sábado, 18 de febrero de 2012

Aprendizaje en la Felicidad


Nada se opone tanto a la sabiduría del pensador como una prudencia débil; valdría más agitarse inútilmente en torno de una felicidad cualquiera, que esperar, durmiendo al calor del hogar, una felicidad ideal que no llegará nunca. Sobre el techo del que no sale de su casa no bajan sino las alegrías que nadie ha querido. No llamemos, pues, sabio a quien en el dominio de los sentimientos no va más allá de lo que la razón le permite, o de lo que la experiencia le aconseja que espere. No llamemos, pues, sabio, al amigo que no se entrega a su amigo porque prevé la terminación de la amistad, o al amante que no se da por completo, por miedo a aniquilarse en el amor.

Las aventuras desgraciadas no nos quitan más que las partes perecederas de nuestra energía de la felicidad, y se puede confesar que toda sabiduría sólo es una especie de energía purificada de la felicidad. Ser sabio es, ante todo, aprender a ser feliz, para aprender al mismo tiempo a conceder una importancia cada vez menor a lo que la felicidad es en sí misma. Importa que el ser humano sea, tanto tiempo como sea posible, tan feliz como pueda; porque los que salen al fin de sí mismos por la puerta de la felicidad, son mil veces más libres que los que salen por la de la tristeza. La alegría del sabio ilumina a la vez su corazón y toda su alma, en tanto que muy a menudo, la tristeza sólo ilumina el corazón.

En la felicidad se encuentra una humildad más profunda y más noble, más pura y mucho más extensa que la que se encuentra en la desgracia. Hay una humildad que debe colocarse entre las virtudes parásitas, con la abnegación estéril, con el pudor, con la castidad arbitraria, la ciega renunciación, la sumisión oscura, el espíritu de penitencia y muchas otras, que durante tanto tiempo desviaron en provecho de un charco estancado, en torno del cual vagan aún nuestros recuerdos, las aguas vivas de la moral humana. Tal humildad, aunque sea sincera, quita a nuestra lealtad íntima, que se necesita respetar siempre por encima de todo, lo que puede agregar a la dulzura de nuestra actitud en la vida. En todo caso, revela cierta timidez de conciencia, y la conciencia del sabio no debe tener ningún pudor, ninguna timidez.

Junto a esa humildad demasiado personal existe una humildad general, una humildad elevada y firme que se alimenta de todo lo que aprenden nuestro espíritu, nuestra alma y nuestro corazón. Una humildad que nos muestra exactamente lo que el ser humano puede esperar; una humildad que no nos rebaja sino para engrandecer cuanto vemos; una humildad que nos enseña que la importancia del ser no reside en lo que es sino en lo que puede percibir, en lo que trata de admitir y de comprender. El dolor nos abre también el dominio de esa humildad, pero no lo hace sino para conducirnos demasiado directamente a no sé qué puerta de la esperanza, en cuyo dintel perdemos muchos días; en tanto que la felicidad, no teniendo otra cosa que hacer al cabo de algunas horas, nos hace recorrer en silencio sus senderos inaccesibles.

Cuando el sabio es lo más feliz posible, es cuando se hace también lo menos exigente, lo menos orgulloso que se puede hacer. Cuando sabe que posee por fin todo lo que al humano le es permitido poseer, empieza también a comprender que lo que constituye el valor de cuanto posee no se encuentra más que en la manera con que considera lo que el humano no podrá poseer nunca. De ahí que sólo en el seno de una felicidad prolongada se adquiera una idea independiente de la vida. No hay que ser feliz para ser feliz, sino para aprender a ver claramente lo que nos ocultaría siempre la espera inútil y demasiado pasiva de la felicidad.


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