El Silencio es útil. 2/2
Una creciente corriente de simpatía nos arrastra hacia cierto estimado amigo. Todas sus frases nos hacen gracia; todos sus gestos nos resultan amables; todas sus opiniones nos parecen acertadísimas. Este amigo solicita de nosotros, un día, cierto favor, o sugiere que nos interesemos en cierto negocio, o, simplemente, nos recomienda a un empleado de confianza. La corriente de simpatía nos arrastra, y, sin examinar otras motivaciones, sin analizar objetivamente los datos del asunto, precipitamos una decisión que más tarde puede ser un motivo de arrepentimiento. Cuidado una vez más: Hemos perdido nuestro equilibrio interior.
Hemos recibido una noticia grata que nos llena de gozo: el nacimiento del primer hijo; la próxima llegada de un pariente querido; el éxito de una combinación financiera o la feliz acogida del libro que acabamos de publicar. Nuestra satisfacción, nuestra alegría, explotan en diversas formas, y el optimismo y la generosidad se adueñan de nuestro ser hasta el punto de llevarnos a conceder ventajas irreflexivas a quien en aquel instante contrata con nosotros, o aplazamientos peligrosos al deudor moroso que en el mismo momento lo solicita. Si más tarde nos arrepentimos de todo ello, habrá sido, sencillamente, porque en aquel instante habíamos perdido nuestro equilibrio interior.
Podrían multiplicarse los ejemplos hasta el infinito; cada uno de ustedes los hallará muy fácilmente, con sólo examinar sus propias reacciones y las de los demás, en casos parecidos. En términos generales, y aparte otras causas, el equilibrio interior puede perderse por una contrariedad inesperada, una conversación imprudente, por dificultades imprevistas, por malas noticias, por un imperioso deseo por satisfacer, por una fuerte corriente de simpatía o por un especial estado de euforia.
El remedio inmediato y más simple para actuar con acierto en todos esos casos es éste: ganar tiempo; no tomar una resolución inmediata; aplazar toda decisión hasta que por la sucesión de otras impresiones la violencia de la primera haya pasado y nos permita estimarla en su verdadera magnitud. Y además, hacer todo lo posible por recibir las impresiones distintas de la primera antes de resolver definitivamente.
Cuando la impaciencia gana nuestro ánimo y la cólera tiende a subir hasta su más agudo diapasón, es indispensable hacer todos los esfuerzos necesarios para guardar silencio, un silencio completo durante algunos instantes, que nos devolverá el dominio sobre nosotros mismos.
Si en el trabajo se multiplican las dificultades de un modo imprevisto, es necesario entregarse a otras ocupaciones menos arduas antes de decidir ninguna cosa. A las pocas horas, al día siguiente, a los pocos días, la solución aparecerá nítidamente en la mente, y el trabajo que parecía insuperable se encontrará muchísimo más fácil y llevadero. Si la carta nos ha producido una turbación de ánimo, es necesario dejarla sin respuesta hasta el día siguiente, cuando menos, o hasta la fecha en que su lectura no causa en el ánimo más impresión que la automáticamente normal. Por muy potente que el deseo sea, imponemos un aplazamiento. Tal vez al día siguiente, quizás a los dos días, lo que excitaba tan extraordinariamente el deseo de una realización inmediata a cualquier precio se convierte en uno de tantos caprichos, cuya consecución pueda llevarse a cabo en condiciones normales. Antes de responder a la petición del amigo demasiado simpático, aléjense de él por unas horas o por unos días, con cualquier pretexto; dejen reposar la simpatía que los arrastra; tal vez se halla turbada por un ardor exagerado; cuando este ardor se calme, aparecerá limpia y clara el agua transparente de la amistad serena y fuerte.
¿Por qué razón concedemos una importancia tan considerable a ese silencio de palabra y acción?
En primer lugar, porque supone una detección o una paralización voluntaria en nuestra acción, que ya es por sí misma un principio de dominio sobre nosotros mismos. En segundo término, porque esa paralización nos concede un plazo precioso durante el cual la fiebre de la emoción debe bajar necesariamente, produciendo en el alma un efecto sedante precursor del aplomo. En tercer lugar, porque, según los diferentes casos, ese plazo, más o menos largo, permite reflexionar, y la reflexión juega un papel principal en el dominio de sí mismo.
Cuando el silencio, la paralización voluntaria de la acción, consiguen restablecer nuestro equilibrio interior, las proporciones desmesuradas de las cosas que la imaginación había venido agrandando quedan reducidas a su verdadera medida, los valores se restablecen y el juicio se aclara. Para ver claramente las cosas es necesario contemplarlas a través del cristal de la verdad objetiva y no a través del prisma de la pasión o de la imaginación, que necesariamente, las deforma.
Para observar este silencio de palabra y de acción no es necesario vencer muchas dificultades: basta para ello un pequeño esfuerzo de voluntad, y, en todo caso, un ligerísimo entrenamiento. Dilatar la respuesta de una carta o dejar para más tarde la adopción de una decisión cualquiera son actos que, verdaderamente, no requieren un gasto grande de energía. Permanecer callado, por breves instantes, sin responder a la frase impertinente o molesta que nos acaban de dirigir, tal vez requiera un esfuerzo mayor, pero posible.
Hemos recibido una noticia grata que nos llena de gozo: el nacimiento del primer hijo; la próxima llegada de un pariente querido; el éxito de una combinación financiera o la feliz acogida del libro que acabamos de publicar. Nuestra satisfacción, nuestra alegría, explotan en diversas formas, y el optimismo y la generosidad se adueñan de nuestro ser hasta el punto de llevarnos a conceder ventajas irreflexivas a quien en aquel instante contrata con nosotros, o aplazamientos peligrosos al deudor moroso que en el mismo momento lo solicita. Si más tarde nos arrepentimos de todo ello, habrá sido, sencillamente, porque en aquel instante habíamos perdido nuestro equilibrio interior.
Podrían multiplicarse los ejemplos hasta el infinito; cada uno de ustedes los hallará muy fácilmente, con sólo examinar sus propias reacciones y las de los demás, en casos parecidos. En términos generales, y aparte otras causas, el equilibrio interior puede perderse por una contrariedad inesperada, una conversación imprudente, por dificultades imprevistas, por malas noticias, por un imperioso deseo por satisfacer, por una fuerte corriente de simpatía o por un especial estado de euforia.
El remedio inmediato y más simple para actuar con acierto en todos esos casos es éste: ganar tiempo; no tomar una resolución inmediata; aplazar toda decisión hasta que por la sucesión de otras impresiones la violencia de la primera haya pasado y nos permita estimarla en su verdadera magnitud. Y además, hacer todo lo posible por recibir las impresiones distintas de la primera antes de resolver definitivamente.
Cuando la impaciencia gana nuestro ánimo y la cólera tiende a subir hasta su más agudo diapasón, es indispensable hacer todos los esfuerzos necesarios para guardar silencio, un silencio completo durante algunos instantes, que nos devolverá el dominio sobre nosotros mismos.
Si en el trabajo se multiplican las dificultades de un modo imprevisto, es necesario entregarse a otras ocupaciones menos arduas antes de decidir ninguna cosa. A las pocas horas, al día siguiente, a los pocos días, la solución aparecerá nítidamente en la mente, y el trabajo que parecía insuperable se encontrará muchísimo más fácil y llevadero. Si la carta nos ha producido una turbación de ánimo, es necesario dejarla sin respuesta hasta el día siguiente, cuando menos, o hasta la fecha en que su lectura no causa en el ánimo más impresión que la automáticamente normal. Por muy potente que el deseo sea, imponemos un aplazamiento. Tal vez al día siguiente, quizás a los dos días, lo que excitaba tan extraordinariamente el deseo de una realización inmediata a cualquier precio se convierte en uno de tantos caprichos, cuya consecución pueda llevarse a cabo en condiciones normales. Antes de responder a la petición del amigo demasiado simpático, aléjense de él por unas horas o por unos días, con cualquier pretexto; dejen reposar la simpatía que los arrastra; tal vez se halla turbada por un ardor exagerado; cuando este ardor se calme, aparecerá limpia y clara el agua transparente de la amistad serena y fuerte.
¿Por qué razón concedemos una importancia tan considerable a ese silencio de palabra y acción?
En primer lugar, porque supone una detección o una paralización voluntaria en nuestra acción, que ya es por sí misma un principio de dominio sobre nosotros mismos. En segundo término, porque esa paralización nos concede un plazo precioso durante el cual la fiebre de la emoción debe bajar necesariamente, produciendo en el alma un efecto sedante precursor del aplomo. En tercer lugar, porque, según los diferentes casos, ese plazo, más o menos largo, permite reflexionar, y la reflexión juega un papel principal en el dominio de sí mismo.
Cuando el silencio, la paralización voluntaria de la acción, consiguen restablecer nuestro equilibrio interior, las proporciones desmesuradas de las cosas que la imaginación había venido agrandando quedan reducidas a su verdadera medida, los valores se restablecen y el juicio se aclara. Para ver claramente las cosas es necesario contemplarlas a través del cristal de la verdad objetiva y no a través del prisma de la pasión o de la imaginación, que necesariamente, las deforma.
Para observar este silencio de palabra y de acción no es necesario vencer muchas dificultades: basta para ello un pequeño esfuerzo de voluntad, y, en todo caso, un ligerísimo entrenamiento. Dilatar la respuesta de una carta o dejar para más tarde la adopción de una decisión cualquiera son actos que, verdaderamente, no requieren un gasto grande de energía. Permanecer callado, por breves instantes, sin responder a la frase impertinente o molesta que nos acaban de dirigir, tal vez requiera un esfuerzo mayor, pero posible.