domingo, 2 de marzo de 2014

Décimo aniversario.

La Narrativa del Conocimiento

De marzo de 2004 a la fecha...

Contar lo que se piensa, decir lo que se siente; esto es la Narrativa del Conocimiento. En la medida en que logremos hablar, con nosotros mismos y con los demás, de nuestras ideas y sentimientos, habrá una verdadera comunicación y comprensión.

Pienso que el amor, el conocimiento y el dinero son elementos que debemos repartir para hacerlos valer. La legitimidad del intercambio radica en esa valoración del objeto y en las voluntades que se conjugan; compartir es una manera de ejercer la buena voluntad, la comprensión, la generosidad y la tolerancia.

Hablemos de lo que pensamos y sentimos: es la apuesta que este boletín hace cada quincena, desde marzo de 2004, y que hoy alcanza diez años. Si bien para mí este hecho podría celebrarse a sí mismo con una silenciosa sonrisa y una taza de café, sabios consejos me han permitido comprender el mérito y la personalidad que el boletín ha ganado con su existencia cotidiana y bien intencionada, así como el reconocimiento que los lectores merecen por el seguimiento puntual y atento del contenido de esta publicación.

La Narrativa del Conocimiento © es un proyecto editorial independiente, en desarrollo desde 1996, que ha dado origen a una serie de ensayos humanistas y al Banco de Historia Visual ©, que compila mis colecciones fotográficas. En el formato electrónico, a manera de boletín, el proyecto encontró una punta de lanza para la difusión de textos e imágenes de manera gratuita y versátil.

A través del boletín decidí difundir mi trabajo escrito y fotográfico no periodístico, con el objetivo de contribuir a ubicar, rescatar, ejercer y fomentar el Pensamiento; proponer sendas para alcanzar la ruta interior, fuente de la vida individual y núcleo de la personalidad y el equilibrio.

En muchos aspectos, vivimos en la era de la derrota del pensamiento y eso hace necesario su rescate y fomento, no a través de la arenga ni del discurso colectivo, sino por medio de la reflexión individual y la creación de resonancias esenciales en la verdad humana que nos distingue y justifica. Los temas expuestos cada quincena intentan decir su verdad en el seno de las catedrales de nuestro Ser Interior.

A la fecha, se han publicado 260 números regulares y 16 números “extra” con temas especiales. De manera agradable, el número de lectores creció considerablemente durante tres años y ocho meses, ya que, de los 125 contactos personales que recibieron las primeras entregas del boletín, hoy lo reciben alrededor de 27 mil 500 personas, de acuerdo con el seguimiento que The World Wide Web Monitoring & Research Services realizó el mes pasado. Esto se logró gracias a la donación de listas de contactos que los lectores e instituciones hacen, así como al reenvío de cada número que, generosamente, muchos de ellos realizan.

Tal cantidad de lectores ha provocado la apertura de varias cuentas de correo electrónico, con distintos proveedores, dedicadas exclusivamente a la distribución del boletín, durante seis días, así como la frecuente ayuda en el envío de tantos bloques de correos, cada quincena. Y desde hace tiempo requiere de donativos voluntarios por parte de los lectores, para subsistir.

El esfuerzo ha generado respuestas de lectores individuales y de instituciones y profesionales en distintas ramas de terapéutica, mismos que han solicitado utilizar algunos de los materiales editados para incorporarlos en sus tratamientos y conferencias, así como la inserción del boletín en otros medios electrónicos.

Complementario al boletín, se abrió el sitio blog de participación abierta: http://lanarrativadelconocimiento.blogspot.com/, en donde se pueden consultar los primeros textos, material adicional, así como las participaciones y opiniones de los lectores. Y conforme han venido surgiendo, “La Narrativa del Conocimiento” tiene espacios reconocidos y activos en las diferentes redes sociales.

Este es el balance con el que “La Narrativa del Conocimiento” llega hoy a su décimo aniversario. Agradezco y admiro su compañía y su apoyo. Sin ustedes, este boletín habría dejado de circular hace tiempo.




lunes, 24 de febrero de 2014

Juramento a la Bandera.

¡Bandera de México!
Legado de nuestros héroes.
Símbolo de la unidad
de nuestros padres
y de nuestros hermanos.
Te prometemos ser siempre fieles
a los principios de libertad y justicia,
que hacen de nuestra patria
la nación independiente,
humana y generosa,
a la que entregamos nuestra existencia.




domingo, 16 de febrero de 2014

El Imperio del Silencio.

Silencio. Habría que erigirle altares de adoración universal. El silencio es el elemento en que se forman las grandes cosas, para que al fin puedan surgir, perfectas y majestuosas, a la luz de la vida que van a dominar. No son sólo los seres considerables del arte, de la ciencia y del pensamiento, los que se abstienen de hablar de lo que proyectan y de lo que crean. Tú mismo, en tus pobres pequeñas perplejidades, intenta detener tu lengua durante un día; y al día siguiente verás cómo tus ideas y tus deberes serán más claros. Qué de restos y qué de escorias no han barrido en ti mismo esos mudos obreros, mientras no entraban los ruidos inútiles.

La palabra es, con sobrada frecuencia, el modo de ahogar y suspender al pensamiento, de suerte que ya no queda ninguno que ocultar. La palabra es grande; pero no es lo más grande que hay. La palabra es de plata, y el silencio es de oro. La palabra es tiempo, y el silencio eternidad. El pensamiento no trabaja más que en el silencio, y la virtud en el secreto.

No hay que creer que la palabra sirva siempre para la verdadera comunicación entre los seres. Pero desde el momento que tenemos verdaderamente algo que decirnos, nos vemos obligados a callar; y si en esos momentos, resistimos a las órdenes invisibles y apremiantes del silencio, hemos hecho una pérdida eterna que los más grandes tesoros de la sabiduría humana no podrán reparar, porque habremos perdido la ocasión de escuchar otra alma y de dar un instante de existencia a la nuestra; y hay muchas vidas en que tales ocasiones no se presentan dos veces.

No hablamos más que en las horas en que no vivimos, en los momentos en que no queremos conocer a nuestros hermanos y en que nos sentimos a gran distancia de la realidad. Y en cuanto hablamos, algo nos previene que hay puertas divinas que se cierran en alguna parte. Por esto somos muy avaros del silencio y los más imprudentes de entre nosotros no se callan con cualquiera. El instinto de las verdades sobrehumanas que todos poseemos nos advierte que es peligroso callar con alguien a quien no se quiere conocer o a quien no se ama; porque las palabras pasan entre los hombres, mientras que el silencio, si ha tenido un momento la ocasión de ser activo, no se borra jamás; y la vida verdadera, la única que deja alguna huella, es toda silencio. Hagan memoria, en este silencio a que hay que recurrir, a fin de que él mismo se explique por sí mismo; y si les es dado bajar un instante, en su alma, a las profundidades habituales de los ángeles, lo que ante todo recordarán de un ser amado profundamente, no serán las palabras que dejó o los gestos que hizo, sino los silencios que vivieron juntos; por que la calidad de esos silencios es la única que reveló la calidad de su amor y de sus almas.


Me refiero al silencio activo porque hay un silencio pasivo, que no es más que el reflejo del sueño, de la muerte o de la no existencia. El silencio que duerme; y mientras dormita, es menos temible la palabra; pero una circunstancia inesperada puede despertarlo de pronto, y entonces es su hermano, el gran silencio activo, el que participa.

Pónganse en guardia. Dos almas van a encontrarse; las paredes van a ceder, los diques van a romperse, y la vida ordinaria va a hacer espacio a una vida en la que todo adquiere mucha gravedad, en que ya nada se atreve a reír, en que ya nada obedece, en que ya nada se olvida.

Y como no ignoramos ese sombrío poder y esos juegos peligrosos, tenemos un miedo profundo al silencio. Soportamos en rigor el silencio aislado, nuestro propio silencio: pero el silencio de varios, el silencio multiplicado, y sobre todo el silencio de una multitud es una carga sobrenatural cuyo inexplicable peso temen hasta las almas más fuertes. Empleamos gran parte de nuestra vida en buscar los lugares en que el silencio no reina. Tan pronto como dos o tres hombres se encuentran, no piensan más que en apartar el invisible enemigo porque muchas amistades ordinarias no tienen más fundamento que el odio al silencio. Y si, a pesar de todos los esfuerzos, logra deslizarse entre dos seres semejantes, estos seres volverán la cabeza con inquietud, hacia el lado solemne de las cosas que no se ven, y se irán luego, cediendo el puesto a lo desconocido, y se evitarán en lo porvenir, porque temen que la lucha secular resulte vana una vez más, y que uno de ellos quizá sea de los que abren en secreto la puerta al adversario.

La mayor parte de las personas no comprenden ni admiten el silencio más que dos o tres veces en su vida. No se atreven a acoger a este huésped impenetrable sino en circunstancias solemnes, pero entonces casi todos los acogen dignamente, pues hasta los más míseros tienen en su existencia momentos en que saben obrar como si ya supiesen lo que saben los dioses. Recuerden el día en que encontraron sin terror su primer silencio. La hora espantosa había sonado, y él venía al encuentro de su alma. La vieron subir de los abismos de la vida de que no se habla, y de las profundidades del mar interior de belleza o de horror, y no huyeron. Era a un regreso, en el momento de una partida, en el curso de una gran alegría, al lado de un muerto o al borde mismo de una desgracia.

Acuérdense de aquellos minutos en que todas las pedrerías secretas se revelaron y en que todas las verdades dormidas despertaron con sobresalto; y díganme si el silencio no era entonces bueno y necesario, si las caricias del enemigo sin cesar perseguido no eran caricias divinas. Los besos del silencio desgraciado porque el Silencio nos besa sobre todo en la desgracia no pueden olvidarse nunca; por esto valen más los seres que con más frecuencia los han conocido. Quizá son los únicos que saben sobre qué aguas mudas y profundas descansa la débil corteza de la vida cotidiana, han ido más cerca de Dios, y los pasos que han dado hacia las luces son pasos que ya no se pierden, pues el alma es una cosa que puede no subir, pero que nunca puede descender.

El gran Imperio del Silencio. Más alto que las estrellas, más profundo que el reino de la Muerte. El silencio y los nobles hombres silenciosos. Se hallan diseminados, aquí y allá; cada uno en su provincia, pensando en silencio, trabajando en silencio, y los periódicos de la mañana no hablan de ellos. Son la sal misma de la tierra, y el país que no tiene personas de esa clase o que tiene demasiados pocos no van bien; es un bosque que no tiene raíces, que todo se ha convertido en hoja y en ramas, y que pronto debe marchitarse para dejar de ser un bosque.

Pero el silencio verdadero es aún más grande y de un acceso más difícil que el silencio material, pero no es uno de esos dioses que pueden abandonar a los seres humanos. Nos rodea por todas partes, es el fondo de nuestra vida sobrentendida, y cuando uno de nosotros llama temblando a una de las puertas del abismo, es siempre el mismo silencio atento el que abre esa puerta.

También aquí somos todos iguales ante la cosa sin medida; y el silencio del rey o del esclavo, en presencia de la muerte, del dolor o del amor, tiene el mismo aspecto, y oculta bajo su manto impenetrable tesoros idénticos. El secreto de ese silencio, que es el silencio esencial y el refugio inviolable de nuestras almas, no se perderá jamás, y si la primera persona que nació encontrase al último habitante de la tierra, callarían de la misma manera en los besos, los terrores o las lágrimas; callarían de la misma manera en todo lo que debe ser oído sin mentiras, y a pesar de tantos siglos transcurridos, comprenderían al mismo tiempo, como si hubiesen dormido en la misma cuna, lo que los labios no aprenderán a decir antes del fin del mundo.

Cuando los labios duermen, las almas despiertan y empiezan a obrar; porque el silencio es el elemento lleno de sorpresas, de peligros y de felicidad, en el cual las almas se poseen libremente. Si quieres confiarte verdaderamente a alguien, calla: y si tienes miedo de callar con él a menos de que ese temor sea el temor o la avaricia augusta del amor que espera prodigios evítalo, pues ya tu alma sabe a qué atenerse. Hay seres con quienes el más grande de los héroes no se atrevería a callar, y hay almas que, aunque nada tienen que temer, tiemblan de miedo de que ciertas almas las descubran. También los hay que no tienen silencio, y que matan al silencio en torno de ellos; y éstos son los únicos seres que pasan verdaderamente inadvertidos. No llegan a atravesar la zona reveladora, la gran zona de la luz firme y fiel. No podemos formarnos una idea exacta del que nunca calló. Diríase que su alma no tuvo fisonomía. "Aún no nos conocemos, me escribía alguien a quien yo quería en grado sumo, aún no nos hemos atrevido a callar juntos". Y era verdad; nos amábamos ya tan profundamente que teníamos miedo de la gran prueba sobrehumana.

Y cada vez que el silencio, ángel de las verdades supremas y mensajero de la incógnita especial de cada amor, descendía entre nosotros, nuestras almas parecían pedir gracia de hinojos e implorar algunas horas más de mentiras inocentes, algunas horas de ignorancia o algunas horas de infancia. Y sin embargo, es preciso que llegue su hora. Es el sol del amor y hace madurar los frutos del alma, como el otro sol los frutos de la tierra. Pero no sin razón las personas le temen, pues nunca se sabe cuál será la calidad del silencio que va a nacer. Si todas las palabras se parecen, todos los silencios difieren, y casi siempre todo un destino depende de la calidad de ese primer silencio que dos almas van a formar. Se efectúan mezclas, no se sabe dónde, porque los depósitos del silencio están situados muy por cima de los depósitos del pensamiento; y el brebaje imprevisto se vuelve siniestramente amargo o profundamente dulce. Dos almas admirables y de igual fuerza pueden crear un silencio hostil, y se harán en las tinieblas una guerra sin tregua, mientras que el alma de un presidiario vendrá a callar divinamente con el alma de una virgen.

No se sabe nada de antemano, y todo eso pasa en un cielo que nunca previene; por esto los seres que más se aman difieren con frecuencia, el mayor tiempo posible, la solemne entrada del gran revelador de las profundidades del alma.

Es que saben también porque el amor verdadero conduce a los más frívolos al centro de la vida que todo lo demás eran juegos de niños en torno del recinto, y que ahora es cuando las murallas caen y la existencia se abre. Su silencio valdrá lo que valen los dioses que encierran; y si no entienden en ese primer silencio, sus almas no podrán amarse, porque el silencio no se transforma. Puede subir o bajar entre dos almas; pero su naturaleza no cambiará jamás, y, hasta la muerte de los seres que se quieren, tendrá la actitud, la forma y la fuerza que tenía en el momento en que, por primera vez, entró en su estancia.

A medida que se avanza en la vida, se observa que todo acontece según no sé qué inteligencia previa de la cual no se habla una palabra, en la cual ni siquiera se piensa, pero de la cual se sabe, sin embargo, que existe en alguna parte, por encima de nuestras cabezas. El más infeliz de los seres humanos sonríe, a los primeros encuentros, como si fuera el antiguo cómplice del destino de sus hermanos. Y en el dominio en que nos hallamos, los mismos que más profundamente saben hablar, sienten mejor que las palabras no expresan jamás las relaciones reales y especiales que hay entre dos seres. Si les hablo en este momento de las cosas más graves, del amor, de la muerte o del destino, no alcanzo a la muerte, al amor o al destino y, a pesar de mis esfuerzos, subsistirá siempre entre nosotros una verdad que no se ha dicho, que no se tiene siquiera la idea de decir; y sin embargo esa verdad que no ha tenido voz será la única que habrá vivido un instante entre nosotros, y no hemos podido pensar en otra cosa. Esa verdad es nuestra verdad sobre la muerte, el destino o el amor; y no hemos podido entreverla sino en silencio. Y nada, a excepción del silencio, habrá tenido importancia.

Todos tenemos algo que todo el mundo quisiera conocer, pero se oculta mucho más alto que el pensamiento secreto; es nuestro silencio secreto. Mas las preguntas son inútiles. Toda agitación de un espíritu en guardia se convierte en un obstáculo para la segunda vida que vive en ese secreto; y para saber lo que existe realmente, hay que cultivar el silencio entre sí, pues sólo en él se entreabren un instante las flores inesperadas y eternas al lado de la cual uno se encuentra. Las almas se posan en el silencio, como el oro y la plata se posan en el agua pura, y las palabras que pronunciamos no tienen sentido sino gracias al silencio en que se bañan. Si digo a una persona que la amo, no comprenderá lo que quizá he dicho a otras mil; pero el silencio que siga, si la amo en efecto, mostrará hasta dónde penetraron hoy las raíces de esta palabra y hará nacer una certidumbre silenciosa a su vez, y ese silencio y esa certidumbre no serán dos veces los mismos en una vida.

¿No es el silencio el que determina y fija la sensación del amor?. Privado del silencio, el amor no tendría sabor ni perfumes eternos. No hay silencio más dócil que el del amor y es verdaderamente el único que nos pertenece.

Todos los demás grandes silencios, los de la muerte, del dolor o del destino no están a nuestra disposición; a la hora por ellos elegida, salen del fondo de los acontecimientos y avanzan hacia nosotros, y las personas a quienes no encuentran no tienen ningún reproche que hacerse. Pero podemos salir al encuentro de los silencios del amor. Gracias a éstos, los que casi no han llorado pueden vivir con las almas tan íntimamente como los que fueron muy desgraciados; por esto, los que amaron mucho saben secretos que otros ignoran; pues hay, en lo que callan los labios de la amistad y del amor profundos y verdaderos, millares y millares de cosas que otros labios nunca podrán callar.


lunes, 3 de febrero de 2014

Relaciones con el Infinito.

Aún el más humilde de nosotros tiene el deber de esculpir, conforme a un modelo divino que él no elige, una gran personalidad moral, compuesta de él mismo y del ideal, en partes iguales; lo que vive con plena realidad, es ciertamente eso.

Es necesario que toda persona encuentre para sí una posibilidad particular de vida superior a la humilde e inevitable realidad cotidiana. No hay fin más noble para nuestra vida. Lo que nos distingue a los unos de los otros son las relaciones que tenemos con el infinito. El héroe no es más grande que el mísero que camina a su lado, sino porque en cierto momento de su existencia tuvo una conciencia más viva de una de esas relaciones. Si es verdad que la creación no se detiene en el ser humano y que nos rodean seres superiores e invisibles; esos seres no nos son superiores sino porque tienen con el infinito relaciones que ni siquiera podemos sospechar.

Nos es posible multiplicar estas relaciones. En la vida de toda persona ha habido un día en el que el cielo se abrió y, casi siempre, desde ese instante data la verdadera personalidad espiritual de un ser. Fue en ese instante cuando se formó, sin duda, la invisible y eterna fisonomía que mostramos sin saberlo a los ángeles y a las almas. Pero para la mayor parte de las personas el cielo no se abre así más que por casualidad. No escogieron el rostro por el cual los ángeles los reconocen en el infinito y no saben ennoblecer y purificar sus facciones. Sólo nacieron de una alegría, de una tristeza, de un terror o de un pensamiento accidental.

Nacemos verdaderamente el día en que por primera vez sentimos profundamente que hay algo grave e inesperado en la vida. Unos observan de pronto que no se encuentran solos bajo la bóveda celeste. Otros, dando un beso. O vertiendo unas lágrimas, caen bruscamente en la cuenta de que la fuente de todo lo que hay de mejor y de santo desde el universo hasta Dios está oculta detrás de una noche llena de estrellas demasiado lejanas; un tercero vio extenderse una mano divina entre su alegría y su felicidad, y otro comprendió que los muertos tienen razón. Otro tuvo piedad, otro admiró y otro tuvo miedo. Con frecuencia no se necesita casi nada; una palabra, un gesto, una pequeña cosa que ni siquiera es un pensamiento.

Podemos nacer por consiguiente más de una vez; y en cada uno de esos nacimientos nos acercamos un poco a Dios. Pero casi todos nos contentamos con esperar que un acontecimiento lleno de una luz irresistible penetre violentamente en nuestras tinieblas y nos ilumine a pesar nuestro. Esperamos no sé qué feliz coincidencia, en que los ojos de nuestra alma se hallan por casualidad abiertos en el momento en que nos sucede algo de extraordinario. Pero hay luz en todo lo que nos acontece; y los seres más grandes no fueron tales sino porque tenían la costumbre de abrir los ojos a todas las luces. ¿Es necesario que nuestra madre agonice en nuestros brazos, que nuestros hijos perezcan en un naufragio y que uno mismo pase al lado de la muerte para adquirir por fin el conocimiento de que estamos en un mundo incomprensible, para siempre, y en que un Dios que no se ve permanece eternamente solo con sus criaturas?. ¿Es necesario que nuestra prometida perezca en un incendio o que desaparezca a nuestros ojos en las verdes profundidades del océano para que vislumbren un instante que los últimos límites del reino del amor van más allá de las llamas casi invisibles del horizonte?. Si hubieran abierto los ojos, ¿no hubieran podido ver en un beso lo que hoy observan en una catástrofe?. ¿Es necesario que el dolor despierte así, a sacudidas, los recuerdos divinos que duermen en nuestras almas?. El sabio no tiene necesidad de esas sacudidas. Mira una lágrima, el gesto de una virgen, una gota de agua que cae; escucha su pensamiento que pasa, estrecha la mano de un hermano, se acerca a unos labios, con los ojos abiertos y con el alma abierta también. En ello puede ver sin cesar lo que no vislumbraron más que un instante; y una sonrisa le dará a conocer fácilmente lo que una tempestad y la mano misma de la muerte han debido revelarles.


Porque, ¿qué es en el fondo todo lo que se llama "Sabiduría", "Virtud", "Heroísmo" y "las horas sublimes”, y “los grandes momentos" de la vida, sino los momentos en que uno ha salido más o menos de sí mismo y en que ha podido detenerse, siquiera un minuto, en el umbral de una de las puertas eternas, desde donde se ve que el más pequeño grito, el pensamiento más pálido y el gesto más débil no caen en la nada; o bien que, si caen en ella, esta caída misma es tan inmensa que basta para dar un carácter formal a nuestra vida?. ¿Por qué esperan que el firmamento se abra al estruendo del rayo?. Hay que estar atento a los minutos felices en que se abre en silencio; y se abre sin cesar. Buscan a Dios en su vida, y dicen que Dios no aparece. Pero, ¿qué vida no tiene millares de horas parecidas a la hora de ese drama en que todos esperan la intervención divina, y en que nadie la ve hasta que un pensamiento invisible que ha trastornado la conciencia de un moribundo se manifiesta de pronto, y un anciano exclama sollozando de alegría y de espanto: "¿Dios?... Pero aquí está..."

¿Es siempre preciso que nos avisen y que no podamos caer de rodillas si alguien no nos dice que Dios pasa?. Si has amado profundamente, nadie ha tenido que hacerte observar que tu alma era algo tan grande como los mundos; que los astros, las flores, las olas de la noche y las del mar no eran solitarios, que nada concluía y que todo empezaba en el umbral de las apariencias; y que hasta los labios que besabas pertenecían a un ser mucho más elevado, mucho más bello, mucho más puro que aquel que tus brazos estrechaban. Viste entonces lo que no se ve en la vida sin embriaguez. Pero, ¿no se puede vivir como si se amase siempre?. Los héroes y los santos no hicieron otra cosa. Verdaderamente, esperamos demasiado en la existencia, como los ciegos de la leyenda que habían hecho un largo viaje para ir a escuchar a su Dios. Estaban sentados en las gradas, y cuando alguien les preguntaba qué hacían en el atrio del santuario, contestaban meneando la cabeza: "Estamos esperando, y Dios no ha dicho todavía una palabra". Pero no habían visto que las puertas de bronce del templo estaban cerradas y no sabían que la voz de su Dios llenaba el edificio. Nuestro Dios no cesa un instante de hablar; pero nadie piensa en entreabrir las puertas. Y sin embargo, si se quisiese poner atención, no sería difícil escuchar, a propósito de todo acto, la palabra que Dios debe decir.

Vivimos todos en lo sublime. ¿En qué quieren que vivamos?. No hay otro lugar de la vida. Lo que nos falta, no son las ocasiones de vivir en el cielo, sino la atención y el recogimiento; y un poco de embriaguez de alma. Si no tienen más que una pequeña habitación, ¿creen que Dios no está allí también, y que es imposible llevar en ella una vida algo elevada?. Si se quejan por vivir solos, de que no sucede nada, de que nadie los quiere, de que no quieren a nadie, ¿creen que las palabras no engañan, que es posible vivir solo, que el amor es algo que se sabe, algo que se ve, y que los acontecimientos se pesan como el oro y la plata de los rescates?. ¿Acaso un pensamiento vivo elevado o pobre, poco importa; desde el momento que procede de su alma es grande para ustedes, acaso un alto deseo o simplemente un momento de atención solemne en la vida no pueden entrar en una pequeña habitación?. Y si no aman o no son amados, y sin embargo pueden ver con cierta fuerza que mil cosas son bellas, que el alma es grande y que la vida es grave casi indeciblemente, ¿no vale tanto como si los amasen o como si amaran?. Y si el mismo cielo les está oculto, el gran cielo estrellado, ¿no se extiende a pesar de todo sobre nuestra alma bajo la forma de la muerte?.

Todo lo que nos sucede es divinamente grande y nos encontramos siempre en el centro de un gran mundo. Pero sería necesario acostumbrarnos a vivir como un ángel que acaba de nacer, como una mujer que ama o como un hombre que va a morir. Si supieran que van a morir esta noche o simplemente que van a alejarse para siempre, ¿verían por última vez a los seres y las cosas como los han visto hasta hoy?, ¿y no amarían como nunca han amado?. ¿Sería la bondad o la maldad de las apariencias lo que se agrandaría en torno nuestro?. ¿Seria la belleza o la fealdad de las almas lo que tendrían el don de percibir?. ¿Es que todo, hasta el mal mismo y los sufrimientos, no se transforma entonces en un amor lleno de lágrimas dulcísimas?. Es que cada ocasión de perdonar no quita algo a la amargura de la partida o de la muerte?. Y sin embargo, en esas claridades de la tristeza y de la muerte, ¿se dan los últimos pasos hacia la verdad o hacia el error?.

¿Son los vivos o los moribundos los que saben vivir y tienen razón?. Felices los que han pensado, los que han hablado, los que han obrado de modo que puedan recibir la aprobación de los que van a morir o de aquellos a quienes un gran dolor ha vuelto clarividentes. No hay recompensa más dulce que el sabio a quien nadie escuchaba en la vida. Si has vivido en la belleza oscura, no te inquietes. Una hora de suprema justicia acaba siempre por sonar en el corazón de todo ser humano; y la desgracia abre los ojos que no se abrían nunca. ¿Quién sabe si no pasas en este momento sobre el alma de un moribundo como la sombra del que ya conocía la verdad?. ¿No es quizá sobre el lecho de los agonizantes donde se teje la verdadera y la más preciosa corona del sabio, del héroe y de todos los que han sabido vivir gravemente en las altas, puras y discretas tristezas de la vida según el alma?.

La muerte no embellece solamente nuestra forma inanimada; sino que hasta la sola idea de la muerte de una forma más bella a la vida misma. Todo pensamiento infinito como la muerte embellece nuestra vida. Pero no hay que caer en el error. Todo ser humano tiene nobles pensamientos que pasan como aves blancas sobre su corazón. Esos no cuentan, son extraños cuya presencia causa sorpresa y que se apartan con un gesto inoportuno. No tienen tiempo de tomar contacto con nuestra vida. Para que nuestra alma se vuelva grave y profunda como la de los ángeles, no basta entrever un instante el universo en la sombra de la muerte o de la eternidad, en la luz de la alegría o en las llamas de la belleza y del amor. Todo ser ha tenido movimientos de esos que no han dejado en él más que un puñado de cenizas inútiles. No basta una casualidad; es necesaria una costumbre. Hay que aprender a vivir en la belleza y en la gravedad habituales. En la vida, los seres más bajos distinguen perfectamente cuál es la cosa noble y bella que debería hacerse; pero esa cosa noble y bella no tiene bastante fuerza en ellos. Esa fuerza invisible y abstracta es lo que debemos procurar aumentar de antemano. Y esa fuerza no aumenta sino en quienes han adquirido la costumbre de sentarse más a menudo que los demás en las cimas en que la vida penetra en el alma y desde donde se ve que todo acto y todo pensamiento está infaliblemente ligado con alguna cosa grande e inmortal.

Miren a las personas y a las cosas según la forma y el deseo de su visión interior; pero no olviden jamás que la sombra que proyectan al pasar por encima de la colina o por encima del muro no es más que la imagen pasajera de una sombra más poderosa que se extiende como el ala de un ave imperecedera sobre toda alma que se acerca a su alma. No crean que semejantes pensamientos sean simplemente adornos, ni que ejerzan influencia alguna en la vida de los que lo admiten. Importa menos transformar nuestra vida que percibirla, pues se transforma por sí misma desde el momento que ha sido vista. Esos pensamientos son el tesoro secreto del heroísmo, y el día en que la vida nos obliga a abrir ese tesoro, quedamos sorprendidos al no encontrar en él más fuerzas que las que nos impulsan a la belleza perfecta. Entonces, basta que muera un gran rey para recordar que el mundo no acaba a las puertas de las casas; y la cosa más pequeña basta para ennoblecer un alma cada noche.

Pero no les bastará pensar que Dios es grande y que se mueven en su luz, para vivir en la belleza y en las fecundas profundidades en que vivieron los héroes. Es posible que recuerden mañana y tarde que las manos de todas las potencias invisibles se agitan como un toldo de innumerables pliegues sobre su cabeza, sin que perciban nunca el menor gesto de esas manos. Hay que estar eficazmente atentos; y vale más velar en la plaza pública que dormirse en el templo.

Hay belleza y grandeza en todo; incluso una circunstancia inesperada puede hacérnosla ver. La mayor parte de las personas lo saben, pero por más que lo sepan, sólo bajo el látigo de la fortuna o de la muerte rondan el muro de la existencia en busca de grietas por donde llegar hasta Dios. No ignoran que hay grietas eternas en las pobres paredes de una cabaña y que los más pequeños cristales no quitan una línea o una estrella a la inmensidad de los espacios celestes. Pero no basta poseer una verdad, es necesario que la verdad nos posea.

Y sin embargo, estamos en un mundo en que los menores acontecimientos asumen sin esfuerzo una belleza cada vez más pura y cada vez más elevada. Nada se mezcla tan fácilmente como la tierra y el cielo; y si han mirado las estrellas antes de abrazar a su amante, no la abrazarán de la misma manera que si hubieran mirado las paredes de su cuarto. Tengan por seguro que el día en que se detuvieran siguiendo un rayo de luz a través de una de las rendijas de la puerta de la vida, harían algo tan grande como si hubiesen curado las heridas de un enemigo, pues en aquel momento ya no tendrían enemigo.

Hay que vivir al acecho de Dios, porque Dios se oculta; pero sus ardides, una vez conocidos, son tan risueños y sencillos. La menor cosa nos revela entonces su presencia, y la grandeza de nuestra vida depende de tan poco. Así es que se encuentra, en las obras poéticas, un verso que, aquí y allá, en medio de los humildes acontecimientos de nuestros días ordinarios, parece entreabrir de pronto alguna cosa enorme. No se ha pronunciado ninguna palabra solemne y diríase que no se ha evocado nada; y sin embargo, ¿por qué una faz infalible nos ha hecho señas detrás de las lágrimas de un anciano?. ¿Por qué toda una noche poblada de ángeles se extiende en torno de la sonrisa de un niño?. ¿Y por qué, a propósito de una palabra balbuceada por un alma que canta trabajando en otra cosa, nos hemos dicho de pronto, reteniendo un instante nuestra respiración: "Esta es la casa de Dios, y aquí está una de las entradas del cielo"?.

Es porque esos poetas estaban más atentos que nosotros a la sombra interminable. En el fondo, la poesía suprema no es más que eso, y no tiene más objeto que mantener abiertos los grandes caminos que conducen de lo que se ve a lo que no se ve. Pero es también el fin supremo de la vida, y es mucho más fácil de alcanzar en la vida que en los más nobles poemas, puesto que los poemas han tenido que abandonar las dos grandes alas de silencio. No hay días pequeños. Es necesario que esta idea descienda a nuestra vida y que en ella se transforme en sustancia. No se trata de estar tristes. Pequeñas alegrías, pequeñas sonrisas y grandes lágrimas, todo ocupa el mismo puesto en el espacio y en el tiempo. Pueden jugar en la vida tan inocentemente como un niño en torno del lecho de un muerto y los llantos no son indispensables. Las sonrisas, como las lágrimas, abren las puertas del otro mundo. Vayan, vengan, salgan; encontrarán lo necesario en las tinieblas, pero no olviden nunca que están cerca de las puertas.

Conviene recordar que aún la persona más humilde tiene la facultad de esculpir, conforme a un modelo divino que él no elige, una gran personalidad moral, compuesta de él mismo y del ideal en partes iguales. Y esta gran personalidad moral no se ha esculpido nunca sino en las profundidades de la vida; y la reserva del ideal necesario no aumenta sino gracias a incesantes revelaciones de lo divino. Toda persona puede llegar en espíritu a las cúspides de la vida virtuosa y saber a cada momento lo que habría que hacer para obrar como un héroe o como un santo. Pero no es esto lo que importa. Es preciso que la atmósfera espiritual se transforme en torno nuestro al extremo de acabar en la atmósfera donde el aire no permita que la mentira salga de la boca. Llega entonces un momento en que el menor mal que quisiéramos hacer cae a nuestros pies como una bala de plomo sobre un disco de bronce, y en que casi todo se transforma, sin que lo sepamos, en belleza, amor y verdad.

Pero esa atmósfera no envuelve sino a los que han cuidado de airear con bastante frecuencia su vida entreabriendo, de vez en cuando, las puertas del otro mundo. Cerca de estas puertas es donde se ve. Cerca de estas puertas es donde se ama. Porque amar al prójimo no es sólo entregarse enteramente a él, servir, ayudar y socorrer a los demás. Es posible que no seas bueno ni bello ni noble en medio de los más grandes sacrificios, y la enfermera que muere de contagio a la cabecera de un tísico tiene quizás un alma rencorosa, pequeña y miserable.

Amar al prójimo en las profundidades estables es amar lo que hay de eterno en los demás, pues el prójimo por excelencia es lo que se aproxima más a Dios; es decir, a lo más puro y bueno que hay en las personas, y sólo permaneciendo siempre cerca de las puertas de la divinidad, descubrirán lo que hay de divino en las almas. Entonces podrán decirse: "Cuando quiera amar muy tiernamente a una persona, y perdonárselo todo, no tengo más que mirarla durante algún tiempo en silencio".

Es preciso aprender a ver para aprender a amar. "Yo había vivido durante más de veinte años al lado de mi hermana, me decía en cierta ocasión un amigo,  la vi por primera vez en el momento de la muerte de nuestra madre". Esta vez también había sido necesario que la muerte abriese violentamente una puerta eterna, para que dos almas se viesen en un rayo de luz primitiva. ¿Hay uno solo de nosotros que no se encuentre rodeado de hermanas que no ha visto?.

Afortunadamente, aún en los que ven menos, hay siempre algo que obra en silencio como si hubiesen visto. Es posible que el ser bueno no consista más que en ser en un poco de claridad lo que todos son en las tinieblas. Por esto, sin duda, conviene esforzarnos en elevar nuestra vida y tender hacia las cúspides donde se llega a la imposibilidad de obrar mal. Por esto conviene acostumbrar nuestra vista a mirar a los acontecimientos y a las personas en una atmósfera divina. Pero ni aún esto es indispensable, y cómo la diferencia, a los ojos de un Dios, debe parecer pequeña.

Estamos en un mundo en que la verdad reina en el fondo de las cosas y en que no es la verdad, sino la mentira, la que necesita ser explicada. Si la dicha de tu hermano te entristece, no te desprecies; no tendrás que andar mucho para encontrar en ti mismo algo que el camino no entristecerá. Y si no recorres ese camino, poco importa; algo hay que no se ha entristecido.

Los que en nada piensan tienen la misma verdad que los que piensan en Dios: están menos cerca del umbral y nada más. Hasta en la vida más vulgar, la parte de lo que se hace por Dios es enorme. La persona más baja prefiere ser justo a ser injusto; todos adoramos y oramos muchas veces al día sin saberlo. Y nos asombramos cuando una casualidad nos revela súbitamente la importancia de esa parte divina.

Hay en torno nuestro millares y millares de pobres seres que no han visto nada bello en toda su existencia; van y vienen en la oscuridad; se cree que todo ha muerto, y nadie hace caso. Y he aquí que un día, una simple palabra, un silencio imprevisto, una pequeña lágrima, procedente de los manantiales mismos de la belleza, nos enteran de que han encontrado el medio de elevar, en la sombra de su alma, un ideal mil veces más bello que las cosas más bellas que sus oídos han escuchado y que sus ojos han visto.

Nobles y pálidos ideales del silencio y de la sombra. Ustedes son los que despiertan la sonrisa de los ángeles y suben directamente hacia Dios. En qué cabañas innumerables, en qué cuartos de miseria, en qué prisiones quizá, no se les alimenta en este momento con las lágrimas y con la sangre más pura de una pobre alma que no sonrió jamás; del mismo modo que las abejas, cuando en torno de ellas han muerto todas las flores, aún ofrecen a la que debe ser su reina, una miel mil veces más preciosa que la miel que dan a sus hermanitas de la vida cotidiana.

¿Quién no ha encontrado más de una vez, a lo largo de los caminos de la vida, un alma abandonada que, sin embargo, no había perdido el valor de alimentar así en las tinieblas un pensamiento más divino y más puro que todos los que tantos habían tenido ocasión de ir a escoger en la claridad?. Aquí, la esclava favorita de Dios es también la sencillez; y basta quizá que algunas personas no ignoren lo que debe hacerse, para que el resto obre como si igualmente supiera.