lunes, 13 de marzo de 2006

Sobre la naturaleza del arte y las características del genio artístico.
(primera parte)


¿Cuál es el objeto del arte?. Si la verdad llegase directamente a nuestros sentidos y a nuestra conciencia, si pudiésemos entrar en comunicación directa con las cosas y con nosotros mismos, creo que el arte sería inútil, o más bien, que todos nosotros seríamos artistas, pues nuestra alma vibraría entonces continuamente al unísono de la naturaleza.

Nuestra vista, ayudada por la memoria, recortaría en el espacio y fijaría en el tiempo cuadros inimitables. Nuestra mirada captaría al vuelo, esculpidos en el mármol viviente del ser humano, fragmentos de estatua tan bellos como los de la estatuaria antigua. Oiríamos cantar en el fondo de nuestras almas, como una música, unas veces alegre, más a menudo quejumbrosa, original siempre, la melodía de nuestra vida interior. Todo eso está a nuestro alrededor, todo eso está en nosotros, y sin embargo, nada de eso percibimos con claridad.

Entre la naturaleza y nosotros, más aún, entre nosotros y nuestra propia conciencia se interpone un velo, un espeso velo para el común de los seres humanos, pero sutil y transparente para el artista, el amante y creador del arte. ¿Qué hada ha tejido ese velo?. ¿Fue por maldad o por bondad?. Era necesario vivir, y la vida exige que captemos las cosas en la relación que guardan con nuestras necesidades. Vivir es actuar. Vivir es no aceptar de los objetos más que la impresión útil, para responder a ella mediante reacciones adecuadas; las demás impresiones han de oscurecerse o no llegar a nosotros más que de un modo confuso.

Miro y creo ver, escucho y creo oír, me estudio y creo leer en el fondo de mi corazón. Mas lo que veo y lo que oigo del mundo exterior es simplemente lo que mis sentidos extraen de él para iluminar mi conducta; lo que de mí mismo sé es lo que aflora a la superficie, lo que toma parte en la acción. Mis sentidos y mi conciencia sólo me entregan una simplificación práctica de la realidad. En la visión que me dan de las cosas y de mí mismo se borran las diferencias inútiles para el hombre y se acentúan los parecidos útiles, se trazan de antemano caminos en los que se lanzará mi acción. Esos caminos son aquellos por los que la humanidad entera ha pasado antes que yo. Las cosas han sido clasificadas con vistas al partido que podré sacar de ellas. Y esa clasificación es lo que yo percibo, mucho más que el color y la forma de las cosas.

La individualidad de las cosas se nos escapa siempre que no nos sea materialmente útil percibirla. Y allí donde la observamos (como cuando distinguimos a un hombre de otro hombre), no es la individualidad misma lo que nuestra vista capta; es decir, cierta armonía enteramente original de formas y colores, sino solamente uno o dos rasgos que facilitarán el reconocimiento práctico.

No vemos las cosas mismas; las más de las veces nos limitamos a leer unas etiquetas adheridas a ellas. Esa tendencia, nacida de la necesidad, se ha acentuado aún más bajo la influencia del lenguaje, pues las palabras ---exceptuando los nombres propios—designan géneros. La palabra, que sólo señala de la cosa su función más común y su aspecto trivial, se sitúa entre la cosa y nosotros, enmascarando su forma, si esa forma no se oculta ya detrás de las necesidades que han creado a la palabra misma. Y no sólo los objetos exteriores, sino también nuestros propios estados de ánimo se nos escapan en lo que tienen de íntimo, de personal y de originalmente vivido. Cuando experimentamos amor u odio, cuando nos sentimos alegres o tristes, ¿es nuestro sentimiento mismo lo que llega a nuestra conciencia con los mil matices fugaces y las mil resonancias profundas que hacen de esos sentimientos algo absolutamente nuestro?.

Entonces, todos seríamos novelistas, todos poetas, todos músicos, todos pintores. Pero lo más frecuente es que de nuestro estado de ánimo sólo percibamos su despliegue exterior. De nuestros sentimientos sólo aceptamos y captamos su aspecto impersonal, el que el lenguaje ha podido recoger de una vez por todas, porque es casi el mismo, en las mismas condiciones, para todas las personas. Así, hasta en nuestro propio individuo se nos escapa la individualidad. Nos movemos entre generalidades y entre símbolos, como en un campo cerrado en el que nuestra fuerza se mide útilmente con otras fuerzas; y fascinados por la acción, atraídos por ella, para nuestro gran bien, sobre el terreno que la acción se ha elegido, vivimos en una zona media, que está entre las cosas y nosotros, exteriormente a las cosas, y también exteriormente a nosotros mismos.

Mas de tarde en tarde, por distracción, la naturaleza suscita almas más despegadas de la vida. No hablo de ese despego voluntario, razonado, sistemático, que es obra de la reflexión y de la filosofía. Hablo de un despego natural, innato a la estructura del sentido o de la conciencia, y que se manifiesta en seguida por un modo virginal, en cierto sentido, de ver, de oir o de pensar. La mayor ambición del arte es la de revelarnos la naturaleza.

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