El más feliz de los seres humanos es el que conoce mejor su felicidad, aquel que sabe más profundamente que la felicidad está separada de la aflicción por una idea alta, infatigable, humana y valerosa. De esta idea es saludable hablar lo más a menudo posible, no para imponer la que se tiene sino para hacer nacer poco a poco en el corazón de los demás el deseo de poseer una a su vez. Esta idea es diferente para cada uno de nosotros; pero sólo hablando de la tuya me ayudarás, sin saberlo, a adquirir la mía.
Es posible que mañana se nos revele la fórmula infalible de la felicidad. Pero no cambiará ni mejorará nada en nuestra vida moral si no vivimos en la espera y con el deseo del mejoramiento, en el alma. Toda la moral, la ciencia de la justicia y de la felicidad debería ser una espera, una preparación tan vasta, experimentada y accesible como se pueda. Mientras alcanzamos todas las verdades científicas, nos es dado penetrar en una verdad más importante todavía: la verdad de nuestra alma y de nuestro carácter. Esta vida es posible aún en el seno de los más grandes errores materiales.
Los acontecimientos esenciales de nuestra vida física y de nuestra vida moral se efectúan en niveles superficiales y muy profundos de nuestro ser. En espera de la clave del enigma nos es preciso vivir, y viviendo lo más dichosamente, lo más noblemente que se pueda, será como se viva lo más poderosamente y se tenga más valor, independencia y perspicacia para desear y buscar la verdad. Suceda lo que suceda, el tiempo consagrado al estudio no será tiempo perdido.
Importa vivir como si se estuviera siempre es vísperas del gran acontecimiento y prepararse para recibirlo, lo más total, íntima y ardientemente posible que se pueda. Y la mejor manera de recogerlo un día, bajo cualquier forma que deba revelarse, es esperarlo desde ahora, tan vasto, tan perfecto, tan ennoblecedor como nos sea dado imaginarlo.
Es conveniente pensar y obrar como si todo lo que le acontece a la humanidad fuera indispensable. A menudo, lo que sucede nos parece erróneo; pero hasta ahora ¿qué ha hecho toda la razón humana que sea más útil que encontrar una razón superior a los errores de la naturaleza?. Todo lo que nos sostiene, todo lo que nos asiste, procede de una especie de justificación lenta y gradual de la fuerza desconocida que de pronto nos pareció despiadada.
En espera de que la realidad se manifieste, es tal vez saludable que se mantenga un ideal que se cree más hermoso que la realidad; pero después de que ésta se ha revelado al fin, se hace necesario que la flama ideal que alimentamos con nuestros mejores deseos, no sirva ya más que para alumbrar lealmente las bellezas menos frágiles y menos complacientes de la masa imponente que aplasta esos deseos. Y no creo que en esto haya aceptación servil, fatalismo torpe u optimismo pasivo.
No se permite a ninguna alma honrada ir a buscar energía, buena voluntad, ilusiones o ceguedad en una región inferior a la de los pensamientos de sus mejores horas. No se cumple verdaderamente el deber en la vida interior si no es cumpliéndolo siempre en lo más alto del alma, en lo más alto de su verdad propia. Y si a veces, en la existencia práctica y diaria es lícito transigir con las circunstancias, si no siempre es oportuno ir hasta los extremos de sí mismo. En la vida del pensamiento el deber es ir, en todo caso, hasta el extremo de nuestro pensamiento.
El pensamiento que se eleva alienta la vida. Quienes observan y piensan hacen cuanto pueden para mejorar lo que no está prohibido llamar la razón, la justicia, la belleza de la tierra, el instinto del planeta. Saben que esto no es más que descubrir, comprender y respetar. Ante todo, tienen confianza en la “idea del universo” y están persuadidos de que todo esfuerzo encaminado hacia lo mejor los acerca a la voluntad secreta de la vida; pero aprenden, al mismo tiempo, a sacar del fracaso de sus generosos esfuerzos y de la resistencia de este gran mundo, un alimento nuevo para su admiración, para su ardor, para su esperanza.
La luz es el único elemento cosa que no pierde casi nada de su valor ante la inmensidad. Lo mismo ocurre con nuestras luces morales cuando miramos la vida desde un poco alto. Es bueno que la contemplación nos enseñe a desinteresarnos de todas nuestras pasiones inferiores; pero es preciso que no debilite ni desaliente el más humilde de nuestros deseos de verdad, de justicia y de amor.
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