lunes, 3 de febrero de 2014

Relaciones con el Infinito.

Aún el más humilde de nosotros tiene el deber de esculpir, conforme a un modelo divino que él no elige, una gran personalidad moral, compuesta de él mismo y del ideal, en partes iguales; lo que vive con plena realidad, es ciertamente eso.

Es necesario que toda persona encuentre para sí una posibilidad particular de vida superior a la humilde e inevitable realidad cotidiana. No hay fin más noble para nuestra vida. Lo que nos distingue a los unos de los otros son las relaciones que tenemos con el infinito. El héroe no es más grande que el mísero que camina a su lado, sino porque en cierto momento de su existencia tuvo una conciencia más viva de una de esas relaciones. Si es verdad que la creación no se detiene en el ser humano y que nos rodean seres superiores e invisibles; esos seres no nos son superiores sino porque tienen con el infinito relaciones que ni siquiera podemos sospechar.

Nos es posible multiplicar estas relaciones. En la vida de toda persona ha habido un día en el que el cielo se abrió y, casi siempre, desde ese instante data la verdadera personalidad espiritual de un ser. Fue en ese instante cuando se formó, sin duda, la invisible y eterna fisonomía que mostramos sin saberlo a los ángeles y a las almas. Pero para la mayor parte de las personas el cielo no se abre así más que por casualidad. No escogieron el rostro por el cual los ángeles los reconocen en el infinito y no saben ennoblecer y purificar sus facciones. Sólo nacieron de una alegría, de una tristeza, de un terror o de un pensamiento accidental.

Nacemos verdaderamente el día en que por primera vez sentimos profundamente que hay algo grave e inesperado en la vida. Unos observan de pronto que no se encuentran solos bajo la bóveda celeste. Otros, dando un beso. O vertiendo unas lágrimas, caen bruscamente en la cuenta de que la fuente de todo lo que hay de mejor y de santo desde el universo hasta Dios está oculta detrás de una noche llena de estrellas demasiado lejanas; un tercero vio extenderse una mano divina entre su alegría y su felicidad, y otro comprendió que los muertos tienen razón. Otro tuvo piedad, otro admiró y otro tuvo miedo. Con frecuencia no se necesita casi nada; una palabra, un gesto, una pequeña cosa que ni siquiera es un pensamiento.

Podemos nacer por consiguiente más de una vez; y en cada uno de esos nacimientos nos acercamos un poco a Dios. Pero casi todos nos contentamos con esperar que un acontecimiento lleno de una luz irresistible penetre violentamente en nuestras tinieblas y nos ilumine a pesar nuestro. Esperamos no sé qué feliz coincidencia, en que los ojos de nuestra alma se hallan por casualidad abiertos en el momento en que nos sucede algo de extraordinario. Pero hay luz en todo lo que nos acontece; y los seres más grandes no fueron tales sino porque tenían la costumbre de abrir los ojos a todas las luces. ¿Es necesario que nuestra madre agonice en nuestros brazos, que nuestros hijos perezcan en un naufragio y que uno mismo pase al lado de la muerte para adquirir por fin el conocimiento de que estamos en un mundo incomprensible, para siempre, y en que un Dios que no se ve permanece eternamente solo con sus criaturas?. ¿Es necesario que nuestra prometida perezca en un incendio o que desaparezca a nuestros ojos en las verdes profundidades del océano para que vislumbren un instante que los últimos límites del reino del amor van más allá de las llamas casi invisibles del horizonte?. Si hubieran abierto los ojos, ¿no hubieran podido ver en un beso lo que hoy observan en una catástrofe?. ¿Es necesario que el dolor despierte así, a sacudidas, los recuerdos divinos que duermen en nuestras almas?. El sabio no tiene necesidad de esas sacudidas. Mira una lágrima, el gesto de una virgen, una gota de agua que cae; escucha su pensamiento que pasa, estrecha la mano de un hermano, se acerca a unos labios, con los ojos abiertos y con el alma abierta también. En ello puede ver sin cesar lo que no vislumbraron más que un instante; y una sonrisa le dará a conocer fácilmente lo que una tempestad y la mano misma de la muerte han debido revelarles.


Porque, ¿qué es en el fondo todo lo que se llama "Sabiduría", "Virtud", "Heroísmo" y "las horas sublimes”, y “los grandes momentos" de la vida, sino los momentos en que uno ha salido más o menos de sí mismo y en que ha podido detenerse, siquiera un minuto, en el umbral de una de las puertas eternas, desde donde se ve que el más pequeño grito, el pensamiento más pálido y el gesto más débil no caen en la nada; o bien que, si caen en ella, esta caída misma es tan inmensa que basta para dar un carácter formal a nuestra vida?. ¿Por qué esperan que el firmamento se abra al estruendo del rayo?. Hay que estar atento a los minutos felices en que se abre en silencio; y se abre sin cesar. Buscan a Dios en su vida, y dicen que Dios no aparece. Pero, ¿qué vida no tiene millares de horas parecidas a la hora de ese drama en que todos esperan la intervención divina, y en que nadie la ve hasta que un pensamiento invisible que ha trastornado la conciencia de un moribundo se manifiesta de pronto, y un anciano exclama sollozando de alegría y de espanto: "¿Dios?... Pero aquí está..."

¿Es siempre preciso que nos avisen y que no podamos caer de rodillas si alguien no nos dice que Dios pasa?. Si has amado profundamente, nadie ha tenido que hacerte observar que tu alma era algo tan grande como los mundos; que los astros, las flores, las olas de la noche y las del mar no eran solitarios, que nada concluía y que todo empezaba en el umbral de las apariencias; y que hasta los labios que besabas pertenecían a un ser mucho más elevado, mucho más bello, mucho más puro que aquel que tus brazos estrechaban. Viste entonces lo que no se ve en la vida sin embriaguez. Pero, ¿no se puede vivir como si se amase siempre?. Los héroes y los santos no hicieron otra cosa. Verdaderamente, esperamos demasiado en la existencia, como los ciegos de la leyenda que habían hecho un largo viaje para ir a escuchar a su Dios. Estaban sentados en las gradas, y cuando alguien les preguntaba qué hacían en el atrio del santuario, contestaban meneando la cabeza: "Estamos esperando, y Dios no ha dicho todavía una palabra". Pero no habían visto que las puertas de bronce del templo estaban cerradas y no sabían que la voz de su Dios llenaba el edificio. Nuestro Dios no cesa un instante de hablar; pero nadie piensa en entreabrir las puertas. Y sin embargo, si se quisiese poner atención, no sería difícil escuchar, a propósito de todo acto, la palabra que Dios debe decir.

Vivimos todos en lo sublime. ¿En qué quieren que vivamos?. No hay otro lugar de la vida. Lo que nos falta, no son las ocasiones de vivir en el cielo, sino la atención y el recogimiento; y un poco de embriaguez de alma. Si no tienen más que una pequeña habitación, ¿creen que Dios no está allí también, y que es imposible llevar en ella una vida algo elevada?. Si se quejan por vivir solos, de que no sucede nada, de que nadie los quiere, de que no quieren a nadie, ¿creen que las palabras no engañan, que es posible vivir solo, que el amor es algo que se sabe, algo que se ve, y que los acontecimientos se pesan como el oro y la plata de los rescates?. ¿Acaso un pensamiento vivo elevado o pobre, poco importa; desde el momento que procede de su alma es grande para ustedes, acaso un alto deseo o simplemente un momento de atención solemne en la vida no pueden entrar en una pequeña habitación?. Y si no aman o no son amados, y sin embargo pueden ver con cierta fuerza que mil cosas son bellas, que el alma es grande y que la vida es grave casi indeciblemente, ¿no vale tanto como si los amasen o como si amaran?. Y si el mismo cielo les está oculto, el gran cielo estrellado, ¿no se extiende a pesar de todo sobre nuestra alma bajo la forma de la muerte?.

Todo lo que nos sucede es divinamente grande y nos encontramos siempre en el centro de un gran mundo. Pero sería necesario acostumbrarnos a vivir como un ángel que acaba de nacer, como una mujer que ama o como un hombre que va a morir. Si supieran que van a morir esta noche o simplemente que van a alejarse para siempre, ¿verían por última vez a los seres y las cosas como los han visto hasta hoy?, ¿y no amarían como nunca han amado?. ¿Sería la bondad o la maldad de las apariencias lo que se agrandaría en torno nuestro?. ¿Seria la belleza o la fealdad de las almas lo que tendrían el don de percibir?. ¿Es que todo, hasta el mal mismo y los sufrimientos, no se transforma entonces en un amor lleno de lágrimas dulcísimas?. Es que cada ocasión de perdonar no quita algo a la amargura de la partida o de la muerte?. Y sin embargo, en esas claridades de la tristeza y de la muerte, ¿se dan los últimos pasos hacia la verdad o hacia el error?.

¿Son los vivos o los moribundos los que saben vivir y tienen razón?. Felices los que han pensado, los que han hablado, los que han obrado de modo que puedan recibir la aprobación de los que van a morir o de aquellos a quienes un gran dolor ha vuelto clarividentes. No hay recompensa más dulce que el sabio a quien nadie escuchaba en la vida. Si has vivido en la belleza oscura, no te inquietes. Una hora de suprema justicia acaba siempre por sonar en el corazón de todo ser humano; y la desgracia abre los ojos que no se abrían nunca. ¿Quién sabe si no pasas en este momento sobre el alma de un moribundo como la sombra del que ya conocía la verdad?. ¿No es quizá sobre el lecho de los agonizantes donde se teje la verdadera y la más preciosa corona del sabio, del héroe y de todos los que han sabido vivir gravemente en las altas, puras y discretas tristezas de la vida según el alma?.

La muerte no embellece solamente nuestra forma inanimada; sino que hasta la sola idea de la muerte de una forma más bella a la vida misma. Todo pensamiento infinito como la muerte embellece nuestra vida. Pero no hay que caer en el error. Todo ser humano tiene nobles pensamientos que pasan como aves blancas sobre su corazón. Esos no cuentan, son extraños cuya presencia causa sorpresa y que se apartan con un gesto inoportuno. No tienen tiempo de tomar contacto con nuestra vida. Para que nuestra alma se vuelva grave y profunda como la de los ángeles, no basta entrever un instante el universo en la sombra de la muerte o de la eternidad, en la luz de la alegría o en las llamas de la belleza y del amor. Todo ser ha tenido movimientos de esos que no han dejado en él más que un puñado de cenizas inútiles. No basta una casualidad; es necesaria una costumbre. Hay que aprender a vivir en la belleza y en la gravedad habituales. En la vida, los seres más bajos distinguen perfectamente cuál es la cosa noble y bella que debería hacerse; pero esa cosa noble y bella no tiene bastante fuerza en ellos. Esa fuerza invisible y abstracta es lo que debemos procurar aumentar de antemano. Y esa fuerza no aumenta sino en quienes han adquirido la costumbre de sentarse más a menudo que los demás en las cimas en que la vida penetra en el alma y desde donde se ve que todo acto y todo pensamiento está infaliblemente ligado con alguna cosa grande e inmortal.

Miren a las personas y a las cosas según la forma y el deseo de su visión interior; pero no olviden jamás que la sombra que proyectan al pasar por encima de la colina o por encima del muro no es más que la imagen pasajera de una sombra más poderosa que se extiende como el ala de un ave imperecedera sobre toda alma que se acerca a su alma. No crean que semejantes pensamientos sean simplemente adornos, ni que ejerzan influencia alguna en la vida de los que lo admiten. Importa menos transformar nuestra vida que percibirla, pues se transforma por sí misma desde el momento que ha sido vista. Esos pensamientos son el tesoro secreto del heroísmo, y el día en que la vida nos obliga a abrir ese tesoro, quedamos sorprendidos al no encontrar en él más fuerzas que las que nos impulsan a la belleza perfecta. Entonces, basta que muera un gran rey para recordar que el mundo no acaba a las puertas de las casas; y la cosa más pequeña basta para ennoblecer un alma cada noche.

Pero no les bastará pensar que Dios es grande y que se mueven en su luz, para vivir en la belleza y en las fecundas profundidades en que vivieron los héroes. Es posible que recuerden mañana y tarde que las manos de todas las potencias invisibles se agitan como un toldo de innumerables pliegues sobre su cabeza, sin que perciban nunca el menor gesto de esas manos. Hay que estar eficazmente atentos; y vale más velar en la plaza pública que dormirse en el templo.

Hay belleza y grandeza en todo; incluso una circunstancia inesperada puede hacérnosla ver. La mayor parte de las personas lo saben, pero por más que lo sepan, sólo bajo el látigo de la fortuna o de la muerte rondan el muro de la existencia en busca de grietas por donde llegar hasta Dios. No ignoran que hay grietas eternas en las pobres paredes de una cabaña y que los más pequeños cristales no quitan una línea o una estrella a la inmensidad de los espacios celestes. Pero no basta poseer una verdad, es necesario que la verdad nos posea.

Y sin embargo, estamos en un mundo en que los menores acontecimientos asumen sin esfuerzo una belleza cada vez más pura y cada vez más elevada. Nada se mezcla tan fácilmente como la tierra y el cielo; y si han mirado las estrellas antes de abrazar a su amante, no la abrazarán de la misma manera que si hubieran mirado las paredes de su cuarto. Tengan por seguro que el día en que se detuvieran siguiendo un rayo de luz a través de una de las rendijas de la puerta de la vida, harían algo tan grande como si hubiesen curado las heridas de un enemigo, pues en aquel momento ya no tendrían enemigo.

Hay que vivir al acecho de Dios, porque Dios se oculta; pero sus ardides, una vez conocidos, son tan risueños y sencillos. La menor cosa nos revela entonces su presencia, y la grandeza de nuestra vida depende de tan poco. Así es que se encuentra, en las obras poéticas, un verso que, aquí y allá, en medio de los humildes acontecimientos de nuestros días ordinarios, parece entreabrir de pronto alguna cosa enorme. No se ha pronunciado ninguna palabra solemne y diríase que no se ha evocado nada; y sin embargo, ¿por qué una faz infalible nos ha hecho señas detrás de las lágrimas de un anciano?. ¿Por qué toda una noche poblada de ángeles se extiende en torno de la sonrisa de un niño?. ¿Y por qué, a propósito de una palabra balbuceada por un alma que canta trabajando en otra cosa, nos hemos dicho de pronto, reteniendo un instante nuestra respiración: "Esta es la casa de Dios, y aquí está una de las entradas del cielo"?.

Es porque esos poetas estaban más atentos que nosotros a la sombra interminable. En el fondo, la poesía suprema no es más que eso, y no tiene más objeto que mantener abiertos los grandes caminos que conducen de lo que se ve a lo que no se ve. Pero es también el fin supremo de la vida, y es mucho más fácil de alcanzar en la vida que en los más nobles poemas, puesto que los poemas han tenido que abandonar las dos grandes alas de silencio. No hay días pequeños. Es necesario que esta idea descienda a nuestra vida y que en ella se transforme en sustancia. No se trata de estar tristes. Pequeñas alegrías, pequeñas sonrisas y grandes lágrimas, todo ocupa el mismo puesto en el espacio y en el tiempo. Pueden jugar en la vida tan inocentemente como un niño en torno del lecho de un muerto y los llantos no son indispensables. Las sonrisas, como las lágrimas, abren las puertas del otro mundo. Vayan, vengan, salgan; encontrarán lo necesario en las tinieblas, pero no olviden nunca que están cerca de las puertas.

Conviene recordar que aún la persona más humilde tiene la facultad de esculpir, conforme a un modelo divino que él no elige, una gran personalidad moral, compuesta de él mismo y del ideal en partes iguales. Y esta gran personalidad moral no se ha esculpido nunca sino en las profundidades de la vida; y la reserva del ideal necesario no aumenta sino gracias a incesantes revelaciones de lo divino. Toda persona puede llegar en espíritu a las cúspides de la vida virtuosa y saber a cada momento lo que habría que hacer para obrar como un héroe o como un santo. Pero no es esto lo que importa. Es preciso que la atmósfera espiritual se transforme en torno nuestro al extremo de acabar en la atmósfera donde el aire no permita que la mentira salga de la boca. Llega entonces un momento en que el menor mal que quisiéramos hacer cae a nuestros pies como una bala de plomo sobre un disco de bronce, y en que casi todo se transforma, sin que lo sepamos, en belleza, amor y verdad.

Pero esa atmósfera no envuelve sino a los que han cuidado de airear con bastante frecuencia su vida entreabriendo, de vez en cuando, las puertas del otro mundo. Cerca de estas puertas es donde se ve. Cerca de estas puertas es donde se ama. Porque amar al prójimo no es sólo entregarse enteramente a él, servir, ayudar y socorrer a los demás. Es posible que no seas bueno ni bello ni noble en medio de los más grandes sacrificios, y la enfermera que muere de contagio a la cabecera de un tísico tiene quizás un alma rencorosa, pequeña y miserable.

Amar al prójimo en las profundidades estables es amar lo que hay de eterno en los demás, pues el prójimo por excelencia es lo que se aproxima más a Dios; es decir, a lo más puro y bueno que hay en las personas, y sólo permaneciendo siempre cerca de las puertas de la divinidad, descubrirán lo que hay de divino en las almas. Entonces podrán decirse: "Cuando quiera amar muy tiernamente a una persona, y perdonárselo todo, no tengo más que mirarla durante algún tiempo en silencio".

Es preciso aprender a ver para aprender a amar. "Yo había vivido durante más de veinte años al lado de mi hermana, me decía en cierta ocasión un amigo,  la vi por primera vez en el momento de la muerte de nuestra madre". Esta vez también había sido necesario que la muerte abriese violentamente una puerta eterna, para que dos almas se viesen en un rayo de luz primitiva. ¿Hay uno solo de nosotros que no se encuentre rodeado de hermanas que no ha visto?.

Afortunadamente, aún en los que ven menos, hay siempre algo que obra en silencio como si hubiesen visto. Es posible que el ser bueno no consista más que en ser en un poco de claridad lo que todos son en las tinieblas. Por esto, sin duda, conviene esforzarnos en elevar nuestra vida y tender hacia las cúspides donde se llega a la imposibilidad de obrar mal. Por esto conviene acostumbrar nuestra vista a mirar a los acontecimientos y a las personas en una atmósfera divina. Pero ni aún esto es indispensable, y cómo la diferencia, a los ojos de un Dios, debe parecer pequeña.

Estamos en un mundo en que la verdad reina en el fondo de las cosas y en que no es la verdad, sino la mentira, la que necesita ser explicada. Si la dicha de tu hermano te entristece, no te desprecies; no tendrás que andar mucho para encontrar en ti mismo algo que el camino no entristecerá. Y si no recorres ese camino, poco importa; algo hay que no se ha entristecido.

Los que en nada piensan tienen la misma verdad que los que piensan en Dios: están menos cerca del umbral y nada más. Hasta en la vida más vulgar, la parte de lo que se hace por Dios es enorme. La persona más baja prefiere ser justo a ser injusto; todos adoramos y oramos muchas veces al día sin saberlo. Y nos asombramos cuando una casualidad nos revela súbitamente la importancia de esa parte divina.

Hay en torno nuestro millares y millares de pobres seres que no han visto nada bello en toda su existencia; van y vienen en la oscuridad; se cree que todo ha muerto, y nadie hace caso. Y he aquí que un día, una simple palabra, un silencio imprevisto, una pequeña lágrima, procedente de los manantiales mismos de la belleza, nos enteran de que han encontrado el medio de elevar, en la sombra de su alma, un ideal mil veces más bello que las cosas más bellas que sus oídos han escuchado y que sus ojos han visto.

Nobles y pálidos ideales del silencio y de la sombra. Ustedes son los que despiertan la sonrisa de los ángeles y suben directamente hacia Dios. En qué cabañas innumerables, en qué cuartos de miseria, en qué prisiones quizá, no se les alimenta en este momento con las lágrimas y con la sangre más pura de una pobre alma que no sonrió jamás; del mismo modo que las abejas, cuando en torno de ellas han muerto todas las flores, aún ofrecen a la que debe ser su reina, una miel mil veces más preciosa que la miel que dan a sus hermanitas de la vida cotidiana.

¿Quién no ha encontrado más de una vez, a lo largo de los caminos de la vida, un alma abandonada que, sin embargo, no había perdido el valor de alimentar así en las tinieblas un pensamiento más divino y más puro que todos los que tantos habían tenido ocasión de ir a escoger en la claridad?. Aquí, la esclava favorita de Dios es también la sencillez; y basta quizá que algunas personas no ignoren lo que debe hacerse, para que el resto obre como si igualmente supiera.


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