miércoles, 5 de octubre de 2011

La Moral Verdadera


El deber por excelencia no es llorar con todos los que lloran, ni sufrir con todos los que sufren, ni tender el corazón a los que pasan para que lo hieran o para que lo acaricien. Las lágrimas, los sufrimientos, las heridas nos son saludables mientras no desaniman nuestra vida. Sea cual sea nuestra misión en esta tierra; sea cual sea el fin de nuestros esfuerzos y de nuestras esperanzas, el resultado de nuestros dolores y de nuestras alegrías, somos depositarios ciegos de la vida. He aquí la única cosa absolutamente cierta, el único punto fijo de la moral humana. Se nos ha dado la vida, no sabemos para qué; pero parece evidente que no es para debilitarla ni para perderla. Representamos en este planeta una forma muy especial de vida; la vida del pensamiento, la vida de los sentimientos, y de ahí que todo lo que tiende a disminuir la viveza del pensamiento, el ardor de los sentimientos, es probablemente inmoral.

Aumentemos nuestra confianza en la grandeza, en la potencia y en el destino del ser humano. Encontremos una razón para admirar y exaltemos nuestra conciencia de lo infinito. Todo lo que vemos hermoso en lo que nos rodea es ya hermoso en nuestro corazón; cuanto encontramos adorable y grande en nosotros mismos, lo hallamos también en los demás. La moral verdadera debe nacer del amor consciente e infinito. La gran caridad es el ennoblecimiento.

Todo pensamiento que engrandece mi corazón, aumenta en mí el amor y el respeto para los seres humanos.  Amemos siempre desde el punto más alto que podamos alcanzar. No amemos por compasión cuando podemos amar por amor; no perdonemos por bondad, cuando podemos perdonar por justicia; no enseñemos a consolar cuando podemos enseñar a respetar. Cuidemos de mejorar sin descanso la calidad del amor que damos a los demás.

Mientras más abandonada se siente una persona, más encuentra la fuerza propia del humano. Lo que nos inquieta en las grandes injusticias es la negación de una alta ley moral. Pero mientras más convencidos estamos de que el destino no es justo, más ensanchamos y purificamos ante nosotros los campos de una moral mejor. No nos imaginemos que las bases de la virtud se derrumban porque Dios nos parece injusto.

Sólo aquellos que ignoran lo que es el bien, piden un salario por el bien. Un acto de virtud es siempre un acto de felicidad. Es siempre la flor de una vida interior dichosa y satisfactoria. Supone siempre horas y largos días de reposo en las montañas más apacibles de nuestra alma. Ninguna recompensa posterior valdría la tranquila recompensa que la ha precedido.

Se sabe, en general, por qué se hace el mal; pero mientras menos exactamente se sepa por qué se hace el bien, más puro es el bien que se hace. Y no se obra bien de veras sino cuando se obra bien para uno mismo, sin más testigo que el propio corazón.

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