lunes, 4 de diciembre de 2006

La Justicia nacida de la Verdad

En este mundo, el mal se acarrea su castigo con más seguridad de que la virtud vea su recompensa. El crimen tiene la costumbre de castigarse a sí mismo en medio de grandes voces, mientras que la virtud se recompensa en el silencio, el jardín cerrado de su felicidad. El mal trae catástrofes ruidosas, pero un acto de virtud es sólo un sacrificio mudo a las leyes más profundas de la existencia humana.

Habrá siempre algunas víctimas de una injusticia irremediable, y si ésta nos entristece, nos enseña también, al menos, a agregar a una sabiduría más real, más humana y más altiva, lo que quitamos a una sabiduría demasiado mística.

No llegamos a ser verdaderamente justos sino desde el día en que nos vemos reducidos a buscar en nosotros mismos el modelo de la justicia. La injusticia del destino vuelve a colocar al ser humano en su lugar, en su naturaleza. Pero no creo que el desaliento moral deba nacer de tales desengaños. Una verdad, por desalentadora que parezca, transforma el valor de quienes saben aceptarla. En todo caso, una verdad desalentadora, por el hecho mismo de ser una verdad, vale más que la mentira más hermosa que aliente. Pero no hay verdad desalentadora; hay, por el contrario, valores que no son verdaderos. Lo que quebranta a los débiles es lo que vigoriza a los fuertes.

No siempre es fácil sonreír a la llegada de las vivencias sombrías, pero es posible hallar en la vida algo que no nos domine sin entristecernos. A medida que el pensamiento y el corazón se ensanchan, hablan con menos frecuencia de injusticia. En este mundo todo está bien con relación a nosotros, puesto que somos los frutos de este mundo.

Han llegado los tiempos en que el ser humano necesita aprender a colocar en otro sitio que no sea en sí mismo, el centro de su orgullo y de sus alegrías. Mientras se abren nuestros ojos, nos sentimos dominados por una fuerza cada vez más enorme, pero al mismo tiempo adquirimos la certidumbre cada vez más íntima de formar parte de esa fuerza, y hasta cuando nos hiere, podemos admirarla.

Después de la conciencia de nuestro poder, uno de los privilegios más altos del ser humano es adquirir el conocimiento de su impotencia, por lo menos como individuo. De la desproporción misma entre el infinito que nos mata, y esa insignificancia que somos, nace el sentimiento de cierta grandeza en nosotros: nos gusta más ser destruidos por una montaña que por un ladrillo; en la guerra, preferimos sucumbir en una lucha contra mil y no contra uno. La inteligencia, al mostrarnos la inmensidad de nuestra impotencia, nos quita el dolor de nuestra derrota.

Hay momentos en los cuales lo que nos vence parece tocarnos de más cerca que la parte misma de nosotros que sucumbe. Nada muda más fácilmente de casa que el amor propio, porque un instinto nos advierte que nada nos pertenece menos que él.

Si la naturaleza se volviera menos indiferente, no nos parecería ya bastante vasta. Nuestro sentimiento de lo infinito necesita de todo su infinito, de toda su indiferencia, para moverse a sus anchas, y hay algo en nuestra alma que preferirá siempre llorar en un mundo de límites, a ser constantemente feliz en un mundo estrecho. Ninguna grandeza, ya esté en la naturaleza o en el fondo de su corazón, se pierde para el sabio.

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