miércoles, 23 de noviembre de 2011



Las bendiciones de la Verdad.


El bien, lo mismo que el mal, tiene sus derrotas y sus decepciones. Pero las derrotas y las decepciones del bien, en lugar de oscurecer y entristecer el pensamiento, lo iluminan y lo tranquilizan. Un acto de virtud puede caer en el vacío; pero entonces nos enseña a medir las profundidades del alma y de la vida. Esas derrotas deberían bendecirse.

La inutilidad de un acto de bondad, la aparente ineficacia de un pensamiento elevado o simplemente leal, lanza sobre una multitud de cosas un rayo de luz de distinta naturaleza que el que podría proyectar sobre ellas toda la utilidad del bien. No cabe duda que causaría una gran alegría comprobar el triunfo invariable del amor; pero hay mayor alegría en ir hasta la verdad a través de esa ilusión. Sin embargo, el ser humano, en el transcurso de su historia, ha depositado con demasiada frecuencia su dignidad en los errores, y la verdad le ha parecido de pronto una disminución de sí mismo. La verdad no vale siempre lo que la ilusión, pero en su favor tiene el ser verdadera. En el dominio del pensamiento nada hay tan moral como la verdad.

Ninguna verdad es amarga para el pensador. Pero hoy aprende a preferir que no sea así, y no por las satisfacciones que en ello recoge su orgullo. Entonces, no cultiva ya la pasión de justicia que encuentra en su alma por los frutos espirituales que produce, sino por respeto a todo lo que existe, y por las flores inesperadas que puede hacer nacer en su inteligencia. No maldice al ingrato; no maldice ni aún a la ingratitud. La ingratitud le enseña que hay en el beneficio alegrías más espaciosas, menos personales y más conformes con la vida general que las que él esperaba del agradecimiento. Prefiere tratar de comprender lo que es, a esforzarse en creer lo que desea. En tal caso, el sabio sabe admirar lo que contradice su deseo, ensanchando su visión. Todo lo que existe consuela y fortalece al sabio, porque la sabiduría consiste en investigar y en admitir cuanto existe.


La sabiduría se interesa por la vida más que por la justicia o por la virtud; y si acontece que una gran virtud demasiado abstracta se encuentra en presencia de una vida que no se agita más que entre estrechos muros, la sabiduría preferirá inclinar su atención del lado de la humilde vida que del lado de la gran virtud inmóvil, orgullosa y solitaria.


Sobre todo, no desprecia nada; sólo hay una cosa en el mundo que es completamente despreciable y es el desprecio mismo. Los que piensan, tienden, con demasiada frecuencia, a despreciar a aquellos que pasan por la vida sin pensar. Cierto: el pensamiento tiene gran importancia, y ante todo debe tratarse de pensar tanto como sea posible y lo mejor que se pueda; pero hay alguna exageración en creer que poca más o poca menos aptitud en manejar cierto número de ideas generales ponga una barrera definitiva entre dos personas. En última instancia, entre el más grande de los pensadores y el más insignificante personaje de provincia, no hay, a menudo, sino la diferencia entre una verdad que encuentra de momento su fórmula y una verdad que no se formula jamás de manera apreciable.

Hay momentos en que el sabio reconoce la vanidad de sus tesoros espirituales; en que se da cuenta de que apenas lo separan de los demás hombres, algunas costumbres, algunas palabras, y en que duda del valor de esas palabras. Son los instantes más fecundos de la sabiduría. Pensar es a menudo equivocarse, y el pensador que se extravía necesita con frecuencia, para encontrar su camino, volver al lugar en donde se quedaron fielmente sentados, en torno a una verdad silenciosa, pero necesaria, los que casi no piensan.

Se sabe exactamente lo que la fuerza inerte debe al pensador, pero no se tiene en cuenta lo que el pensador debe a la fuerza de la inercia. En realidad, el pensador sólo sigue pensando con acierto si no pierde nunca el contacto con los que no piensan.  Es fácil desdeñar; menos fácil es comprender y, sin embargo, para el verdadero sabio no hay desdén que no acabe tarde o temprano en convertirse en comprensión. Todo pensamiento que pasa con desdén por encima del gran grupo mudo; todo pensamiento que no reconoce a mil hermanas, a mil hermanos dormidos en ese grupo, no es, en muchas ocasiones, más que un sueño nefasto o estéril.

jueves, 3 de noviembre de 2011



La Justicia nacida de la Verdad


En este mundo, el mal se acarrea su castigo con más seguridad de que la virtud vea su recompensa. El crimen tiene la costumbre de castigarse a sí mismo en medio de grandes voces, mientras que la virtud se recompensa en el silencio, el jardín cerrado de su felicidad. El mal trae catástrofes ruidosas, pero un acto de virtud es sólo un sacrificio mudo a las leyes más profundas de la existencia humana.

Habrá siempre algunas víctimas de una injusticia irremediable, y si ésta nos entristece, nos enseña también, al menos, a agregar a una sabiduría más real, más humana y más altiva, lo que quitamos a una sabiduría demasiado mística.

No llegamos a ser verdaderamente justos sino desde el día en que nos vemos reducidos a buscar en nosotros mismos el modelo de la justicia. La injusticia del destino vuelve a colocar al ser humano en su lugar, en su naturaleza. Pero no creo que el desaliento moral deba nacer de tales desengaños. Una verdad, por desalentadora que parezca, transforma el valor de quienes saben aceptarla. En todo caso, una verdad desalentadora, por el hecho mismo de ser una verdad, vale más que la mentira más hermosa que aliente. Pero no hay verdad desalentadora; hay, por el contrario, valores que no son verdaderos. Lo que quebranta a los débiles es lo que vigoriza a los fuertes.

No siempre es fácil sonreír a la llegada de las vivencias sombrías, pero es posible hallar en la vida algo que no nos domine sin entristecernos. A medida que el pensamiento y el corazón se ensanchan, hablan con menos frecuencia de injusticia. En este mundo todo está bien con relación a nosotros, puesto que somos los frutos de este mundo.


Han llegado los tiempos en que el ser humano necesita aprender a colocar en otro sitio que no sea en sí mismo, el centro de su orgullo y de sus alegrías. Mientras se abren nuestros ojos, nos sentimos dominados por una fuerza cada vez más enorme, pero al mismo tiempo adquirimos la certidumbre cada vez más íntima de formar parte de esa fuerza, y hasta cuando nos hiere, podemos admirarla.

Después de la conciencia de nuestro poder, uno de los privilegios más altos del ser humano es adquirir el conocimiento de su impotencia, por lo menos como individuo. De la desproporción misma entre el infinito que nos mata, y esa insignificancia que somos, nace el sentimiento de cierta grandeza en nosotros: nos gusta más ser destruidos por una montaña que por un ladrillo; en la guerra, preferimos sucumbir en una lucha contra mil y no contra uno. La inteligencia, al mostrarnos la inmensidad de nuestra impotencia, nos quita el dolor de nuestra derrota.

Hay momentos en los cuales lo que nos vence parece tocarnos de más cerca que la parte misma de nosotros que sucumbe. Nada muda más fácilmente de casa que el amor propio, porque un instinto nos advierte que nada nos pertenece menos que él.

Si la naturaleza se volviera menos indiferente, no nos parecería ya bastante vasta. Nuestro sentimiento de lo infinito necesita de todo su infinito, de toda su indiferencia, para moverse a sus anchas, y hay algo en nuestra alma que preferirá siempre llorar en un mundo de límites, a ser constantemente feliz en un mundo estrecho. Ninguna grandeza, ya esté en la naturaleza o en el fondo de su corazón, se pierde para el sabio.