miércoles, 19 de octubre de 2011
La Razón, hija del Corazón.
Uno de los deberes de la sabiduría es darse una cuenta lo más exacta y humildemente posible del lugar que el ser humano ocupa en el universo. El punto central de la sabiduría humana es obrar como si todo acto produjera un fruto extraordinario y eterno, y saber, sin embargo, cuán poca cosa es un acto justo frente al universo.
No es prudente imaginarse que el corazón crea por mucho tiempo en cosas en las que la razón no crea ya. Pero la razón puede creer en cosas que se encuentran en el corazón. Aún acaba por refugiarse dentro de él más y más sencillamente cada vez. La razón es respecto al corazón como una hija perspicaz, pero demasiado joven, que necesita a menudo de los consejos de su madre, sonriente y ciega.
La mayor parte de las potencias interiores están sometidas ante la persona de bien, y casi todas las dichas y las desgracias de los seres humanos provienen de las potencias interiores. Lo que denominamos en nosotros, lo denominamos al mismo tiempo en cuantos se nos acercan. Por lo tanto, los sufrimientos morales que nos alcanzan no dependen ya de los demás. Su malicia no puede hacernos llorar más que en las regiones de las cuales no hemos perdido aún el deseo de hacer llorar a nuestros enemigos. Si los dardos de la envidia nos hacen sangrar todavía es porque podríamos haber lanzado esos mismos dardos, y si una traición nos arranca lágrimas, es porque tenemos todavía en nosotros la potencia de traicionar. Sólo se puede herir al alma con las armas ofensivas que no ha arrojado aún a la gran hoguera del amor.
El justo no puede prometerse más que una cosa: que su destino lo alcanzará en un acto de caridad o de justicia; es decir, en estado de dicha interior. Lo que es tanto como cerrar todas las fuerzas a los malos destinos interiores, y la mayor parte de las puertas a los azares de fuera.
A medida que se eleva nuestra idea del deber y de la felicidad, el imperio del sufrimiento moral se purifica. Nuestra felicidad depende de nuestra libertad interior. Esta libertad aumenta cuando hacemos el bien, y disminuye cuando hacemos el mal.
Por imperfecta que sea nuestra idea del bien, en cuanto la abandonamos un momento, nos entregamos a las fuerzas malévolas de fuera. Una simple mentira para mí mismo, sepultada en el silencio de mi corazón, puede causar a mi libertad interior un daño tan funesto como una traición en la plaza pública. Y en cuanto mi libertad interior ha sido herida, el destino se acerca a mi libertad exterior como una fiera se acerca con pasos lentos a su presa que ha acechado durante mucho tiempo.
miércoles, 5 de octubre de 2011
La Moral Verdadera
El deber por excelencia no es llorar con todos los que lloran, ni sufrir con todos los que sufren, ni tender el corazón a los que pasan para que lo hieran o para que lo acaricien. Las lágrimas, los sufrimientos, las heridas nos son saludables mientras no desaniman nuestra vida. Sea cual sea nuestra misión en esta tierra; sea cual sea el fin de nuestros esfuerzos y de nuestras esperanzas, el resultado de nuestros dolores y de nuestras alegrías, somos depositarios ciegos de la vida. He aquí la única cosa absolutamente cierta, el único punto fijo de la moral humana. Se nos ha dado la vida, no sabemos para qué; pero parece evidente que no es para debilitarla ni para perderla. Representamos en este planeta una forma muy especial de vida; la vida del pensamiento, la vida de los sentimientos, y de ahí que todo lo que tiende a disminuir la viveza del pensamiento, el ardor de los sentimientos, es probablemente inmoral.
Aumentemos nuestra confianza en la grandeza, en la potencia y en el destino del ser humano. Encontremos una razón para admirar y exaltemos nuestra conciencia de lo infinito. Todo lo que vemos hermoso en lo que nos rodea es ya hermoso en nuestro corazón; cuanto encontramos adorable y grande en nosotros mismos, lo hallamos también en los demás. La moral verdadera debe nacer del amor consciente e infinito. La gran caridad es el ennoblecimiento.
Todo pensamiento que engrandece mi corazón, aumenta en mí el amor y el respeto para los seres humanos. Amemos siempre desde el punto más alto que podamos alcanzar. No amemos por compasión cuando podemos amar por amor; no perdonemos por bondad, cuando podemos perdonar por justicia; no enseñemos a consolar cuando podemos enseñar a respetar. Cuidemos de mejorar sin descanso la calidad del amor que damos a los demás.
Mientras más abandonada se siente una persona, más encuentra la fuerza propia del humano. Lo que nos inquieta en las grandes injusticias es la negación de una alta ley moral. Pero mientras más convencidos estamos de que el destino no es justo, más ensanchamos y purificamos ante nosotros los campos de una moral mejor. No nos imaginemos que las bases de la virtud se derrumban porque Dios nos parece injusto.
Sólo aquellos que ignoran lo que es el bien, piden un salario por el bien. Un acto de virtud es siempre un acto de felicidad. Es siempre la flor de una vida interior dichosa y satisfactoria. Supone siempre horas y largos días de reposo en las montañas más apacibles de nuestra alma. Ninguna recompensa posterior valdría la tranquila recompensa que la ha precedido.
Se sabe, en general, por qué se hace el mal; pero mientras menos exactamente se sepa por qué se hace el bien, más puro es el bien que se hace. Y no se obra bien de veras sino cuando se obra bien para uno mismo, sin más testigo que el propio corazón.
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