Las revelaciones de los libros sagrados de las culturas ancestrales, sean verdad indiscutible y científicamente comprobada por nuestras investigaciones, sea que una comunicación interplanetaria o una declaración de un ser sobrehumano no permita dudar más de su autenticidad, ¿qué influencia tendrían en nuestra vida?. ¿Qué transformarían, qué elemento nuevo traerían a nuestra moral y a nuestra dicha?. Muy poca cosa, sin duda, porque pasarán muy alto y no descenderían hasta nosotros, ni nos tocarán; nos perderemos en su inmensidad y, en el fondo, sabiéndolo todo; no seremos ni más felices ni más sabios que cuando nada sabíamos.
No saber a qué ha venido a la Tierra, he aquí la preocupación constante del ser humano. Y lo más probable es que la verdad real del universo, si la llegamos a saber algún día, será tan parecida a alguna de las revelaciones que, pareciendo enseñarnos todo, no nos enseñan nada. Tendrá al menos todo el carácter humano. Necesitará ser tan ilimitada en el tiempo como en el espacio, tan común y tan extraña a nuestro sentido como a nuestro cerebro. Cuanto más inmensa y alta sea la revelación, tanto más estará condicionada a ser cierta; y cuánto más se aleje de nosotros, tanto menos interesará. Nosotros ni siquiera podemos salir de este dilema: las revelaciones, las explicaciones o las interpretaciones muy pequeñas tampoco satisfarán porque las consideraremos insuficientes, y las que fueren muy grandes pasarán muy lejos de nosotros para atestiguarlas y alcanzarlas.
Todos sabemos que vivimos en el infinito; pero para nosotros este infinito no es más que una palabra seca y desnuda, un vacío negro e inhabitable, una abstracción sin forma; una expresión muerta que nuestra imaginación no reanima un momento, sino al precio de un esfuerzo agotante, solitario, inútil e infructuoso. De hecho, nos hemos estancado en nuestro mundo terrestre y en nuestros pequeños tiempos históricos, y cuando más levantamos los ojos hacia los planetas de nuestro sistema solar y ponemos nuestro pensamiento de antemano decepcionado, hasta las épocas nebulosas que precedieron la aparición del ser humano sobre la Tierra. De repente volteamos y deliberadamente tornamos sobre nosotros mismos toda la actividad de nuestra inteligencia y por una desgraciada ilusión óptica, cuanto más pierde su campo de acción, más creemos que lo profundiza. Nuestros pensadores y nuestros filósofos, temerosos de extraviarse como sus predecesores, no se interesan más que en los aspectos, en los problemas, en los secretos menos discutibles; pero si son los menos discutibles también, son los menos elevados y el ser humano se convierte en objeto de sus estudios, pero sólo como animal terrestre.
Hay una multitud de iluminados, más o menos inteligentes, las jóvenes y las señoras desequilibradas; los ingenuos que adoptan por anticipado y ciegamente lo que no comprenden; los descontentos, los guasones, los vanidosos, los ingeniosos que pescan a río revuelto; y en una palabra, toda la turba que se aglomera alrededor de toda doctrina, de toda ciencia, de todo fenómeno un poco misterioso, para desacreditar las primeras interpretaciones esotéricas, cuyo origen también, no está muy claro.
En el fondo, no estamos aclarando el enigma del misterio primordial, todo lo demás no se aclara más que por grados que parten del conocimiento relativo a la ignorancia absoluta. Es probable que será lo mismo para todas las revelaciones que se dirijan a la inteligencia humana mientras que viva sobre este planeta, porque la inteligencia tiene límites que ningún esfuerzo podrá traspasar. Mientras tanto, es cierto que estos grados, que no conducen a nada, en verdad lo han colmado y, desde los primeros días, conducido al más alto punto que haya esperado, y que pueda esperar alcanzar. La más antigua explicación abraza desde el primer golpe todos los ensayos de explicaciones propuestas hasta ahora. Concilia el positivismo científico con el idealismo más trascendental; admite la materia y el espíritu, concede la impulsión mecánica de los átomos y de los mundos con su dirección inteligente. Nos da una divinidad incondicional, acusa sin causa de todas las cosas, digna del universo, que ella misma es y de las que la han sucedido en todas nuestras religiones, no son más que miembros esparcidos, mutilados y desconocidos. Ella nos ofrece, por fin, a través de su ley de Karma, en virtud de la cual cada ser lleva en sus vidas sucesivas las consecuencias de sus actos y se purifica poco a poco; el principio moral más alto, el más justo, el más invulnerable, el más fecundo, el más consolador y el más lleno de esperanzas que sea posible proponer al ser humano. Por cuya razón parece que todo amerita que se le examine, que se le respete y que se le admire.