Al amparo de la Naturaleza.
El ser humano puede vivir en la sombra, pero allí pierde a la larga su sonrisa y la enérgica confianza de sí mismo. Por eso, es mejor vivir al amparo de la naturaleza, en el mayor contacto posible con el planeta. El cielo abre sus perspectivas hasta los límites del horizonte azul, hasta las extremas latitudes en donde se extienden la gloria y la bondad de Dios; y todas las flores abandonan los jardines, las rocas y los llanos para precipitarse en el torrente de alegría que las atrae en el espacio.
Las manzanillas se vuelven locas y tienden durante seis semanas, a ser invisibles prometidas de los enormes ramos redondos como broqueles de nieve radiante. La escarlata y la tumultuaria bugambilia cubren las ventanas de las casas semejando un alineamiento de llamas. Las rosas amarillas tapizan las colinas de velo azafranado; las rosas encarnadas, la bella rosa inocente de los primeros pudores, inundan los valles, como si los divinos lampos de la aurora, en donde se elabora la carne ideal de las mujeres y de los ángeles se hubieran desbordado por el mundo. Otras asaltan los árboles, escalan los pilares, las columnas, las fachadas, los pórticos; se lanzan y retumban, se despiertan y precipitan multiplicándose; se agrupan y suponen como racimos embriagantes que fermentan silenciosos entre pétalos apasionados.
Perfumes innumerables, diversos e intensos, circulan en un mar de alegría como las ondas que jamás se confunden y que por eso pueden reconocérselas en cada inspiración de sus movimientos. He aquí un torrente verde y fresco de geranios, la fuga de clavos y alelíes; el río torrencial de la clara y leal alhucema y el espliego; y por último, ese mantel que cae en forma de cascada hirviente de los azahares, cuya fragancia trasciende a inocencia, a timidez y a juramentos cumplidos, de que el verde intenso en que se sumerge la campiña forma el fondo más hermoso.
No creo que haya cosa más bella en el mundo que esos jardines y vallados de la Provenza marítima durante las seis o siete semanas en que se aleja la primavera y al hacerlo mezcla aún sus perfumes con los primeros ardores del estío que llega. Lo que da a esa milagrosa alegría un tinte melancólico que no se podría hallar en otra parte, es la soledad ascética y casi dolorosa en que ella se descoge. Hay, allá en el desierto, en el silencio y más bien en el vacío, emparrados en las terrazas de los pórticos de las mil millas abandonadas, una emulación de la belleza, que llega hasta el sufrimiento agudo del dolor, hasta el impulso de todas las fuerzas, de todas, las formas y de todos los colores.
Hay también, una especie de prodigiosa palabra de orden, como si todas las energías de la gracia y el esplendor que envuelven a la naturaleza, se hubieran coaligado para dar en un mismo instante a un testigo que no conocen los humanos, una prueba, única y decisiva, de la beatitud y las magnificencias de la tierra. Hay, por último, una especie de espera inaudita, solemne y tediosa que, por encima de las cercas, tapias y muros, acecha la llegada de un gran Dios; un silencio de éxtasis que exige una presencia sobrenatural, una impaciencia exasperada e insensata que por todas partes se esparce por las rutas por donde no pasa más que el cortejo mudo y transparente de las horas.
Cuántas bellezas se pierden en este mundo. Veamos de qué hemos de nutrir nuestros ojos hasta la tumba. Veamos cómo cosechar los recuerdos que sostendrán nuestras almas hasta su última morada. Veamos cómo nutrir a los millares de corazones con el supremo alimento de la vida.
En el fondo, cuando soñamos, todo lo que hay de mejor en este mundo que encierra nuestro pecho, todo lo que hay de puro, de dichoso y de límpido en nuestra inteligencia y en nuestros sentimientos, toma su origen en algunos espectáculos hermosos. Si no hubiéramos visto nunca cosas bellas, no tendríamos más que pobres y siniestras imágenes para adornar nuestras ideas que perecerían de frío y de miseria, como las de los ciegos. La gran ruta que emerge desde todos los planos de la vida hasta las diafanías de la conciencia humana, sería tan vaga, tan desnuda y tan desierta, que nuestros pensamientos perderían muy pronto la fuerza y el brío que les son necesarios; porque en donde no imperan los pensamientos no tardan en aparecer las espinas y el abrojo horroroso del bosque bárbaro. Un bello espectáculo que pudiéramos haber visto, que nos perteneciera, que pareciera llamarnos y del que hubiéramos huido, no se reemplaza nunca; porque nada crece en donde nada se siembra, y deja en nuestra alma un gran círculo estéril en donde sólo hallaríamos espinas el día en que quisiéramos cosechar rosas.
Nuestros pensamientos y nuestras acciones impulsan sus energías y sus formas hacia lo que habíamos contemplado. Entre el gesto heroico, y el deber cumplido; el sacrificio noblemente ofrecido y el bello paisaje alguna vez contemplado, hay a menudo lazos muy estrechos y vívidos, tanto o más, que los retenidos por nuestra memoria. Y, por tanto, cuantas más bellezas contemplamos, más aptos estaremos para hacer cosas buenas, lo cual quiere decir, que para la prosperidad de nuestra vida interior, se necesita un conjunto armonioso de admirables despojos.
Las manzanillas se vuelven locas y tienden durante seis semanas, a ser invisibles prometidas de los enormes ramos redondos como broqueles de nieve radiante. La escarlata y la tumultuaria bugambilia cubren las ventanas de las casas semejando un alineamiento de llamas. Las rosas amarillas tapizan las colinas de velo azafranado; las rosas encarnadas, la bella rosa inocente de los primeros pudores, inundan los valles, como si los divinos lampos de la aurora, en donde se elabora la carne ideal de las mujeres y de los ángeles se hubieran desbordado por el mundo. Otras asaltan los árboles, escalan los pilares, las columnas, las fachadas, los pórticos; se lanzan y retumban, se despiertan y precipitan multiplicándose; se agrupan y suponen como racimos embriagantes que fermentan silenciosos entre pétalos apasionados.
Perfumes innumerables, diversos e intensos, circulan en un mar de alegría como las ondas que jamás se confunden y que por eso pueden reconocérselas en cada inspiración de sus movimientos. He aquí un torrente verde y fresco de geranios, la fuga de clavos y alelíes; el río torrencial de la clara y leal alhucema y el espliego; y por último, ese mantel que cae en forma de cascada hirviente de los azahares, cuya fragancia trasciende a inocencia, a timidez y a juramentos cumplidos, de que el verde intenso en que se sumerge la campiña forma el fondo más hermoso.
No creo que haya cosa más bella en el mundo que esos jardines y vallados de la Provenza marítima durante las seis o siete semanas en que se aleja la primavera y al hacerlo mezcla aún sus perfumes con los primeros ardores del estío que llega. Lo que da a esa milagrosa alegría un tinte melancólico que no se podría hallar en otra parte, es la soledad ascética y casi dolorosa en que ella se descoge. Hay, allá en el desierto, en el silencio y más bien en el vacío, emparrados en las terrazas de los pórticos de las mil millas abandonadas, una emulación de la belleza, que llega hasta el sufrimiento agudo del dolor, hasta el impulso de todas las fuerzas, de todas, las formas y de todos los colores.
Hay también, una especie de prodigiosa palabra de orden, como si todas las energías de la gracia y el esplendor que envuelven a la naturaleza, se hubieran coaligado para dar en un mismo instante a un testigo que no conocen los humanos, una prueba, única y decisiva, de la beatitud y las magnificencias de la tierra. Hay, por último, una especie de espera inaudita, solemne y tediosa que, por encima de las cercas, tapias y muros, acecha la llegada de un gran Dios; un silencio de éxtasis que exige una presencia sobrenatural, una impaciencia exasperada e insensata que por todas partes se esparce por las rutas por donde no pasa más que el cortejo mudo y transparente de las horas.
Cuántas bellezas se pierden en este mundo. Veamos de qué hemos de nutrir nuestros ojos hasta la tumba. Veamos cómo cosechar los recuerdos que sostendrán nuestras almas hasta su última morada. Veamos cómo nutrir a los millares de corazones con el supremo alimento de la vida.
En el fondo, cuando soñamos, todo lo que hay de mejor en este mundo que encierra nuestro pecho, todo lo que hay de puro, de dichoso y de límpido en nuestra inteligencia y en nuestros sentimientos, toma su origen en algunos espectáculos hermosos. Si no hubiéramos visto nunca cosas bellas, no tendríamos más que pobres y siniestras imágenes para adornar nuestras ideas que perecerían de frío y de miseria, como las de los ciegos. La gran ruta que emerge desde todos los planos de la vida hasta las diafanías de la conciencia humana, sería tan vaga, tan desnuda y tan desierta, que nuestros pensamientos perderían muy pronto la fuerza y el brío que les son necesarios; porque en donde no imperan los pensamientos no tardan en aparecer las espinas y el abrojo horroroso del bosque bárbaro. Un bello espectáculo que pudiéramos haber visto, que nos perteneciera, que pareciera llamarnos y del que hubiéramos huido, no se reemplaza nunca; porque nada crece en donde nada se siembra, y deja en nuestra alma un gran círculo estéril en donde sólo hallaríamos espinas el día en que quisiéramos cosechar rosas.
Nuestros pensamientos y nuestras acciones impulsan sus energías y sus formas hacia lo que habíamos contemplado. Entre el gesto heroico, y el deber cumplido; el sacrificio noblemente ofrecido y el bello paisaje alguna vez contemplado, hay a menudo lazos muy estrechos y vívidos, tanto o más, que los retenidos por nuestra memoria. Y, por tanto, cuantas más bellezas contemplamos, más aptos estaremos para hacer cosas buenas, lo cual quiere decir, que para la prosperidad de nuestra vida interior, se necesita un conjunto armonioso de admirables despojos.
1 comentario:
Lo que es lamentable, hoy en día, es que la gente haya perdido ese contacto con la madre Naturaleza. Que ni siquiera piensen que somos parte de ella. Sorprendernos con su espectacularidad y belleza es normal, porque nunca nos acostumbra nuestra Tierra a tanta maravilla. Y aún así, vivimos a espaldas de ella, la sacrificamos a costa de un bienestar efímero, no nos dedicamos a buscar la paz en su regazo ni los dones de Dios en ella. Y así, pasamos por esta vida ciegos y sordos a tantas cosas que harían que el amor por vivir se acrecentase.
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