viernes, 5 de agosto de 2011

Principios de la Felicidad

Somos más injustos que el destino mismo cuando lo juzgamos. No vemos más que la desgracia del sabio porque todos sabemos lo que es la desgracia; pero no vemos su felicidad porque hay que ser tan sabio como el sabio y tan justo como el justo para reconocer su felicidad. No se tiene más que la felicidad que se puede comprender. Hay muchas más tierras desconocidas en la felicidad que en la desgracia. La desgracia tiene siempre la misma voz, pero la felicidad es menos ruidosa a medida que va siendo más profunda.

No hay nada más justo que la felicidad; nada que tome más fielmente la forma de nuestra alma; nada que llene más exactamente los lugares que la sabiduría le ha abierto. Pero no hay todavía nada que carezca tanto de voz como ella. El ángel del dolor habla todas las lenguas y conoce todas las palabras; pero el ángel de la felicidad no abre la boca sino cuando puede hablar de una felicidad que hasta el salvaje es capaz de comprender. Hablar de la felicidad, ¿no es enseñarla un poco? Pronunciar su nombre cada día, ¿no es llamarla? ¿Y no es uno de los hermosos deberes, de los que son felices, enseñar a otros a ser felices? Es indudable que se aprende a ser feliz y nada se enseña más fácilmente que la felicidad.

La sonrisa es tan contagiosa como las lágrimas, y las épocas que se llaman felices no son a veces más que épocas en las que algunos seres supieron llamarse felices. No es la felicidad la que nos falta: es la ciencia de la felicidad. De nada sirve ser lo más feliz posible si se ignora que se es feliz, y la conciencia de la dicha más pequeña importa más para nuestra felicidad que la mayor dicha que nuestra alma no mire atentamente. Quienes la retienen deben mostrarnos que no poseen nada que no posean en su corazón todos los seres humanos.

Ser feliz es haber traspasado los límites de la inquietud de la felicidad. Sé que soy más feliz hoy de lo que era ayer, porque sé, al fin, que no necesito ya de la felicidad para liberar mi alma, para apaciguar mi pensamiento y para iluminar mi corazón.

Un acto de justicia, de bondad, provoca cierta conciencia inarticulada, a menudo más eficaz, abnegada y maternal, que la nacida de un pensamiento profundo. Trae sobre todo una conciencia especial de la felicidad. Los pensamientos más elevados son casi siempre inciertos y variables, mientras que la luz de un acto benéfico es permanente y estable. Un pensamiento profundo es algunas veces conciencia ornamental; pero una obra de caridad, el cumplimiento de un deber heroico, son conciencia; es decir, felicidad en acción. De la inteligencia satisfecha a un corazón satisfecho hay un largo camino. La felicidad es una planta de la vida moral, más bien que una planta de la vida intelectual.

Una verdad es viviente para nosotros a partir del momento en que ha modificado, purificado, dulcificado algo en nuestra alma. Lo que constituye la conciencia, lo que es un acto esencial, es la conciencia de un mejoramiento moral. La inteligencia que no va hacia la conciencia se agita en el vacío. Cualquier fuerza de nuestro cerebro que no es recogida inmediatamente en los vasos más puros de nuestro corazón, corre gran riesgo de corromperse y perderse. En todo caso, permanece extraña a la felicidad, pero entra fácilmente en relación con la desgracia. Se puede tener una inteligencia más poderosa y muy elevada, y no haberse acercado nunca a la felicidad. Y se puede tener un alma dulce, pura y buena y no conocer más que la desgracia.

Un hermoso pensamiento es muchas veces una buena obra; pero si un pensamiento hermoso no ha nacido de una buena acción o no ha hecho nacer alguna, añade poca cosa a nuestra felicidad; en tanto que una buena acción, aunque no nazca de ella ningún pensamiento, avivará siempre, como lluvia bienhechora, nuestra conciencia de la felicidad.

El adiós a la felicidad es el principio de la sabiduría y el medio más seguro de encontrar la felicidad. Nada hay tan dulce como el retorno de la alegría que sigue a la renunciación a la alegría; nada tan vivo, tan profundo, tan encantador como el encanto del desencanto. La verdad no tiene límites, y por eso la sabiduría nunca tiene el derecho de desdoblar así, en la primera encrucijada del orgullo, la pobre tendezuela del desencanto o del renunciamiento. Porque hay un increíble y frágil orgullo en declararse satisfecho de que nada puede satisfacernos. Satisfacción de este género es sólo un descontento que no tiene ni aún la fuerza de levantarse; y estar descontento, en el fondo, es no tratar ya de comprender.

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