El Pensamiento traducido en Acción.
Un humilde pensamiento que liga una mirada satisfecha, un acto de bondad cotidiana o el más tranquilo, el más modesto de los minutos felices, o algo hermoso, estable y eterno, es más meritorio e infinitamente más difícil de arrancar a los misterios de la vida, que una grande y sombría meditación que liga un dolor, un amor, una desesperación, a la muerte, al destino o a las potencias indiferentes que rodean nuestra existencia. Es necesario mirar tranquilamente las mismas fuerzas, aceptarlas e interrogarlas con calma, en lugar de maldecirlas y de buscar en ellas motivos de pavor.
Hay, en el más pequeño pensamiento consolador, una fuerza que jamás se encuentra en la queja más grande, en la más hermosa idea melancólica. Una gran idea, profunda y triste, es energía que alumbra los muros de su prisión consumiendo sus alas en las tinieblas; pero el más tímido pensamiento de confianza, de alegre sumisión a leyes inevitables, es ya una acción que busca un punto de apoyo para levantar al fin su vuelo en la existencia. Un amplio y desinteresado pensamiento es cosa excelente, pero la realidad no comienza sino en la acción. Lo que propiamente hablando constituye todo nuestro destino, son aquellos pensamientos nuestros que han tenido la fuerza, o cedido, al fin, a la necesidad de transformarse en hechos, en gestos, en sentimientos, en hábitos.
Lo mismo sucede en nuestra vida moral. Los pensamientos que no han entrado en la realidad, no han sido del todo vanos; han empujado o sostenido a los demás; pero éstos son los únicos que han cumplido su misión hasta el fin. Tengamos siempre, bajo nuestras órdenes, delante de las filas compactas de nuestras ideas confusas y entristecidas, un grupo de pensamientos más confiados, más humanos, más sencillos y listos para penetrar audazmente en la vida.
Un pensamiento puede, hasta mi muerte, dejarme en el mismo lugar del universo; pero una acción me hará avanzar o retroceder una fila en la jerarquía de los seres. Un pensamiento es una fuerza aislada, errante y pasajera, que se adelanta hoy y que tal vez no vuelva a ver mañana; pero una acción supone un ejército permanente de ideas y de deseos, que ha sabido conquistar, después de largos esfuerzos, un punto de apoyo en la realidad.
El destino, comprendido como el camino que conduce a la muerte, apenas respeta la virtud; nos obliga a elegir entre la justificación y la sentencia del azar.
¿Qué importa que el cumplimiento del deber sea resultado del instinto o de la inteligencia?. Los gestos del instinto, como los gestos del niño, tienen comúnmente una belleza algo vaga, cándida, inesperada, que nos conmueve más; pero los de la buena voluntad reflexiva ¿no poseen una belleza más seria y más firme?. A pocos corazones les es dado el ser ingenuamente admirables.
La virtud suprema está en saber lo que hay que hacer, y aprender a escoger a qué se le puede dar la vida. Lo que cada uno de nosotros cree que es su deber, no es su deber sino provisionalmente. El primero de todos nuestros deberes es aclarar nuestra idea del deber.
Un humilde pensamiento que liga una mirada satisfecha, un acto de bondad cotidiana o el más tranquilo, el más modesto de los minutos felices, o algo hermoso, estable y eterno, es más meritorio e infinitamente más difícil de arrancar a los misterios de la vida, que una grande y sombría meditación que liga un dolor, un amor, una desesperación, a la muerte, al destino o a las potencias indiferentes que rodean nuestra existencia. Es necesario mirar tranquilamente las mismas fuerzas, aceptarlas e interrogarlas con calma, en lugar de maldecirlas y de buscar en ellas motivos de pavor.
Hay, en el más pequeño pensamiento consolador, una fuerza que jamás se encuentra en la queja más grande, en la más hermosa idea melancólica. Una gran idea, profunda y triste, es energía que alumbra los muros de su prisión consumiendo sus alas en las tinieblas; pero el más tímido pensamiento de confianza, de alegre sumisión a leyes inevitables, es ya una acción que busca un punto de apoyo para levantar al fin su vuelo en la existencia. Un amplio y desinteresado pensamiento es cosa excelente, pero la realidad no comienza sino en la acción. Lo que propiamente hablando constituye todo nuestro destino, son aquellos pensamientos nuestros que han tenido la fuerza, o cedido, al fin, a la necesidad de transformarse en hechos, en gestos, en sentimientos, en hábitos.
Lo mismo sucede en nuestra vida moral. Los pensamientos que no han entrado en la realidad, no han sido del todo vanos; han empujado o sostenido a los demás; pero éstos son los únicos que han cumplido su misión hasta el fin. Tengamos siempre, bajo nuestras órdenes, delante de las filas compactas de nuestras ideas confusas y entristecidas, un grupo de pensamientos más confiados, más humanos, más sencillos y listos para penetrar audazmente en la vida.
Un pensamiento puede, hasta mi muerte, dejarme en el mismo lugar del universo; pero una acción me hará avanzar o retroceder una fila en la jerarquía de los seres. Un pensamiento es una fuerza aislada, errante y pasajera, que se adelanta hoy y que tal vez no vuelva a ver mañana; pero una acción supone un ejército permanente de ideas y de deseos, que ha sabido conquistar, después de largos esfuerzos, un punto de apoyo en la realidad.
El destino, comprendido como el camino que conduce a la muerte, apenas respeta la virtud; nos obliga a elegir entre la justificación y la sentencia del azar.
¿Qué importa que el cumplimiento del deber sea resultado del instinto o de la inteligencia?. Los gestos del instinto, como los gestos del niño, tienen comúnmente una belleza algo vaga, cándida, inesperada, que nos conmueve más; pero los de la buena voluntad reflexiva ¿no poseen una belleza más seria y más firme?. A pocos corazones les es dado el ser ingenuamente admirables.
La virtud suprema está en saber lo que hay que hacer, y aprender a escoger a qué se le puede dar la vida. Lo que cada uno de nosotros cree que es su deber, no es su deber sino provisionalmente. El primero de todos nuestros deberes es aclarar nuestra idea del deber.