lunes, 7 de enero de 2008

Karma

Karma, la ley infalible de la Retribución, es en suma, lo que nosotros llamamos más vagamente, y sin mucho creer en ella, la Justicia inmanente. Es una sombra demasiado vaga. Se manifiesta frecuentemente, es cierto, a continuación de actos monstruosos, de grandes vicios, de grandes desaciertos y de grandes iniquidades; pero tenemos, raramente ocasión de comprobar que trata de miles de pequeñas injusticias, crueldades, infamias, mezquindades y desconfianzas, de la existencia habitual, aunque el peso de estos yerros mezquinos y continuos, pudiese ser pesado como el de más ominoso crimen. En todo caso, su acción, siendo más esparcida, más difusa, más lenta y más a menudo moral que material, escapa, casi siempre, a nuestra observación.

Karma, es pues, la Justicia inmanente. Un Dios enorme e inevitable como el destino; que está en nosotros como nosotros en él; que está con nosotros; que no es otra cosa sino nosotros mismos; que es lo que somos, tanto como fue y será lo que nosotros mismos. Nosotros somos pequeños y efímeros y él es grande y eterno. Nada puede ignorar, puesto que ha tomado parte en todo lo que juzga; y no nos juzga desde el fondo de nuestra presente ignorancia, sino desde lo alto, desde la altura, de lo que aprendemos más adelante.

De acuerdo con uno de los postulados básicos de Karma, a la hora de nuestra muerte, la cuenta parece cerrada; más no es así; sino que está dormida y despertará. Tal vez dormiremos millares de años en un estado que prepara a una reencarnación nueva; pero al despertarnos encontraremos irrevocablemente totalizados en el activo y pasivo; y nuestra Karma prolongará simplemente la vida que habíamos dejado. Continuaremos siendo nosotros mismos y asistiendo al ensanchamiento de consecuencias de nuestras faltas y de nuestros méritos y viendo fructificar otras causas y otros efectos, hasta la consumación de los tiempos en que todo pensamiento nacido en esta tierra concluye por extinguirse.

Karma es la entidad que el ser humano forma por sus actos y sus pensamientos y que le sigue, o más bien, le envuelve. Los pensamientos construyen el carácter y las acciones su atmósfera. Sus cualidades y sus dones naturales se pliegan a él como resultado de sus ideas. Se encuentra envuelto en la tela que él mismo ha tejido. En tanto que los defectos llegan, le es posible modificarlos o devolverlos por fuerzas nuevas. Nada puede tocarle que no haya puesto en movimiento, ningún mal puede serle hecho que no haya merecido. Y en el desarrollo infinito de las eternidades, no encontrará nunca otro juez que sí mismo.

Nuestra preocupación es el acto y no sus resultados. Se debe ejecutar el acto en comunión con lo divino; o sea, viendo el Sí por doquier, renunciando a todo apego a las cosas; igualmente equilibrado entre los triunfos y los reveses. Es necesario ejecutar la acción conveniente, porque la obra es superior a la inercia y porque permaneciendo inactivo no mantendría ni siquiera la existencia del cuerpo. El mundo está sustentado por toda acción que no tiene más que sacrificio; es decir, el don voluntario de Sí, como objetivo; y en este don voluntario sin apego a las formas que el ser humano debe tener para ejecutar el acto. Es necesario ejecutar la acción con el fin único de servir a los demás. El que ve la inacción en el acto y la acción en la inacción, es un sabio entre los humanos; porque armoniza con los verdaderos principios, cualquiera que se el acto que ejecute. Una persona así, que haya abandonado todo interés en el fruto de la acción, siempre contento sin depender de nadie, aunque haciendo acciones, es como si nada hiciese, pero amerita mucho más. El sabio, pues, feliz de todo lo que le sucede, libre de contrariedades; sin envidias, ecuánime en el placer como en el dolor; en los buenos como en los malos éxitos, puede obrar sin estar ligados a nada; porque no estando apegado no importa a lo que sea, todos sus pensamientos impregnados de sabiduría y todos sus actos llenos de sacrificios son como evaporados.

Si todo se transforma, nada perece o nada se aniquila en un universo que no tiene la nada y en el que la nada permanece inconcebible. Lo que llamamos la nada no sería, pues, más que otro modo de existencia, de persistencia y de vida; y si no se puede admitir que el cuerpo, que sólo es materia, sea aniquilado en su sustancia, no es menos difícil aceptar que, si estuviese animado por un espíritu, lo que no es muy posible discutir, éste espíritu desaparecería sin dejar ninguna huella.

Tal vez con un poco de valor y de buena voluntad nos sería posible, desde esta existencia, mirar más alto y más lejos; despojarnos un instante de este estrecho y torpe egoísmo que viene hacia sí, y decirnos que la inteligencia y el bien de nuestros pensamientos y nuestros esfuerzos esparcen en las esferas espirituales, no está perdido enteramente aún cuando no sea seguro por el pequeño grupo de pequeñas costumbres y de medianos recuerdos de que gozamos exclusivamente. Si las buenas acciones que habíamos hecho, las intenciones o los pensamientos altos o simplemente honrados que hayamos tenido se adhieren y logran en una existencia en donde no reconozcamos la nuestra, no es suficiente razón para estimarlas inútiles y negarles todo valor. Concierne recordar, de paso, que no somos nada si no somos todo; y saber, desde ahora, interesarnos en alguna cosa que no sea únicamente nosotros mismos y en vivir la vida más vasta, menos personal, menos egoísta que bien pronto y sin asomo de duda, cualquiera que sea nuestra ley, será nuestra vida entera, la única que cuenta y la única a la cual sea sabio prepararnos.

Karma recompensa el bien y castiga el mal en la prosecución infinita de nuestras existencias. Pero, desde luego, se preguntará ¿cuál es este bien y cuál es este mal; cuál es el mejor o cuál es el peor de nuestros pequeños pensamientos, de nuestras pequeñas intenciones, de nuestras pequeñas acciones efímeras con relación a la inmensidad sin límites del tiempo y del espacio?. No hay desproporción absurda entre la enormidad del salario o del castigo y la exiguedad de la falta o del mérito?. ¿Por qué mezclar los mundos, los dioses, las eternidades con las cosas que monstruosos o admirables desde luego, no tardan aún en los irrisorios límites de nuestra existencia, en perder poco a poco toda la importancias que le concedemos y en borrarse y en desaparecer en el olvido?. Es cierto, más es preciso hablar de las cosas humanas, a los seres humanos, y en la escala humana. Lo que llamamos bien o mal es lo que nos hace bien o mal; lo que molesta o nos aprovecha a nosotros o a los demás y mientras que vivamos en esta tierra con la pena de desaparecer, nos será necesario darle una importancia que no tienen en ellos mismos. Las más altas religiones, las más profundas especulaciones.

Las más altas religiones, las más profundas especulaciones metafísicas, desde que se trata de moral, de evolución y de porvenir humanos, fueron obligadas siempre a reducirse a las proporciones humanas y convertirse en antropomorfas. Hay una necesidad irreductible en virtud de la cual y a pesar de los horizontes que se extienden a todas partes, conviene dirigir sus pensamientos y sus miradas.

En nuestra esfera, ¿qué es en suma este mal que castiga Karma?. Si se va la fondo de las cosas desde luego, el mal proviene siempre de un defecto de inteligencia, de un juicio erróneo, incompleto, oscurecido o limitado de nuestro egoísmo que no nos hace ver más que las ventajas próximas o inmediatas de un acto dañoso a nosotros mismos o a otros, ocultándonos las consecuencias lejanas pero inevitables que tal acto siempre acaba por engendrar. Toda la ética en último análisis, no se apoya más que sobre la inteligencia; y lo que nosotros llamamos corazón, sentimientos, carácter, no es en efecto más que la inteligencia acumulada, cristalizada, adquirida o heredada, convertida más o menos inconsciente y transformada en hábitos o instintos. El mal que hacemos, no lo hacemos más que por un egoísmo que se equivoca y que ve demasiado cerca de sí los límites de su ser. Así que la inteligencia alza el punto de vista de este egoísmo, se extienden los límites, se ensanchan y concluyen por desaparecer. El terrible, el insaciable yo que nos oculta la cara del abismo pierde su centro de atracción y de avidez se reconoce, se encuentra nuevamente y se ama en todas las cosas. No creamos ciegamente en la inteligencia de los perversos que triunfan, ni en la felicidad que se cree hallar en el crimen. Habría que ver el reverso; o sea, la realidad a menudo dolorosa de tales éxitos; y porque además, esta inteligencia, bajo la forma de habilidad, de maña, de deslealtad, es la inteligencia especializada, canalizada y llevada por un estrecho circuito y como un chorro de agua comprimida, muy poderoso sobre determinado punto; más de ningún modo la inteligencia verdadera y general, grande y generosa. Desde que esta se descubre, hay necesariamente honradez, justicia, indulgencia, amor y bondad, porque hay horizonte, altitud, expansión, plenitud; porque hay conocimiento instintivo o consciente de las proporciones humanas, de la eternidad de la existencia y de la brevedad de la vida; de la situación del ser humano en el universo, de los misterios que lo envuelvan y de los lazos secretos que lo retienen a todo lo que no vemos en la tierra y en los cielos.

La falta de inteligencia es el mal real sobre la tierra; y si todos los seres humanos fuesen soberanamente inteligentes, ya no habría desgraciados. Karma no castiga; simplemente nos pone cerca de nuestras existencias y ensueños sucesivos al plan en que nuestra inteligencia nos había dejado, rodeados de nuestros actos y de nuestros pensamientos. Porque comprueba y registra, nos toma tal y como hemos sido hechos, nos da la ocasión para rehacernos, de adquirir lo que nos falta y de elevarnos tan altos como los más altos. Por supuesto que nos elevaremos forzosamente, pero la actividad o lentitud con que lo hagamos, depende absolutamente de nosotros. Una ley creciente, la evolución, que es la ley fundamental de todas las existencias que conocemos desde el infusorio hasta los astros. Alguna cosa no puede ser más que a condición de hacerse mejor o peor, de subir o de bajar; de componerse o descomponerse y que el movimiento es más esencial que el ser o la sustancia. Y esto es así porque así es. No hay nada que hacer, nada que decir, sino únicamente que comprobar.

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