miércoles, 6 de julio de 2011

Los rostros del Destino

Debemos aprender más hasta qué punto se limita el poder del destino en todos los que llegan a ser mejores que el destino. Sufrimientos, pesares, lágrimas, dolores y todo lo demás: palabras parecidas que designan cosas que nunca se parecen. Llamamos así a la huella de nuestras faltas; y allí donde nuestras faltas fueron nobles, nuestra desgracia estará más cerca de la verdadera felicidad que la dicha de los que son felices sin haber engrandecido su conciencia. La felicidad o la desgracia, aún cuando lleguen de fuera, sólo existen en nosotros mismos. Cuanto nos rodea se convierte en ángel o demonio según el estado de nuestro corazón. El destino, del que tanto nos agrada quejarnos, no tiene más armas que las que le tendemos. No es ni justo, ni injusto; no dicta jamás sentencia. Lo que tomamos como un dios no es sino un mensajero disfrazado. Nos advierte simplemente, en ciertos días, que acaba de sonar la hora de juzgarnos a nosotros mismos.

Lo seres de segundo orden no se juzgan a sí mismos y, justamente porque se niegan a ello, son juzgados por el azar. Están sometidos a un destino casi invariable; porque el destino sólo puede transformarse según el fallo que la persona haya dictado sobre sí misma. En lugar de transformar el acontecimiento que encuentran, se transforman a sí mismos moralmente al primer contacto con todo lo que encuentran. Toman la misma forma de la desgracia que deploran y no toman sino su forma más pobre y más usada. Todo lo que les acontece tiene el olor del destino. Para ellos, azar y destino son dos términos idénticos, y el azar es raras veces un destino favorable. Todo lo que en nosotros mismos no está ocupado por el poder de nuestra alma, lo ocupa inmediatamente un poder exterior. Todo vacío en el corazón o en la inteligencia se convierte en receptáculo de influencias fatales.

Muy a menudo es castigada la virtud, y la fuerza misma de un alma precipita a veces su desgracia. Mientras más se ama, mayor superficie se ofrece a dolores nobles. Sin embargo, existe el consuelo del justo, del sabio y del héroe: el destino sólo tiene imperio en ellos por el bien que los obliga a hacer. El pensador es una ciudad cerrada que sólo tiene una puerta de luz y el destino sólo puede abrirla cuando logra obligar al amor a que llame a esa puerta. Cuando el destino es libre, casi siempre quiere el mal; pero si piensa en reinar sobre el justo, es necesario que piense en hacer el bien. El justo está protegido por su luz, y sólo una luz más fuerte puede vencerlo. Se necesita entonces que el destino se haga más hermoso que su víctima.

Cuando pronunciamos la palabra “Destino”, todos imaginan algo sombrío, espantoso y mortal. En el fondo del pensamiento humano, no es sino el camino que conduce a la muerte. Y aún casi siempre no es más que el nombre que se da a la muerte que no ha llegado todavía. Es la muerte vista en lo porvenir y la sombra de la muerte sobre la vida. Sin embargo, ¿no puede suceder que quien camina por la vida encuentre una felicidad más grande que la desgracia y más importante que la muerte?. Un beso puede ser tan importante para la alegría como lo es una herida para el dolor. No somos justos; no mezclamos al destino casi nunca con la felicidad; si no lo juntamos con la muerte es porque lo reunimos con una desgracia más grande que la muerte misma.

Nunca es feliz la muerte a ojos de los que no han muerto todavía; y sin embargo, así es como juzgamos a la vida. Parece que la muerte lo absorbe todo, y si 30 años de felicidad terminan en una muerte accidental, los 30 años nos parecerán perdidos en las tinieblas de una hora dolorosa.

Hacemos mal en ligar así al destino con la muerte o con la desgracia. ¿Cuándo nos quitaremos esa idea de que la muerte es más importante que la vida, y la desgracia más grande que la felicidad?  ¿Por qué no mirar más que del lado de las lágrimas, cuando juzgamos del destino a un ser, y nunca del lado de las sonrisas? ¿Quién nos ha dicho que se necesitaba valuar la vida por medio de la muerte y no la muerte por medio de la vida? Nos convencemos de que la sabiduría o la virtud no desarman a la desgracia cuando acaece un fin inesperado y cruel, pero no somos ni sabios ni justos si buscamos en la sabiduría y en la justicia otra cosa que no sea la sabiduría y la justicia mismas. ¿Con qué derecho reducimos así una existencia entera al instante de la muerte? ¿Por qué se piensa que la sabiduría o la virtud de alguien lo hizo desdichado  sólo porque su fin fue desgraciado? ¿Ocupa la muerte en la vida un punto más vasto que el nacimiento?

Lo que nos hace felices o desgraciados es lo que hacemos entre el nacimiento y la muerte; no es en su muerte, sino en los días y los años que la preceden, en donde se encuentran la felicidad o la desgracia de un ser y su verdadero destino. Razonamos como si el pensador cuya historia nos ha hecho conocer una muerte horrenda, hubiera pasado su existencia previendo el fin doloroso que su sabiduría le preparaba. Pero lo cierto es que al sabio le inquieta mucho menos que al no sabio la idea de la muerte. Y si todo acaba mal, es contra toda espera y no ha gastado su vida en morirla por anticipado. A menudo, en el fondo de nuestros pensamientos, parece que una herida que sangra algunas horas aniquila la paz de una existencia entera.

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