Cada esfera del ser tiende a una esfera más elevada y tiene siempre revelaciones y presentimientos de ella. El ideal, bajo todas sus formas, es la anticipación, la visión profética de una existencia superior a la que tenemos y a la que aspira todo ser. Esa existencia, superior en dignidad, es más interior por su naturaleza; es decir, más espiritual. Así como los volcanes nos traen los secretos del interior del planeta, el entusiasmo y el éxtasis son explosiones pasajeras del mundo interior de alma, y la vida humana no es sino la preparación y el advenimiento a esa vida espiritual. Los grados de la iniciación son innumerables. Discípulo de la vida, crisálida de un ángel, vela siempre; trabaja en tu florecimiento futuro, porque la Odisea divina sólo es una serie de metamorfosis cada vez más etéreas y en las que la forma resulta de las precedentes y es la condición de las que siguen. La vida divina es una serie de muertes sucesivas en que el espíritu arroja sus imperfecciones y sus símbolos y cede a la atracción creciente del centro inefable de gravitación, del sol de la inteligencia y del amor. Los espíritus creados, cuando conocen sus destinos, tienden, por decir así, a formar constelaciones y vías lácteas en el empíreo de la divinidad; al convertirse en dioses, rodean, con una corte resplandeciente, el trono del soberano. En su grandeza consiste el homenaje. Su divinidad de investidura es la gloria más brillante de Dios. Dios es el Padre de los espíritus, y el vasallaje del amor es la constitución del reino eterno.
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