lunes, 26 de febrero de 2007

El Alma, anfitriona del Tiempo

La sabiduría que renuncia con demasiada facilidad a alguna esperanza humana es incompleta y enfermiza. Cada persona tiene más de un deseo legítimo al que nada importa la aprobación de una razón severa. Pero no hay que creerse desgraciado porque no se posea más que una felicidad que no parezca extraordinaria a quienes nos rodean. Mientras más sabio se es, menos trabajo cuesta persuadirse de que se posee una felicidad. Conviene convencerse de que lo más envidiable de una felicidad humana son sus momentos más sencillos. El sabio aprende a animar y a amar la sustancia silenciosa de la vida. No hay alegría fiel más que en esa sustancia silenciosa, y nunca son las dichas extraordinarias las que se atreven a acompañar nuestros pasos hasta la tumba.

Importa acoger y abrazar tan fraternalmente como a los demás, al día que se acerca y se aleja sin hacer un gesto no acostumbrado de alegría o de esperanza. Para llegar hasta nosotros ha recorrido los mismos espacios y los mismos universos que el día que nos encuentra sobre un trono o en el lecho de un gran amor. Tal vez esconda bajo su manto horas menos brillantes, pero más humildemente abnegadas. Cuéntase el mismo número de minutos eternos en una semana que transcurre sin decir nada, como en la que avanza dando grandes gritos. En el fondo, todo lo que parece decirnos una hora, nosotros mismos somos quienes nos lo decimos. La hora es una viajera vacilante y tímida, que se alegra o se entristece según la sonrisa o la mirada taciturna del huésped que la recibe. No es ella la que debe traernos la felicidad, nosotros somos los encargados de hacer dichosa la hora que viene a buscar refugio en nuestra alma. Sabio es aquel quien tiene siempre algo apacible que desearle a la entrada.

Hay que acumular en uno mismo las causas de la felicidad más sencillas. Por tanto, no despreciemos ninguna ocasión de ser dichosos. Tratemos de experimentar primero la felicidad según lo humano, para preferirle después, con conocimiento de causa, la felicidad según nosotros mismos. Ocurre con esto como en el amor. Se necesita haber amado profundamente para saber de qué modo se necesitaría amar cuando ya no se ama. Conviene ser feliz por momentos, de manera visible, para aprender a ser feliz de manera invisible; y acaso no sea necesario prestar oído a las horas que hablan alto en su embriaguez, sino para aprender poco a poco el lenguaje de las que no hablan nunca más que en voz baja. Sólo éstas son numerosas, inagotables, incapaces de traicionar o de huir, a causa de su número, y el sabio sólo debería contar con ellas. Ser feliz es ejercitarse en ver la sonrisa oculta y los adornos misteriosos de las horas incalculables y anónimas, y esos adornos sólo se encuentran en nosotros mismos.

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En el reino de nuestro corazón, que es, para casi todos los humanos, el reino en el cual se cosecha la sustancia misma de la vida, no hay economías inútiles. Sería preferible no hacer nada en él a hacer las cosas a medias, y siempre es lo que no nos hemos atrevido a arriesgar lo que perdemos seguramente. Una pasión no nos quita, en realidad, sino lo que creemos robarle, y nosotros menguamos siempre en la parte que pensamos haber reservado para nosotros mismos. Hay, además, en nuestra alma, retiros tan profundos que sólo el amor se atreve a bajar sus peldaños, y el amor también es el que nos trae de ellos joyas imprevistas, cuyo brillo sólo percibimos en el breve instante en que se abren nuestras manos para ofrecérselos a manos bienamadas.

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