sobre los que lo hicieron nacer. Más sabio todavía es aquel en quien las alegrías y los dolores aumentan la conciencia y le hacen ver que hay algo superior a la conciencia misma. Aquí es donde se alcanzan las cimas de la vida interna.
Toda vida interior empieza, no en el momento en que la inteligencia se desarrolla, sino en el instante en que el alma se hace buena. Todo ser que no posee alguna nobleza del alma no tiene vida interior, carece de esa fuerza, ese refugio y ese tesoro de satisfacciones invisibles que posee todo ser humano que puede entrar sin temor en su corazón. La vida interna está hecha de cierta felicidad del alma, y el alma es dichosa cuando puede amar en ella misma algo puro.
Es necesario construir, en el fondo del alma, el refugio contra el cual vendrá el destino a romper sus armas. Poco importa que este refugio sea el monumento de la conciencia o del amor; porque el amor es la conciencia que se busca a oscuras todavía, en tanto que la conciencia verdadera es el amor que se encuentra al fin en la claridad. En ese refugio, el alma enciende el fuego íntimo de su alegría, que aleja la tristeza dejada tras ella por los malos destinos. La alegría del alma no es semejante a las demás alegrías. No procede de una felicidad exterior, ni de una satisfacción del amor propio. Porque bajo la alegría del amor propio, que disminuye a medida que el alma mejora, está la alegría del amor que crece a medida que el alma se ennoblece.
La alegría no quita al amor lo que agrega a la conciencia. En esa alegría es donde la conciencia se alimenta del amor, en tanto que el amor se alimenta de la conciencia. Un espíritu que se eleva tiene dichas que no conoce nunca un cuerpo que es feliz; pero una alma que mejora tiene alegrías que jamás conocerá un espíritu que se eleva.
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