Las cimas de la Vida Interna
Hay desgracias que no bajan la vista ante las miradas de la justicia, del amor o de la verdad. Es necesario admitir que la sabiduría no concede a sus fieles casi nada que no puedan desdeñar los ignorantes o los malvados. Y en la medida que se bajan los peldaños de la vida, se profundiza también en el secreto de un mayor número de tristezas y de impotencias. Se ve entonces que la maldad no es más que la bondad que ha perdido a su guía, que la traición no es sino la lealtad que no encuentra ya el camino de la felicidad, y que el odio no es ya otra cosa que el amor que abre con angustia la puerta de su tumba. Sólo así se llega a comprender en lugar de enjuiciar.
La vida interior más segura, hermosa y duradera es aquella que la conciencia edifica en sí misma con ayuda de los elementos más límpidos de nuestra alma. Sabio es quien aprende a mantener esa vida con todo lo que la casualidad le trae cada día. Sabio es quien en una decepción o una traición no desciende más que para purificar aún más a la sabiduría. Sabio, aquel en quien el mal mismo está obligado a alimentar la hoguera del amor. Sabio, el que ha adquirido la costumbre de ver en su sufrimiento la luz que él difunde en su corazón y que jamás mira la sombra que extiende sobre los que lo hicieron nacer. Más sabio todavía es aquel en quien las alegrías y los dolores aumentan la conciencia y le hacen ver que hay algo superior a la conciencia misma. Aquí es donde se alcanzan las cimas de la vida interna.
Toda vida interior empieza, no en el momento en que la inteligencia se desarrolla, sino en el instante en que el alma se hace buena. Todo ser que no posee alguna nobleza del alma no tiene vida interior, carece de esa fuerza, ese refugio y ese tesoro de satisfacciones invisibles que posee todo ser humano que puede entrar sin temor en su corazón. La vida interna está hecha de cierta felicidad del alma, y el alma es dichosa cuando puede amar en ella misma algo puro.
Es necesario construir, en el fondo del alma, el refugio contra el cual vendrá el destino a romper sus armas. Poco importa que este refugio sea el monumento de la conciencia o del amor; porque el amor es la conciencia que se busca a oscuras todavía, en tanto que la conciencia verdadera es el amor que se encuentra al fin en la claridad. En ese refugio, el alma enciende el fuego íntimo de su alegría, que aleja la tristeza dejada tras ella por los malos destinos. La alegría del alma no es semejante a las demás alegrías. No procede de una felicidad exterior, ni de una satisfacción del amor propio. Porque bajo la alegría del amor propio, que disminuye a medida que el alma mejora, está la alegría del amor que crece a medida que el alma se ennoblece.
La alegría no quita al amor lo que agrega a la conciencia. En esa alegría es donde la conciencia se alimenta del amor, en tanto que el amor se alimenta de la conciencia. Un espíritu que se eleva tiene dichas que no conoce nunca un cuerpo que es feliz; pero una alma que mejora tiene alegrías que jamás conocerá un espíritu que se eleva.
Hay desgracias que no bajan la vista ante las miradas de la justicia, del amor o de la verdad. Es necesario admitir que la sabiduría no concede a sus fieles casi nada que no puedan desdeñar los ignorantes o los malvados. Y en la medida que se bajan los peldaños de la vida, se profundiza también en el secreto de un mayor número de tristezas y de impotencias. Se ve entonces que la maldad no es más que la bondad que ha perdido a su guía, que la traición no es sino la lealtad que no encuentra ya el camino de la felicidad, y que el odio no es ya otra cosa que el amor que abre con angustia la puerta de su tumba. Sólo así se llega a comprender en lugar de enjuiciar.
La vida interior más segura, hermosa y duradera es aquella que la conciencia edifica en sí misma con ayuda de los elementos más límpidos de nuestra alma. Sabio es quien aprende a mantener esa vida con todo lo que la casualidad le trae cada día. Sabio es quien en una decepción o una traición no desciende más que para purificar aún más a la sabiduría. Sabio, aquel en quien el mal mismo está obligado a alimentar la hoguera del amor. Sabio, el que ha adquirido la costumbre de ver en su sufrimiento la luz que él difunde en su corazón y que jamás mira la sombra que extiende sobre los que lo hicieron nacer. Más sabio todavía es aquel en quien las alegrías y los dolores aumentan la conciencia y le hacen ver que hay algo superior a la conciencia misma. Aquí es donde se alcanzan las cimas de la vida interna.
Toda vida interior empieza, no en el momento en que la inteligencia se desarrolla, sino en el instante en que el alma se hace buena. Todo ser que no posee alguna nobleza del alma no tiene vida interior, carece de esa fuerza, ese refugio y ese tesoro de satisfacciones invisibles que posee todo ser humano que puede entrar sin temor en su corazón. La vida interna está hecha de cierta felicidad del alma, y el alma es dichosa cuando puede amar en ella misma algo puro.
Es necesario construir, en el fondo del alma, el refugio contra el cual vendrá el destino a romper sus armas. Poco importa que este refugio sea el monumento de la conciencia o del amor; porque el amor es la conciencia que se busca a oscuras todavía, en tanto que la conciencia verdadera es el amor que se encuentra al fin en la claridad. En ese refugio, el alma enciende el fuego íntimo de su alegría, que aleja la tristeza dejada tras ella por los malos destinos. La alegría del alma no es semejante a las demás alegrías. No procede de una felicidad exterior, ni de una satisfacción del amor propio. Porque bajo la alegría del amor propio, que disminuye a medida que el alma mejora, está la alegría del amor que crece a medida que el alma se ennoblece.
La alegría no quita al amor lo que agrega a la conciencia. En esa alegría es donde la conciencia se alimenta del amor, en tanto que el amor se alimenta de la conciencia. Un espíritu que se eleva tiene dichas que no conoce nunca un cuerpo que es feliz; pero una alma que mejora tiene alegrías que jamás conocerá un espíritu que se eleva.