martes, 5 de julio de 2011

El significado del Sufrimiento

¿Se evita el dolor con el pensamiento? El sabio sufre al igual que los demás, y el sufrimiento es uno de los elementos de la sabiduría. Hay partes de la carne, del corazón y del espíritu que ninguna sabiduría puede disputarle al destino. No es el sufrimiento lo que se trata de evitar, sino el desaliento y las trabas que trae para quien lo recibe como a un amo y no como a un mensajero. El mal llega y cambia las proporciones, pero nada más; si quisiera apagar en nosotros el foco del valor sería necesario que envileciera en el fondo de nuestro corazón, todo lo que amamos, admiramos y adoramos. ¿Y qué potencia extraña consigue envilecer un sentimiento y una idea si no los destronamos nosotros mismos? Fuera de los sufrimientos físicos, ¿existe algún dolor que pueda herirnos si no es por medio de nuestros pensamientos? Se sufre poco por el sufrimiento mismo; se sufre enormemente por la manera con que se le acepta. Todas las miserias verdaderas son interiores y causadas por nosotros mismos. Creemos erróneamente que vienen de afuera; pero las formamos dentro de nosotros, de nuestra propia esencia.

La fuerza activa de un acontecimiento se encuentra en la manera con que se considera ese acontecimiento. La desgracia viene hasta nosotros pero no hace sino lo que se le ordena que haga. Siembra, devasta, cosecha, según la orden que ha encontrado inscrita en nuestro umbral. El dolor no hace nunca otra cosa que restituirnos lo que nuestra alma le ha prestado durante los días felices.

El mayor dolor que puede herir a una persona ocurre en el instante en que es más sensible al dolor, en el momento de su mayor dicha. Y la ilusión es la única cosa que puede poseer un alma. El sufrimiento existe para todos. Hay lágrimas exteriores que no se pueden secar y horas sagradas en que la sabiduría no consuela todavía. Pero no es el dolor lo que se trata de evitar; se trata de escoger lo que el sufrimiento nos trae porque todas nuestras alegrías morales, que son mucho más profundas que nuestras alegrías físicas o intelectuales están hechas de cosas pequeñas. Si lo traducimos en palabras, el sentimiento que impulsa al héroe a obrar bien parece muy poca cosa.

Todo lo que ennoblece nuestra existencia; todo lo que respetamos en nosotros mismos, los motivos de nuestra virtud y esos límites sentimentales que todo ser impone a sus vicios y hasta a sus crímenes, parecen poca cosa cuando nuestra razón nos pide cuenta de ellos. Sin embargo, ahí es donde se encuentran las leyes de la vida de cada ser. ¿Y qué persona podrá vivir sin someterse a varias de esas verdades que no están sometidas a la razón? Aún los más miserables obedecen a una de ellas, y mientras mayor es el número de las que obedece, menos miserable es la persona.

Cada uno se refugia así en la última belleza moral que le queda. El más caído de los seres tiene siempre una especie de lugar sagrado, una especie de retiro en su alma, donde encuentra un poco de agua pura, y del que va a tomar la fuerza necesaria para seguir viviendo. En esto, como tampoco en otras cosas, no es la razón la que consuela, y debe detenerse ante el último refugio. Nuestra vida moral está situada en otra parte que no es nuestra razón.

Si la razón no escoge lo que el sufrimiento nos trae, ¿quién escoge entonces? Nuestra vida interior, que ha formado nuestra alma. No se cosechan de un día para otro los frutos de la sabiduría. Los ángeles que vienen e enjugar nuestras lágrimas toman exactamente la forma y el rostro de lo que nosotros hemos dicho, pensado y hecho antes de la hora del dolor. En cierto modo, la imagen sintética de todos nuestros días pasados es la que se reproduce con fidelidad afectuosa o malqueriente en el sufrimiento de nuestro corazón. Si yo no tengo en la vida más que recuerdos sin generosidad y sin luz, cuando llegue el instante en que los recuerdos se transforman en lágrimas, esas lágrimas carecerán también de generosidad y de luz. Nuestras lágrimas no tienen color propio, a fin de que puedan reflejar el pasado de nuestra alma, y lo que reflejan es o nuestro castigo o nuestra recompensa.

Sólo hay una cosa que no se transforma jamás en sufrimiento: el bien que hemos hecho. Cuando perdemos a un ser amado, lo que nos hace llorar lágrimas que no alivian es el recuerdo de los momentos en que no amamos lo suficiente. Si hubiéramos sonreído siempre al ser que ya no está, ignoraríamos lo que hay de deprimente en el dolor y lloraríamos lágrimas tales que les quedaría algo de la dulzura de las caricias y de las virtudes de que se acuerdan. Porque los recuerdos del amor verdadero, el acto de virtud que contiene a todos los demás, arrancan a nuestros ojos las mismas lágrimas bienhechoras de las horas más hermosas de las que nacieron esos recuerdos. Nada es más justo como el dolor, y toda nuestra vida espera que llegue su hora para pagarnos nuestro salario.


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